PAÍS
Cecida a El Mostrador
Attilio Baccelliere: “Las escuelas rurales no pueden tratarse como versión reducida de las urbanas”
Mientras las normas sigan diseñadas desde parámetros urbanos y mantengan la misma estructura que generó las desigualdades actuales, las escuelas rurales continuarán operando con desventaja
En la segunda entrevista con actores del sistema educativo, conversamos con Attilio Baccelliere Muñoz, que trabaja actualmente como Profesor Encargado y docente de la Escuela Rural Cristo Rey de Ralún, en la comuna de Puerto Varas. Baccelliere es profesor de Educación Básica y actualmente estudiante de magíster en Gestión y Dirección Educacional. En esta entrevista pudimos conocer su visión y expectativas sobre las políticas educativas para la educación rural.
-Desde su experiencia como docente y director, ¿qué diferencia a la educación rural de la urbana?
-Lo más importante es en que se desarrolla en contextos donde la escuela no es solo un espacio de enseñanza, sino también un punto de encuentro social, cultural y comunitario. En establecimientos pequeños y multigrado, como el nuestro, el trabajo pedagógico exige un conocimiento muy cercano de cada estudiante, de sus familias y del territorio, lo que permite ajustar las prácticas a ritmos, trayectorias y realidades diversas.
Además, la labor docente integra múltiples responsabilidades: enseñar, liderar, gestionar, acompañar emocionalmente y sostener vínculos comunitarios que son esenciales para el bienestar de los estudiantes. Mientras las escuelas urbanas suelen contar con equipos amplios y estructuras más especializadas, en la ruralidad la versatilidad es la regla y la comunidad es parte activa del proceso educativo.
Esta forma de vivir la educación muestra que las escuelas rurales no pueden ser tratadas como versiones reducidas de las urbanas; requieren políticas que reconozcan su identidad, su cultura colaborativa y su potencial transformador.
-¿Cuál es su diagnóstico de la educación pública en Chile desde su experiencia como profesor encargado?
-Mi diagnóstico es que la educación pública sigue marcada por desigualdades estructurales que se arrastran desde décadas atrás. Aunque se han impulsado transformaciones valiosas, el sistema aún opera con una lógica que privilegia la competencia y la subvención por asistencia y matricula, sobre las necesidades reales de los territorios.
En escuelas pequeñas, donde la matrícula es fluctuante y los recursos limitados, no administramos presupuestos amplios: los estiramos al máximo para asegurar lo esencial. Para ofrecer experiencias significativas, debemos recurrir constantemente a alianzas externas con el mundo privado, porque el financiamiento basal no alcanza para garantizar actividades culturales, científicas, artísticas o deportivas, que en contextos urbanos están a más fácil acceso.
A esto se suma que el rol directivo en las escuelas rurales está invisibilizado con la denominación de “profesor encargado”. Los profesores encargados asumen responsabilidades de liderazgo, gestión, convivencia, administración y gestión territorial, pero estamos excluidos del sistema de Alta Dirección Pública en todo ámbito, lo que implica menor reconocimiento institucional y menos respaldo para enfrentar decisiones complejas. En la práctica, se nos exige responder a los mismos estándares que establecimientos urbanos con equipos completos, pero sin condiciones equivalentes ni apoyos proporcionales.
Por todo esto, creo que la educación pública todavía funciona bajo un modelo que no reconoce la diversidad territorial ni las asimetrías naturales y geográficas del país. Mientras esta base no cambie, las brechas entre escuelas urbanas y rurales seguirán afectando el derecho a aprender con inclusión e igualdad de oportunidades.
–¿Las políticas actuales responden realmente a las necesidades de las escuelas rurales?
-No plenamente. Aunque en los últimos años ha existido un esfuerzo por fortalecer la educación pública, muchas de las políticas que se aplican hoy continúan operando bajo una lógica heredada del modelo de mercado: financiamiento condicionado a la asistencia, presión por resultados estandarizados y una estructura administrativa que no siempre reconoce las desigualdades territoriales. Este enfoque tal vez podría funcionar en contextos urbanos, pero en las escuelas rurales genera brechas, porque no considera la inestabilidad de la matrícula, la distancia geográfica ni la ausencia de equipos profesionales completos.
Un caso que ilustra esta tensión es el de nuestra escuela. Tras el incendio que destruyó por completo su infraestructura en 2020, continuamos funcionando, cinco años después, en container de emergencia. Esto no responde a una falta de voluntades, sino a la lentitud y complejidad de los procesos nacionales de reposición, sistema que no siempre prioriza la ruralidad para la inversión pública. Esta situación revela la dificultad del Estado para garantizar condiciones materiales equivalentes a las de sectores urbanos. Probablemente, la historia sería distinta si la Escuela de Ralún estuviera ubicada en el centro de Puerto Varas, Santiago, Puerto Montt o Vitacura.
A esto se suman instrumentos que, en vez de equilibrar, profundizan las desigualdades. Evaluaciones como el SIMCE comparan escuelas con realidades incomparables, lo que invisibiliza el esfuerzo pedagógico que se sostiene en contextos de baja dotación, acceso limitado a cultura, bibliografía limitada y menor infraestructura. Lo mismo ocurre con el Sistema de Admisión Escolar, pensado para resolver problemas de competencia en ciudades, pero completamente incongruente con territorios donde la matrícula responde a cercanía, identidad y la pertenencia comunitaria, no a selección o elección masiva.
