
Del bono que ya pasó al invierno que ya llegó
Podemos seguir discutiendo de presupuestos como si las pirámides de edad no cambiaran, o asumir que el tiempo, literalmente, cambió los cimientos. La demografía no vota, pero decide; ignorarla nos empobrece, integrarla nos ordena. Ese debería ser el nuevo consenso.
Que los economistas subestimen la demografía resulta, a estas alturas, desconcertante. Construimos modelos con elegancia matemática y supuestos heroicos sobre productividad, inversión y precios relativos, pero tratamos la composición por edad como un “ruido” estadístico. Es un error. La demografía es más que un telón de fondo. Es el escenario, y en Chile ese escenario cambió más rápido de lo que admitimos.
Se conoce como “bono demográfico” al período en que crece la proporción de personas en edad de trabajar respecto de niños y mayores, lo que habilita, si hay políticas adecuadas, un viento de cola para el crecimiento y la reducción de la pobreza. Es literalmente una ventana que se abre cuando la razón entre población en edad laboral y dependientes mejora, y se aprovecha si invertimos a tiempo en educación, empleo y salud; no es eterna ni automática.
Chile vivió esa ventana entre fines de los 80 y las décadas siguientes, pero desde 2015 la proporción de población en edad de trabajar comenzó a reducirse y, de mantenerse las tendencias, en 2031 habrá más adultos mayores que menores de 15 años. El bono se terminó y empezó el “invierno demográfico”.
La velocidad del envejecimiento chileno impresiona. En 2024, la edad mediana del país llegó a 36.4 años, que es, junto a la de Cuba, la más alta de América Latina que promedia los 31 años. Para 2050 se proyecta una mediana de 48.9 años, contra 40 en la región. Ese viraje se refleja en el índice de envejecimiento. En 1992 había 21 personas mayores por cada 100 niños; en 2031 serán 102; y en 2050, 177.
Un estudio de la OCDE, con solo aplicar aritmética simple, determina que si la productividad se mantiene constante, Chile pasará de un crecimiento promedio anual del PIB per cápita de 2.2% entre 2006 y 2019 a una caída de -0,1% anual entre 2024 y 2060. Es decir, una diferencia negativa de 2.3 puntos porcentuales.
El motor de este cambio es, sobre todo, la fecundidad en mínimos históricos. Las estimaciones recientes sitúan la tasa global en torno a 1.16 hijos por mujer, muy por debajo del reemplazo, y algunos registros de 2024 apuntan incluso a 1,03. El Censo 2024 añade una señal potente. Solo el 56.6% de las mujeres de 15 a 49 años tiene hijos, caída abrupta desde el 65.6% en 2017 y el 71.7% en 2002. Sin migración, esas trayectorias implicarían un achicamiento más rápido de la población, que terminaría por socavar el dinamismo económico y la sostenibilidad fiscal.
La tan vapuleada migración, en cambio, opera como válvula de ajuste si se administra con inteligencia. Corrige la merma de la población joven y genera empleo, ingresos y recaudación en el presente. En 2024, la población migrante explicó el 10.3% del PIB chileno, por encima de su peso poblacional; la diferencia proviene, entre otros factores, de que 82,7% de los migrantes está en edad de trabajar (versus 66,6% de nativos), con mayor participación laboral y menor desempleo.
Fiscalmente, los migrantes dejaron en 2023 un saldo neto positivo cercano al 0.3% del PIB; aportaron unos 604 dólares per cápita netos, 3.6 veces lo que aporta un nativo. Sin familias migrantes, sostener el modelo de crecimiento y de bienestar se haría cuesta arriba. La pregunta no es si cerrar o abrir las fronteras, sino cómo gestionar la migración para maximizar su contribución e integrar mejor a quienes llegan.
¿Qué implica todo esto para la política pública? Primero, que la demografía debe ser el principio organizador, transversal a todo. Sin un plan demográfico serio y minucioso, pierde sentido discutir productividad, salud, educación, ciudades o pensiones.
Segundo, el debate debe abandonar eslóganes y obsesiones identitarias. La reciente reforma previsional fue insuficiente y tardía para la magnitud del desafío y desperdiciamos una década en discusiones estériles. Cuando el tema vuelva a la Sala, que sea para asegurar una vejez digna y sostenible. Edad de retiro y trayectorias laborales flexibles, mayor densidad de cotizaciones, pilares solidarios bien financiados y reglas predecibles en lugar de consignas. Basta de la infantil competencia entre “No+AFP” y “Con mi platita NO”. La evidencia del envejecimiento acelerado y de la carga futura sobre pensiones y salud no admite más postergaciones.
Tercero, necesitamos políticas de natalidad realistas (conciliación, sistemas de cuidado y vivienda asequible), con la consciencia de que ningún país ha revertido de manera sostenida la fecundidad muy baja sin una arquitectura robusta de corresponsabilidad. Del mismo modo, si resulta imprescindible postergar la edad de jubilación, debemos acompañarlo con políticas públicas efectivas que garanticen la empleabilidad de las personas mayores y eviten su expulsión de la fuerza de trabajo. Aun así, una eventual recuperación, si ocurre, llegará tarde para las próximas dos décadas. Por eso, la palanca inmediata es la productividad: capital humano, adopción tecnológica y reorganización del trabajo para extraer más valor de una fuerza laboral más escasa.
Cuarto, migración bien administrada. Ventanillas expeditas para regularizar y emparejar oferta y demanda de trabajo, reconocimiento de credenciales, movilidad territorial y estándares de integración que prevengan guetos y explotación. El dato duro es nítido. En un país que envejece rápido y con fecundidad en el subsuelo, los migrantes traen bajo el brazo su propio bono demográfico, el que están convirtiendo en PIB y en ingresos fiscales hoy. Desperdiciarlo por prejuicio sería pegarse un tiro en el pie.
Finalmente, urbanismo y salud deben planificarse para esta economía. Ciudades caminables y accesibles, viviendas y barrios con cuidados de proximidad, expansión de la geriatría y la salud digital, redes contra la soledad y la dependencia. Esto no debemos verlo como un “gasto social” sino como parte importante de la infraestructura productiva de un país más viejo. La evidencia chilena y global apunta en la misma dirección. El envejecimiento ya está aquí y exige rediseñar reglas y prioridades.
Podemos seguir discutiendo de presupuestos como si las pirámides de edad no cambiaran, o asumir que el tiempo, literalmente, cambió los cimientos. La demografía no vota, pero decide; ignorarla nos empobrece, integrarla nos ordena. Ese debería ser el nuevo consenso. Si no ponemos la demografía en el centro, la aritmética hará política por nosotros … y no nos va a gustar el resultado.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.