
Transformar Chile sin ciencia es una promesa vacía
Quienes aspiran a gobernar no pueden hablar de transformar el modelo productivo, enfrentar la crisis climática o garantizar seguridad pública sin priorizar la ciencia. ¿Cómo se supone que lograremos todo eso con un ecosistema de conocimiento precario, mal financiado y sin prioridad política?
Todas las candidaturas del oficialismo que competirán en la primaria presidencial hablan de transformación. Prometen una matriz productiva diversificada, una economía sostenible, un Estado fuerte y una educación inclusiva. En sus programas, las palabras “ciencia”, “tecnología”, “conocimiento” e “innovación” aparecen con frecuencia. Pero lo que no aparece –o lo hace sin profundidad ni compromiso real– es una política para fortalecerlas.
Se mencionan como medio para otros fines: aumentar la productividad, modernizar el Estado, basar políticas en evidencia. Pero no hay diagnóstico ni hoja de ruta que aborde la infraestructura institucional, financiera y laboral que sostiene –y hoy limita– al ecosistema científico chileno.
La propuesta de Carolina Tohá define la ciencia como pilar para un desarrollo sostenible, equitativo y competitivo, e impulsa la inversión en sectores estratégicos como energía o salud. Sin embargo, mantiene una lógica productivista que instrumentaliza el conocimiento y deja fuera su dimensión ética, cultural y democrática.
Jaime Mulet reconoce la ciencia como pilar del desarrollo educativo, ambiental y productivo desde una lógica productivista-verde y descentralizadora. Sin embargo, no presenta una propuesta de fortalecimiento sistémico del sistema científico nacional, quedando en el plano declarativo.
Jeannette Jara plantea un proyecto transformador y de justicia social, pero no posiciona la ciencia como eje estratégico de ese proceso. La reduce a un soporte técnico del nuevo modelo productivo, sin institucionalidad robusta, planificación, enfoque de derechos ni participación.
Gonzalo Winter cuestiona el modelo extractivista y propone que el Estado lidere la innovación. Sin embargo, mantiene una visión funcional de la ciencia centrada en la aplicación tecnológica. El conocimiento se presume disponible, sin problematizar cómo se genera, por quién, con qué valores ni para qué fines.
En todos los casos, falta una visión integral de la ciencia como derecho humano, como componente del bienestar colectivo y un pilar esencial de la democracia. No basta con valorarla por su utilidad económica: se necesita garantizar condiciones éticas, laborales, territoriales e institucionales que permitan que el conocimiento florezca.
Todo esto ocurre mientras el sistema científico chileno atraviesa una crisis estructural: retrasos en pagos de fondos públicos, precariedad laboral, desigualdades de género y desarticulación territorial. En este contexto, resulta paradójico que celebremos nuestro ingreso al CERN o que el país busque atraer científicos desplazados por el “efecto Trump” en EE.UU., mientras aquí no se garantiza ni el pago oportuno ni las condiciones mínimas para quienes investigan en nuestras universidades.
Quienes aspiran a gobernar no pueden hablar en serio de transformar el modelo productivo, enfrentar la crisis climática o garantizar seguridad pública sin priorizar la ciencia. ¿Cómo se supone que lograremos todo eso con un ecosistema de conocimiento precario, mal financiado y sin prioridad política?
Mientras se siga viendo la ciencia como un recurso técnico más –y no como un derecho, un bien público y una condición para la democracia– las promesas de transformación seguirán siendo eso: promesas.
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