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Cómo seducir al pueblo con recetas contra el pueblo Opinión

Cómo seducir al pueblo con recetas contra el pueblo

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Fredy Cancino
Por : Fredy Cancino profesor de historia
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Es tiempo de abandonar dogmas dormidos, retóricas gastadas y ritos que ya no convocan. La justicia social no puede seguir hablándose en clave burocrática ni refugiarse en la superioridad moral. Hay que recuperar el lenguaje del pueblo sin populismo y el deseo de igualdad sin victimismos infértiles.


Pocas paradojas resultan tan desconcertantes –y tan reveladoras– como aquella que se repite con creciente frecuencia en diversas democracias occidentales: trabajadores, jubilados empobrecidos, emprendedores precarizados, jóvenes sin horizonte y clases medias en declive que terminan votando por proyectos políticos que no solo no los representan, sino que abiertamente consolidan un modelo que reproduce las desigualdades que los afectan.

No es un fenómeno exclusivo de Estados Unidos, donde Donald Trump ha cosechado triunfos entre los left behind (los dejados atrás por la globalización). Tampoco es raro en la Europa nórdica, donde incluso en países de alto bienestar, como Suecia o Dinamarca, partidos de derecha radical ganan apoyo en las periferias populares. Lo vemos también en Argentina, donde Milei convierte la motosierra en símbolo de redención popular, y en Alemania, donde el AfD conjuga nacionalismo duro con economía de mercado sin mediaciones.

Chile no escapa a esta lógica. El caso más evidente es el de José Antonio Kast, quien ha logrado interpelar con éxito a sectores vulnerables que antes orbitaban en torno a la centroizquierda o al populismo difuso. Su discurso mezcla apelaciones al orden, a los valores tradicionales, a una supuesta “defensa del chileno común”, mientras su programa –como él mismo ha señalado– busca desmantelar lo que llama “asistencialismo” y reemplazarlo por incentivos al esfuerzo individual.

Es decir, menos Estado, más mercado; menos derechos sociales, más competencia. Lo que para muchos es una amenaza directa a sus ya débiles seguridades, para otros aparece envuelto en la promesa de una recuperación moral: castigar al que “abusa del sistema”, al migrante que “llega a delinquir”, al joven que “no quiere trabajar” y al burócrata “acomodado”.

Es aquí donde el análisis desarrollado por un breve ensayo italiano cobra plena vigencia: la combinación entre neoliberalismo y autoritarismo identitario, entre la exaltación del “yo” emprendedor y la nostalgia por un orden perdido. Es el mismo cóctel que Trump, Meloni, Orbán o Milei han ofrecido con éxito. No se trata solo de economía, se trata de identidad, de resentimiento social canalizado hacia los de más abajo, no hacia los verdaderos privilegiados. Una política que promete orden no para proteger, sino para jerarquizar.

En menor medida lo vemos también en figuras como Johannes Kaiser, que, con un discurso más brutal y menos eficaz políticamente, representa la vertiente del “individualismo autoritario” descrita por algunos analistas; es decir, el sujeto que no reclama justicia ni participación, sino que exige castigo; el que pide reparación, pero no en forma de derechos sociales, sino mediante la humillación de otro: el inmigrante, la feminista, el mapuche, el disidente sexual o ideológico. En buenas cuentas, el otro.

Sin embargo, el programa económico de estas derechas radicales –incluido el de Kast– no difiere demasiado del guion neoliberal clásico: rebaja de impuestos a las grandes empresas, desregulación del mercado laboral, privatización de servicios, eliminación de políticas redistributivas, meritocracia como dogma. Son recetas viejas envueltas en retórica nueva. No se ofrece seguridad mediante redistribución, sino mediante autoridad. No se defiende la igualdad, sino un orden desigual presentado como natural. En ese orden, muchos votantes humildes encuentran, al menos por un momento, una identidad y una dirección.

¿Ingenuidad? ¿Falsa conciencia? Tal vez. Pero también habría que interrogar la responsabilidad de las fuerzas progresistas, que han perdido el vínculo emocional y cultural con sus antiguos votantes, atrapadas muchas veces en un lenguaje abstracto o elitista. La derecha radical no engaña, pero reaprovecha el vacío y lo llena con relatos simples, apelaciones a la identidad de los buenos patriotas y a enemigos fáciles de identificar.

El riesgo para Chile no es solo que Kast o Kaiser lleguen al poder, sino que el sentido común empiece a hablar con sus palabras. Que la desigualdad deje de ser injusticia y pase a ser destino. Que la democracia ya no prometa igualdad, sino orden. Que el yo predomine sobre el nosotros.

Por eso urge no solo disputar las elecciones, sino también reconstruir el tejido social y cultural del mundo progresista y entender que detrás del voto por la derecha radical hay miedos reales, frustraciones legítimas, pero también un derrumbe de horizontes colectivos. Y que no se combate solo con diagnósticos, sino con una política que sepa volver a hablarle –con respeto, claridad y coraje– a quienes se han sentido traicionados o abandonados.

Y aquí es donde el Socialismo Democrático, si quiere seguir siendo útil al país, debe renovarse de verdad. No basta con repasar viejos manuales ni repetir eslóganes arrumbados en algún congreso partidario desde los años 90.

Es tiempo de abandonar dogmas dormidos, retóricas gastadas y ritos que ya no convocan. La justicia social no puede seguir hablándose en clave burocrática ni refugiarse en la superioridad moral. Hay que recuperar el lenguaje del pueblo sin populismo y el deseo de igualdad sin victimismos infértiles. El desafío es monumental, pero también lo es el daño que puede causar desistir de ello y seguir viviendo de los créditos del pasado, cada vez más escasos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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