Opinión
Pablo Ovalle/AgenciaUno
José Antonio detrás del vidrio: el programa oculto de Kast
Si queremos frenar su avance, debemos entender que el fenómeno tiene coherencia e inteligencia estratégica. La ultraderecha no es un accidente ni un grito irracional; es una máquina política que transforma sufrimientos socioeconómicos en inseguridad cultural.
En esta campaña presidencial José Antonio Kast ha optado por una estrategia simple, eficaz y deshonesta: hablar lo menos posible de lo que realmente piensa. Su calculada evasión en los debates, sus respuestas ambiguas y sus silenciamientos orquestados no reflejan improvisación, sino un programa oculto. No se trata de vacíos, sino de un mensaje cuidadosamente podado: todo aquello que pueda provocar rechazo en el electorado moderado se oculta tras una retórica de “orden”, “gestión” y “emergencia”.
Esta mutación no debe engañar a nadie. Kast no se ha moderado; solo ha aprendido a callar estratégicamente. Johannes Kaiser quedó a cargo de encarnar la faceta más confrontacional del proyecto, manteniendo encendida la guerra cultural y reforzando las certezas ideológicas del núcleo duro. Pero trabajando en dupla, buscaron capturar simultáneamente al votante conservador y al desencantado antisistema, replicando una lógica global: el posliberalismo e iliberalismo, donde la moderación es apenas un disfraz táctico que resguarda intacta la identidad radical.
¿En qué consiste realmente ese proyecto? En un plan político de varios frentes simultáneos. Primero, la captura del Estado, concentrando poder en el Ejecutivo para vaciar los contrapesos institucionales. Segundo, un neoliberalismo de guerra cultural que desfinancia el Estado social y debilita sus instituciones educativas y culturales. Tercero, la “bukelización” de la seguridad pública: cárceles de castigo extremo, militarización urbana y suspensión práctica de derechos en nombre del orden.
Cuarto —y quizá más decisivo—, una ofensiva cultural permanente contra el feminismo, la diversidad, la educación pública crítica y cualquier forma de pluralismo. Este programa no pretende gestionar el régimen vigente: busca sustituir los cimientos éticos y políticos de la democracia chilena, prometiendo “grandeza” a costa de libertades, derechos e igualdad ante la ley.
Nada de esto es una innovación local. La derecha radical importa modelos y los adapta. El orbanismo húngaro, la mano dura de Bukele o el “aristopopulismo” de Patrick Deneen proveen las piezas de un proyecto que, en nombre del “bien común”, pretende volver estática la identidad nacional y subordinar todos los derechos a un orden moral tradicional. Las formas electorales se mantienen, pero sus garantías se vacían. Las instituciones siguen ahí, aunque obedeciendo a un solo poder.
Entre 2021 y 2026, Kast no ha cambiado sus convicciones, sino la manera de comunicarlas. Conceptos que antes repetía con orgullo —“ideología de género”, “globalismo”, “agenda progre”— desaparecen del discurso público, pero se conservan como claves internas para su base más fiel. Y si algo exige ser dicho en voz alta, para eso está Kaiser: salida de tratados internacionales, recorte de instituciones de derechos humanos, expulsión masiva de migrantes. El verdadero programa se reparte entre ambos: uno seduce, el otro amenaza.
La pregunta no es si Kast tiene un plan, sino por qué insiste en ocultarlo. La respuesta es evidente: porque sabe que su proyecto no ganaría una elección expuesto a plena luz. Prefiere un liderazgo detrás del vidrio, silencioso, a la espera de que la urgencia, el miedo y la frustración hagan el resto. Su silencio no es vacío: es una advertencia.
La extrema derecha ha comprendido algo clave sobre la política contemporánea: el éxito ya no depende solo del análisis sociológico, sino de la psicología individual. Canaliza el malestar cotidiano —la incertidumbre económica, el miedo al delito, la precariedad laboral— hacia un relato que promete estabilidad emocional. La angustia se convierte en identidad; la frustración, en cruzada contra “el otro”: el migrante, el diverso, el foráneo. La homogeneidad cultural aparece como solución mágica a todos los problemas.
Esta corriente ha logrado apropiarse incluso de causas que alguna vez fueron progresistas: la defensa de los servicios públicos, la crítica a la desigualdad, la protección de los más vulnerables. Pero detrás de ese maquillaje social late un programa excluyente que subordina cualquier reivindicación —sea feminista, laica o ecológica— a la preservación del orden a cualquier precio.
Si queremos frenar su avance, debemos entender que el fenómeno tiene coherencia e inteligencia estratégica. La ultraderecha no es un accidente ni un grito irracional; es una máquina política que transforma sufrimientos socioeconómicos en inseguridad cultural. Y solo podrá ser contenida si el resto de la política se hace cargo de esas heridas reales, ofreciendo soluciones que respondan a las causas del malestar sin recurrir a la exclusión ni al autoritarismo, porque Kast puede seguir detrás del vidrio, pero su proyecto ya está al otro lado, esperando el momento para romperlo.
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