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Los límites de la legitimidad Opinión

Los límites de la legitimidad

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Haroldo Dilla Alfonso
Por : Haroldo Dilla Alfonso Profesor titular, Universidad Arturo Prat.
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Como no soy político, y mucho menos un jefe de estado, creo oportuno comentar en este artículo lo contraproducente que puede ser reconocerle legitimidad, así en seco, a la ultraderecha.


Con este título, un profesor norteamericano, Alan Wolfe, escribió hace medio siglo uno de los mejores libros de historia política del capitalismo. Su leitmotiv fue discutir las maneras como la legitimidad ha sido abordada en los diferentes regímenes capitalistas de acumulación y sus resultados, a veces catastróficos e inesperados. No encontré nada mejor para titular lo que quiero discutir a continuación.

 En una alocución ampliamente reseñada, el presidente Boric recalcó la inconveniencia de negar la legitimidad de un “otro” que remitió a la ultraderecha: “No me creo mejor ni peor que la ultraderecha”, remató. Gabriel Boric es un político y jefe de un estado democrático, y el oficio obliga cuando se trata de defender el pluralismo que todos y todas necesitamos. Pero, como no soy político, y mucho menos un jefe de estado, creo oportuno comentar en este artículo lo contraproducente que puede ser reconocerle legitimidad, así en seco, a la ultraderecha.

Ante todo, habría que reconocer que legitimidad es polisémico y hace alusión a situaciones diferentes que tienen en común el hecho de que una institución, una situación o un proceso gocen –sean o no legales- de aceptación social y sus acólitos la perciban y reconozcan como justos y positivos, sea por sus orígenes, programas o eficacias.  Y aquí comienza el problema.

La ultraderecha que hoy conocemos (desde Trump hasta Milei, pasando por Meloni y Bolsonaro) es, salvando matices nacionales, un repertorio ideológico y de praxis política homogéneo que implica la intolerancia hacia la diferencia, el nativismo (ese coctel dañino de chauvinismo, racismo y xenofobia), misoginia y el apego a una jerarquización autoritaria basada en la socialización del miedo y el sentimiento de vulnerabilidad ante peligros magnificados por la propaganda. Su arribo al poder ha significado el debilitamiento de las instituciones públicas concernientes a los servicios sociales con el consiguiente empobrecimiento de estos, la apertura de mayores posibilidades para la gran acumulación capitalista, el cercenamiento de derechos sociales y el despliegue de una prédica iliberal en contra de la democracia y los derechos individuales y civiles. Todo lo cual le ha valido el calificativo, en más de un lugar, de fascista.

No creo que Meloni, Trump, Bolsonaro y Milei sean fascistas. El fascismo es un fenómeno histórico particular que conviene no extender indiscriminadamente. Pero sí que ellos constituyen remedos de aquello que Umberto Eco llamó “fascismo eterno” y que remitió a 14 características que están presentes en estas experiencias autoritarias. Ellos indican el ascenso de una corriente política muy dañina, en cada espacio nacional y a nivel global, cuya misión es retrotraer todos los avances sociales y culturales conseguidos desde la postguerra en función de la acumulación más despiadada y del poder de las élites más reaccionarias.  Trump y Milei, con sus diatribas ofensivas propias de gamberros incontrolados y las algarabías de los festivales de los conclaves ultraderechistas, son solo una punta de iceberg de un proceso de reconversión capitalista tremendamente peligroso. Sus éxitos no operan sobre el vacío, sino que ocurren a expensas del bienestar, la integridad y la dignidad de quienes carecen de recursos y poder. Son éxitos sociopáticos.

Kast, Káiser, y la propia Matthei en algunos de sus típicos zigzagueos, son también muestras de este proceso. Les distancia de sus asociados internacionales el hecho de que Chile –a pesar del discurso apocalíptico de toda la derecha y que la gran prensa cómplice magnifica cotidianamente- dista de la crisis de otras latitudes y enfrenta una cultura institucionalista arraigada. Pero datos como la percepción de las mujeres como agentes de maternidad, la homo/trans/fobia, la xenofobia, la reverencia ante el golpe militar de 1973 y sus olas de violencia y asesinatos, sus inclinaciones confesionales totalitarias y sus sellos iliberales, les presentan como peligros autoritarios contra un orden construido paso a paso en la postdictadura, que a pesar de sus evidentes imperfecciones, ha posibilitado nuestros avances sociales, culturales y cívicos.  

Es claro que no vale la pena reprimir por la fuerza a estos movimientos, tal y como los antecedentes históricos de estos movimientos han hecho antes contra sus opositores. Lo reprimido, decía Freud, siempre regresa. Pero hay una sola manera de evitar la regresión social y política que acarrean: enfrentarlos y derrotarlos con todos los medios que la democracia provee, desde el voto hasta la movilización ciudadana pacífica, incluyendo, y es vital, la lucha cultural que nos permita imaginar un mundo mejor que las mazmorras de Bukele y las algarabías histéricas de Milei. 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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