En definitiva, aunque existe una intención de avanzar hacia mayor equidad, las políticas todavía no dialogan con la educación rural, la cual se sitúa como un mundo paralelo que queda en manos de las capacidades de autogestión, “buena voluntad” y vocación de docentes. Mientras las normas sigan diseñadas desde parámetros urbanos y mantengan la misma estructura que generó las desigualdades actuales, las escuelas rurales continuarán operando con desventaja y deberemos seguir sosteniéndolas desde las comunidades locales.
–¿Qué políticas son urgentes para avanzar en equidad educativa en la ruralidad?
-Chile necesita avanzar hacia una política que reconozca la educación rural en todas sus dimensiones, no como un apéndice del sistema urbano. La equidad exige transitar desde un enfoque homogéneo hacia una regulación diferenciada, capaz de responder a la realidad de las aulas multigrado, la dispersión geográfica y la necesidad de contar con equipos profesionales que opten por permanecer en contextos alejados, asumiendo los costos laborales y de vida que ello implica.
Un primer paso es avanzar hacia un financiamiento basal rural que no dependa exclusivamente de la asistencia o de la matrícula, para que las escuelas puedan asegurar condiciones mínimas de calidad. Complementariamente, se requiere flexibilización normativa, que permita adaptar cargas administrativas, evaluaciones e indicadores a la realidad territorial, evitando que instrumentos diseñados para contextos urbanos terminen penalizando a comunidades aisladas.
También es necesaria una política nacional de formación directiva para escuelas rurales y un desarrollo profesional orientado al trabajo multigrado, al liderazgo pedagógico y a la gestión comunitaria: prácticas habituales en estos contextos, pero muchas veces ausentes en la formación docente tradicional.
Asimismo, es urgente fortalecer redes intersectoriales en ámbitos como salud mental, cultura, transporte y protección social, de modo que la escuela rural no cargue en soledad con tareas que exceden lo pedagógico y que corresponden al Estado, pero que inciden de manera directa en el trabajo docente y en las trayectorias educativas de niños y niñas.
Finalmente, se requiere una gestión cultural territorializada que garantice acceso a experiencias artísticas, científicas y deportivas, sin depender exclusivamente de la capacidad de autogestión de cada escuela. Sin estos elementos, la equidad educativa seguirá siendo un horizonte distante para las comunidades rurales.
–¿Qué oportunidades y desafíos observa en la Nueva Educación Pública para la educación rural?
-La Nueva Educación Pública representa una oportunidad real para reducir las brechas históricas que afectan a las escuelas rurales. Al devolver al Estado un rol coordinador, permite que establecimientos pequeños como el nuestro accedan a apoyos técnicos, profesionales y proyectos que antes resultaban inalcanzables. La posibilidad de contar con especialistas, programas de fortalecimiento pedagógico y mejores condiciones de financiamiento abre un escenario que, bien implementado, puede transformar la experiencia educativa en territorios rurales.
Sin embargo, el desafío central es que esta promesa no se diluya en la burocracia. Para que la Nueva Educación Pública sea efectiva, debe operar con una lógica verdaderamente territorial: con decisiones más ágiles, presencia constante en las escuelas, conocimiento profundo del contexto local, acompañamiento sostenido y procedimientos que reconozcan la realidad multigrado, la sobrecarga administrativa unidocentes o equipos pequeños y las condiciones de aislamiento propias de muchas comunidades rurales. El desafío son las respuestas oportunas, con articulación intersectorial y políticas que dialoguen con lo que ocurre en el aula rural y en las comunidades locales.
La Nueva Educación Pública tiene un gran potencial, especialmente para escuelas como la nuestra. El desafío es que su diseño administrativo se convierta en un sistema que escucha, responde y actúa desde el territorio, asegurando que las oportunidades lleguen efectivamente a quienes más lo necesitan.
–¿Qué espera del próximo gobierno?
-Espero que el próximo gobierno asuma que la educación rural no puede seguir tratándose como un gasto a reducir, sino como un derecho que el Estado está obligado a garantizar con justicia territorial. Durante décadas se han instalado discursos que miran la escuela rural desde una lógica de eficiencia económica, planteando incluso su eliminación. Esa mirada desconoce que, en muchos territorios, la escuela es la única institución del Estado presente de forma cotidiana, y que su desaparición no solo afecta a los estudiantes, sino que desintegra comunidades completas.
Lo que espero es exactamente lo contrario: que el país decida fortalecer sus escuelas rurales. Que exista infraestructura digna, acceso a conectividad, programas culturales permanentes y equipos profesionales que acompañen la labor docente. Que se garantice formación especializada para contextos multigrado y que la gestión sea más ágil y menos burocrática, de modo que las escuelas puedan concentrarse en lo esencial: enseñar, cuidar, acompañar, formar ciudadanos con valores y construir comunidad.
También espero que, por fin, se reconozca que los doce años de escolaridad pública son la principal herramienta para equilibrar oportunidades en un país profundamente desigual. En la ruralidad, la escuela es mucho más que un espacio pedagógico: es biblioteca, centro cultural, red de apoyo emocional, punto de encuentro, laboratorio científico, deporte, es aprender a ser ciudadanos que transforman su entorno y es lugar de memoria histórica local. Por eso, fortalecer la educación pública rural no es un gesto administrativo, es una decisión ética sobre el tipo de país que queremos construir.
En lo medular, espero un gobierno que sitúe la educación pública en el centro, que mire la ruralidad con dignidad y que entienda que ninguna comunidad escolar sobra. Si Chile quiere un futuro más justo, debe comenzar por garantizar que cada niño y niña, viva donde viva, tenga una escuela que abra horizontes y no que cierre oportunidades.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.