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Encerronas: los incentivos criminales detrás del robo violento de vehículos
Una sociedad que deja de normalizar la compra de lo barato y dudoso, y un Estado que decide blindar sus sistemas de regulación y fiscalización, son la única fórmula capaz de erosionar el tejido de legitimidad que hoy sostiene a las encerronas.
El robo violento de vehículos —las llamadas encerronas— no es solo un delito de oportunidad, sino la manifestación visible de un sistema de incentivos criminales que ha logrado institucionalizarse en los márgenes del mercado automotriz. La rentabilidad inmediata, la baja trazabilidad de los vehículos robados, la débil respuesta penal y la indiferencia estructural del Estado frente a las redes que sostienen esta economía ilícita, conforman un entramado donde el riesgo percibido es mínimo y la recompensa, alta.
Este sistema se alimenta de tres incentivos interconectados: los económicos (ganancias rápidas), los institucionales (impunidad funcional) y los culturales (estatus en “subculturas marginodigitales”). Estos incentivos no operan en el vacío. Se sostienen sobre una red de tolerancia y omisión, donde los servicios públicos que no fiscalizan con la debida eficacia, un sistema penal que no prioriza la investigación de la cadena criminal, aseguradoras que no perseveran en la acción penal y consumidores que normalizan la compra de repuestos y autopartes, incluso vehículos usados, sin verificar su procedencia.
En este escenario, las soluciones planteadas siguen estando dentro de la caja. Proponer más penas o más tecnología es insuficiente si no se alteran las condiciones estructurales que hacen rentable y posible el delito. El desafío no es solo penalizar, sino desincentivar. Y desincentivar significa modificar el equilibrio de costos y beneficios que hace que un joven vea más prometedor robar un vehículo que incorporarse al mercado laboral formal, o que una banda organizada perciba mayor retorno en el robo violento que en otras actividades ilícitas.
Primero, es indispensable introducir regulaciones que cierren los espacios de incentivo económico:
- Implementar un Sistema nacional de trazabilidad digital vehicular por medio del cual se obligue a que toda planta de revisión técnica utilice lectores digitales para verificar los números de serie de chasis y motor, contrastándolos de forma automática e inmediata con un registro nacional unificado de vehículos robados. Esto crea un cortafuego infranqueable frente a la clonación en el momento crítico de la revisión técnica o la transferencia.
- Establecer un Certificado de autenticidad digital para la venta de usados: Toda compraventa de un vehículo usado debería acompañarse de un certificado emitido por una planta de revisión técnica acreditada, que valide la autenticidad de sus identificaciones y su estado legal. La falsificación de este certificado debería ser un delito castigado con penas de presidio efectivo.
Segundo, es clave fortalecer la persecución penal integral y especializada.
- Es imprescindible establecer la obligación para el Ministerio Público de investigar toda la cadena criminal vinculada al robo, desde los autores materiales y los talleres clandestinos hasta los funcionarios o los gestores que facilitan el blanqueo.
- Que la existencia de cobertura económica no sustituya la persecución penal, promoviendo reformas legales que incentiven a las compañías de seguros, una vez que indemnicen a la víctima, a ejercer de manera más agresiva la acción civil para recuperar sus pérdidas, convirtiéndose en un perseguidor privado con recursos.
- Detectar a funcionarios públicos y policías que faciliten el blanqueo y sancionarlos ejemplarmente por traicionar su deber de custodia de la fe pública.
Tercero, se deben redefinir los márgenes de impunidad percibida:
- Sancionar con pena efectiva al que posea un vehículo con sus números de serie adulterados y no pueda acreditar un origen lícito plausible. Esto invierte la carga probatoria de manera aceptable y golpea el eslabón final de la cadena: el consumidor del mercado ilícito.
La violencia que define la encerrona constituye una violación a la intimidad personal y a la seguridad que el individuo asocia con su espacio de movilidad. Ser sacado de un automóvil a golpes o bajo amenaza de muerte no es una simple sustracción; es una forma de invasión y sometimiento que el Estado debe reconocer con la máxima prioridad.
El objetivo último no es castigar más, sino reconfigurar los incentivos. Se trata de elevar el costo real de participar en la cadena delictual y reducir las oportunidades estructurales que la hacen viable. El delito, en su dimensión económica, responde a una ecuación racional. Pero en su dimensión simbólica, responde a una ecuación moral. Y esa moral se construye socialmente. Una sociedad que deja de normalizar la compra de lo barato y dudoso, y un Estado que decide blindar sus sistemas de regulación y fiscalización, son la única fórmula capaz de erosionar el tejido de legitimidad que hoy sostiene a las encerronas.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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