Opinión
Archivo (Agenciauno)
La captura del Estado
Este tipo de movilizaciones no constituye una defensa del empleo público, sino un bloqueo sistemático a cualquier intento serio de modernizar el Estado, evaluar desempeño, profesionalizar el servicio civil o introducir incentivos que beneficien directamente a los ciudadanos.
La reciente decisión de la ANEF de llamar a “movilizarse” en plena segunda vuelta presidencial, junto con instruir a los funcionarios públicos a respaldar explícitamente a una de las candidaturas, obliga a una reflexión más profunda sobre el sentido último del poder sindical dentro del Estado y los límites del derecho a huelga cuando este afecta servicios esenciales.
Gran parte del discurso político progresista afirma que el principal abuso en Chile proviene del empresariado: supuestas asimetrías de poder, presiones hacia trabajadores y conductas que vulnerarían su dignidad.
Sin embargo, el debate abierto estos días permite hacer una pregunta incómoda, pero ineludible: ¿quién ejerce el abuso más inhumano? ¿El empresario acusado por la izquierda o el funcionario público que paraliza actividades esenciales, dejando sin servicios básicos a los ciudadanos que dependen exclusivamente del Estado?
Cuando un privado suspende operaciones, existen alternativas: otros proveedores, otros servicios, otras vías, pero cuando un funcionario público detiene atenciones médicas, suspende clases, retrasa permisos o congela beneficios sociales, la víctima es siempre la misma: el ciudadano sin voz, aquel que depende totalmente de un Estado que debería protegerlo y no castigarlo.
Esto es particularmente grave en regiones, donde los servicios públicos son muchas veces la única vía para acceder a salud, educación, permisos o prestaciones sociales. Allí no existe competencia ni mercado que amortigüe el daño. Una paralización estatal no castiga a un “empresario poderoso”. Castiga a la madre que pierde una hora médica, al agricultor que no recibe un permiso a tiempo, al estudiante que vuelve a quedar rezagado, al adulto mayor que espera una atención postergada.
En ese contexto, ¿es más abusivo un empresario que opera bajo regulaciones estrictas, supervisión constante y un marco laboral garantista que sanciona cualquier práctica indebida o lo es un gremio que se arroga la representación del Estado, que se declara abiertamente actor político-electoral —en abierta contradicción con el mandato constitucional de apoliticidad— y que utiliza su poder para paralizar servicios esenciales con fines de presión partidaria?
La izquierda acusa al sector privado de concentrar poder, pero lo que observamos hoy es otra forma de concentración, mucho más silenciosa y profundamente dañina: la captura parcial del Estado por parte de grupos organizados que pueden detener el funcionamiento del país sin consecuencia alguna. Esto no solo erosiona la legitimidad institucional, sino que pone en riesgo la equidad básica que debiera regir la provisión de bienes públicos.
Como han señalado distintos analistas, este tipo de movilizaciones no constituye una defensa del empleo público, sino un bloqueo sistemático a cualquier intento serio de modernizar el Estado, evaluar desempeño, profesionalizar el servicio civil o introducir incentivos que beneficien directamente a los ciudadanos. En los hechos, se ha construido un muro no para proteger a Chile, sino para proteger privilegios corporativos.
Resulta entonces legítimo —y urgente— plantear la pregunta central que este debate deja al desnudo:
¿Qué abuso es más inhumano? ¿el que se imputa, muchas veces sin fundamento, al empresario, o el que ejerce un funcionario público cuando, desde una posición monopólica de poder, paraliza servicios esenciales cuyo único destinatario es el ciudadano que no tiene alternativa?
La respuesta no es ideológica. Es ética. Y exige restituir un principio básico: el Estado existe para servir a las personas, no para transformarse en rehén de quienes trabajan en él.
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