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La Alameda debe ser una delicia ciudadana

Volker Gutiérrez
Por : Volker Gutiérrez Periodista/Profesor, Fundador y Presidente Cultura Mapocho, Director Letra Capital Ediciones
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Múltiples son las referencias a la principal arteria capitalina. En la literatura, la política, la cultura, el comercio, el transporte, la vida cotidiana. Por ello su simbolismo traspasa generaciones y se levanta casi como leyenda.

Por estos días (por estos años, en verdad), desde el Gobierno Regional Metropolitano se nos anuncia un nuevo diseño del eje Alameda-Providencia y se nos invita a pronunciarnos al respecto.

En el sitio web del proyecto se señala que “se ha planteado el desafío de renovar completamente el eje, concibiéndolo como el proyecto urbano integral más importante de la ciudad y que se transforme en un paseo nacional de alto estándar” (www.nuevaalamedaprovidencia.cl).

Luego, enfrentados al cambio más pretendidamente radical de la antigua Cañada, al menos desde la década de 1940, y cuando pronto se cumplirán 200 años del momento en que Bernardo O’Higgins la creó como paseo público, me parece bien traer nuevamente a colación algunos de los históricos hitos que le han dado su esencia y, a la vez, llamar la atención sobre las circunstancias urbanas y ciudadanas en que se desenvuelve hoy esta avenida principal.

La Alameda nació sobre un mito. En los colegios, principalmente, se nos dijo y repitió como fórmula matemática que la Alameda se trazó sobre uno de los dos brazos del río Mapocho. La verdad es que nuestro más conocido curso fluvial, con su caudal medio de 13,6 m3/seg (frente a los 92,3 del río Maipo y los 899 del río Bío Bío), apenas alcanza a ser un escuálido escurrimiento que difícilmente pudo tener, alguna vez, dos brazos permanentes. Sin entrar en mayores detalles, basta recordar al investigador más importante sobre las aguas de Santiago, Gonzalo Piwonka, quien plantea que el supuesto segundo brazo fue nada más que una cañada, un curso ocasional de agua producto de las lluvias. Y, efectivamente, he ahí el origen del nombre colonial que ostentó nuestra gloriosa avenida.

Aunque no la bautizaron, su nombre se lo dieron los franciscanos. Llegados al país en 1553 y localizados en Santiago al sur de la Cañada, en terrenos entonces rurales, la orden fundada por San Francisco de Asís trajo desde Mendoza, en 1810, los primeros 19 álamos que fueron plantados en el propio convento y sus alrededores (las especies eran veinte, pero una se secó en el trayecto). De estatura y aspecto vigoroso, rápidamente se multiplicaron y fueron usados como ornamento urbano en buena parte del país (de ahí que hay alamedas en varias ciudades chilenas).

Julio es el mes de la Alameda. Al comenzar la República y consolidarse la independencia nacional, Santiago poseía apenas unos pocos espacios públicos de sociabilidad, entre los que destacaban la Plaza de Armas y los Tajamares del Mapocho (estos últimos, finalizados hacia 1808 y cuyo objetivo principal era defender a la ciudad de las crecidas del río Mapocho). Y la cañada, aparte de marcar el límite urbano sur de la capital, hasta antes de 1820 no pasaba de ser, como escribió en sus Recuerdos de treinta años José Zapiola, “un inmenso basural, con el adorno inevitable de toda clase de animales muertos, sin excluir caballos y burros”.

En ese contexto, como hemos escrito en otras ocasiones, Bernardo O’Higgins, con decreto de 7 de julio de 1818, diseñó (e incluso bosquejó a mano) un paseo sobre la cañada que bautizó como “Campo de la Libertad Civil” y, poco más adelante, un 28 de julio de 1821, la renombró como “Alameda de las Delicias”.

De cañada a paseo favorito. En poco tiempo la Alameda se transformó en lugar predilecto para las vespertinas caminatas citadinas, al punto que novelistas (Alberto Blest Gana) y pintores (Alberto Orrego Luco) la hicieron escenografía habitual de sus obras. Más aún, en pocas décadas desplazó a la Plaza de Armas y su entorno como locación de celebraciones populares, tal cual aconteció con la famosa y masiva fiesta de Nochebuena (desde diciembre de 1856), así como también ocurrió con manifestaciones políticas, religiosas, sociales y culturales.

El automóvil: la medida de todas las cosas (urbanas). Con la llegada de los vehículos a motor, ya en el siglo XX, las ciudades no solo se fueron adaptando a ello, sino que también el nuevo chiche tecnológico marcó pauta en el diseño urbano. Por eso en nuestro antiguo paseo de la Alameda, por ejemplo, junto con la aparición de semáforos y cruces peatonales, se ensancharon algunos tramos y se borró un pequeño parque que enfrentaba a la iglesia de San Francisco (sí, que estaba al medio de la avenida). La velocidad de las ruedas se impuso a la velocidad de los pies. Y eso que bajo su pavimento se habilitó un ferrocarril subterráneo.

[cita tipo=»destaque»]Nuevos-viejos paradigmas. Hace un lustro, una serie de instituciones culturales vinculadas a la Alameda crearon un eje cultural que se proponía, entre otras cosas, que la avenida principal, devenida en lugar de paso, volviera a ser un lugar de encuentro. Y ese mismo espíritu han manifestado quienes impulsan el actual proyecto del eje Alameda-Providencia. Desde esta humilde tribuna abogamos por que así sea. Que este plan, nacido y orientado a mejorar el sistema de transporte, vaya un tanto más allá y nos permita celebrar el bicentenario de la Alameda, no con una jornada única, solitaria, sino que cada día, todos los días, con los ciudadanos dialogando y reconociéndose en ella, con un paisaje donde primen peatones, ciclistas y un transporte público digno y eficiente.[/cita]

Transantiago, una película de terror. Transformada en la principal arteria capitalina, ancha ella, y conectada directamente con los extendidos extremos oriental y occidental de la ciudad, la Alameda (llamada oficialmente Avenida del Libertador Bernardo O’Higgins) derivó en un caótico corredor de la locomoción colectiva que trató de ser ordenado una década atrás, con los resultados que ya los santiaguinos conocen (y sufren, fuerza es decirlo). Por eso hoy, las autoridades regionales dicen estar empeñadas en arreglar el entuerto y han planteado reconfigurar la antigua cañada.

Nuevos-viejos paradigmas. Hace un lustro, una serie de instituciones culturales vinculadas a la Alameda crearon un eje cultural que se proponía, entre otras cosas, que la avenida principal, devenida en lugar de paso, volviera a ser un lugar de encuentro. Y ese mismo espíritu han manifestado quienes impulsan el actual proyecto del eje Alameda-Providencia. Desde esta humilde tribuna abogamos por que así sea. Que este plan, nacido y orientado a mejorar el sistema de transporte, vaya un tanto más allá y nos permita celebrar el bicentenario de la Alameda, no con una jornada única, solitaria, sino que cada día, todos los días, con los ciudadanos dialogando y reconociéndose en ella, con un paisaje donde primen peatones, ciclistas y un transporte público digno y eficiente.

Es decir, una Alameda que sea un verdadero campo de la libertad civil, a la medida del ser humano, del habitante de la ciudad, en resumen, que sea una delicia ciudadana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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