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Chile en la balanza: Entre lentejas, sofá y el desafío de la Salud Pública Opinión Archivo

Chile en la balanza: Entre lentejas, sofá y el desafío de la Salud Pública

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Alexis Sossa
Por : Alexis Sossa Doctor en Ciencias Sociales y académico del Centro de Investigación en Sociedad y Salud de la Universidad Mayor.
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Es hora de recordar que el cambio colectivo puede nacer de la transformación individual. No se trata solo de comer lentejas o hacer ejercicio, sino de aprender a valorarnos, a elegir el camino que nos acerca a una vida más plena.


Las cifras no mienten y son, cuanto menos, inquietantes. La “Encuesta Nacional de Actividad Física y Deportes 2024” ha encendido las alarmas: un rotundo 60,5 % de la población general en Chile es considerada inactiva, según las exigentes recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

El panorama es aún más sombrío entre nuestros jóvenes, con un preocupante 73,6 % de niños, niñas y adolescentes (de 5 a 17 años) lejos de la actividad física necesaria, mientras que en los adultos (de 18 años y más), la inactividad afecta al 55,1 %.

Y si estos datos no son suficientes para movernos del asiento, sumemos otro más lapidario: Chile ostenta el desafortunado liderazgo en obesidad en Latinoamérica, con un 42% de los adultos chilenos viviendo con esta condición.

Frente a esta realidad, es imperativo pausar y reflexionar no solo sobre nuestras decisiones individuales, sino también sobre el complejo entramado social que las moldea. Como sociólogo dedicado al estudio de los hábitos de vida y el ejercicio físico, mi intención no es dictar una receta mágica para la pérdida de peso o la salud instantánea, sino invitar a una mirada más profunda: aunque el conocimiento sobre lo que es saludable abunda, a menudo la motivación o las condiciones para implementarlo brillan por su ausencia.

Todos sabemos que un plato de lentejas es una fuente de fibra y energía, y que el ejercicio regular fortalece no solo músculos, sino también huesos. La lógica nos dice que abandonar el tabaco o reducir el alcohol prolonga nuestra vida. Sin embargo, esta claridad racional choca una y otra vez con una realidad tozuda. ¿Cuántos fumadores reconocen el riesgo, pero no logran apagar el último cigarrillo? ¿Cuántos más admiten que el ejercicio les inyectaría vitalidad, pero sucumben a la comodidad del sofá, invocando la falta de tiempo, el peso de los años o una simple aversión al ejercicio?.

El saber, por sí solo, no se traduce automáticamente en acción. La vida moderna, con sus ritmos acelerados, sus exigencias laborales y su bombardeo constante de estímulos digitales, nos aprisiona en una vorágine donde el sedentarismo y la búsqueda de gratificación inmediata se vuelven la norma. Se priorizan los placeres momentáneos por encima de las decisiones que nutrirían nuestro bienestar a largo plazo. Una cultura que privilegia el consumo y la distracción nos envuelve, dificultando aún más esa elección consciente.

Además, no podemos obviar una verdad incómoda: la desigualdad es un factor determinante en este dilema. Para quienes viven en la pobreza, los obstáculos para adoptar estilos de vida activos son barreras infranqueables. La falta de acceso a espacios públicos seguros para ejercitarse, la imposibilidad de mantener una alimentación adecuada y las extenuantes jornadas laborales, muchas veces precarias, minan su capacidad de tomar decisiones informadas y de disponer del tiempo y espacio necesarios para el autocuidado. La desigualdad, así, no solo define quién tiene más o menos recursos materiales, sino también quién puede cuidar eficazmente de su propia salud.

En este complejo escenario, surge la pregunta central: ¿qué podemos hacer? No se trata de juzgar ni de comparar realidades, sino de confrontar nuestras propias circunstancias y la responsabilidad personal. Aunque sabemos qué hacer, caemos en una inercia que nos encadena a la comodidad cotidiana. ¿Cuánto de esto es atribuible a nuestras circunstancias y cuánto a nuestra propia voluntad?

Afortunadamente, no todo es inercia. Iniciativas como el reciente proyecto de ley del Senado chileno, que busca hacer obligatoria la actividad física diaria en establecimientos educacionales, desde párvulos hasta la enseñanza media, son un faro de esperanza. Estas medidas no solo forjan hábitos saludables desde la infancia, sino que también promueven la equidad, democratizando el acceso a la actividad física para todos.

La lección final es clara: la salud no es una meta que se conquista solo con la intención, sino con la acción. El verdadero desafío es traducir ese conocimiento en pequeños logros cotidianos, en hábitos sostenibles. Cada decisión, por insignificante que parezca —elegir las escaleras, un paseo corto, media hora de juego con los hijos— es un acto de rebeldía contra la inercia.

Es hora de recordar que el cambio colectivo puede nacer de la transformación individual. No se trata solo de comer lentejas o hacer ejercicio, sino de aprender a valorarnos, a elegir el camino que nos acerca a una vida más plena. Esta es la victoria que, paso a paso, hábito a hábito, podemos construir juntos: un Chile más activo, más sano y más consciente de su propio bienestar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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