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Coronavirus: miseria tecnológica o desarrollo digital Opinión

Coronavirus: miseria tecnológica o desarrollo digital

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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La gente ve cómo sus datos personales, el registro de sus enfermedades, sus niveles de endeudamiento, incluso su imagen capturada por miles de cámaras instaladas en las calles, ya no le pertenecen. Son datos que hacen parte de los activos contables de grandes corporaciones y se negocian como productos. Nos venden como microtargeting lo que comemos, compramos, escuchamos o cómo gastamos nuestro dinero o tiempo. Todos somos un perfil de voto, de inclinaciones doctrinarias, sin que siquiera podamos saberlo u opinar positiva o negativamente. Sería trágico que dentro de poco despertáramos a una nueva normalidad, con un nuevo poder privado, concentrado y salvaje controlándonos, sin regulación, y propiedad de unas pocas corporaciones. Y con el Estado dependiendo enteramente de proveedores digitales privados.


El tráfico online se incrementa cada día de manera exponencial en todas partes. La utilización de redes y sistemas de conectividad digital ha adquirido un rol vital en el funcionamiento del todo social y los data centers se configuran como los nuevos templos del poder político y económico. Siendo el gran motor que permite la continuidad ejecutiva de un gobierno, la economía y los servicios, ellos se han transformado en la infraestructura crítica del poder. Pero, ¿cuánto de esto se entiende o se comparte en lugares como La Pintana o Cerro Navia, y cómo evolucionará hacia el futuro?

La percepción es que, en medio de la sobrevivencia, poco o nada de esto llena el imaginario de los debates políticos y la atención de las personas. Estas, entre el miedo a la pandemia y las penurias económicas, agotan todo el sentido de lo contingente.

En la crisis actual, la infraestructura digital –hardware y software, cloud computing, aplicaciones de TI, etc.– aparece como el insumo básico para mover la sociedad. Ello, independientemente de la capacidad real de sostenimiento de todo el sistema digital. La demanda por acceso, conexiones y servicios persiste y crece, y la economía ha dado un salto potente hacia un nuevo mercado de intangibles, que cubre toda la vida cotidiana.

Los expertos calculan en más de un 40% el aumento en las cargas de trabajo de toda la red digital disponible, pese a la contracción del comercio y la industria. Desde el simple carrier para delivery microcomercial, hasta la transmisión de datos complejos o de ocio digital.

Pero de inmediato queda en evidencia que la capacidad de transmisión actual no es suficiente para atender ese crecimiento. No lo es para manejar la emergencia sanitaria y menos para atender gobiernos, servicios o empresas complejas, y un trabajo a distancia eficiente. Pese a que venía creciendo el comercio electrónico, los servicios financieros y bancarios digitales, la educación a distancia, la telemedicina y otros, la crisis actual demuestra que aún estamos en la prehistoria de una vida digital medianamente aceptable.

En pocos meses esto se ha transformado en algo totalmente disruptivo. No se trata de un crecimiento programado y progresivo, sino un movimiento abrupto y  casi cataclísmico en todo el planeta.

El primer problema es la estupefacción gubernamental y la falta de una perspectiva de mayor plazo sobre las consecuencias prácticas y políticas de lo que está ocurriendo. Es lo que ocurre con el manejo de la pandemia en Chile, que en su afán de buenas noticias produjo una idea de normalidad que nos tiene en una pendiente y con intenciones de poner marcha atrás. Imposible.

Peor aún, se perfila una especie de pensamiento mágico que pone a las plataformas digitales y a las TI como un gran túnel de escape hacia la salvación no solo de la pandemia sino de lo que hemos logrado como sociedad. De ahí a la estupidez política o el optimismo suicida de un Jair Bolsonaro o un Donald Trump, y de las contramarchas inexplicables en todas partes.

Es un craso error considerar que de simples desarrollos tecnológicos surgirán mecanismos que salven, por ejemplo, las fuentes de energía fósiles y que estas sigan contaminando la tierra; o que permitan reproducir un modelo de ciudades productoras de basura o miseria; o que sobrevivirán los modelos productivos que agotan el agua y degradan el medio ambiente. O que las pandemias sanitarias no seguirán siendo permanentes y/o frecuentes.

De ahí que la carrera por desarrollos digitales eficientes –no para mitigar sino para gobernar los hechos– ya se debiera estar corriendo. Ella requiere de una idea e ímpetu político suficiente para generar, además de mitigación,  ahorros y capital digital y tecnológico en toda la sociedad, que sienten las bases de desarrollos satisfactorios ante lo que serán los desafíos digitales de la nueva era.

No se trata de la construcción o renovación de data centers para satisfacer las demandas de grandes consorcios, muchos de los cuales nos han condenado a la miseria tecnológica actual y al riesgo de casi no poder sobrevivir una pandemia sanitaria. Se trata de regular y articular esos impulsos para producir niveles de seguridad estratégica como un bien público. Para pasar de la inteligencia artificial y los desarrollos de TI en sociedades de inteligencia individual a una de inteligencia colectiva y enjambrada, de toda la sociedad, que tiene ecosistemas tecnológicos y digitales que permiten que el colectivo social funcione en su conjunto.

Se trata, entonces, una vez más, de educación de base y calidad igual para todos, de una salud social como bien público colectivo, de sistemas financieros abarcativos de toda la población. Si alguien piensa que se podrá manejar la complejidad de la sociedad digital futura con las reglas de vertedero que tiene Chile, se equivocó no solo de país sino de planeta.

Tampoco su seguridad puede seguir siendo entregada por las reglas actuales. La gente ha visto cómo sus datos personales, el registro de sus enfermedades, sus niveles de endeudamiento, incluso su imagen capturada por miles de cámaras instaladas en las calles, ya no le pertenecen. Son datos que hacen parte de los activos contables de grandes corporaciones y se negocian como productos. Nos venden como microtargeting lo que comemos, compramos, escuchamos o cómo gastamos nuestro dinero o tiempo. Todos somos un perfil de voto, de inclinaciones doctrinarias, sin que siquiera podamos saberlo u opinar positiva o negativamente.

 Sería trágico que dentro de poco despertáramos a una nueva normalidad, con un nuevo poder privado, concentrado y salvaje controlándonos, sin regulación y propiedad de unas pocas corporaciones. Y con el Estado dependiendo enteramente de proveedores digitales privados.

No creo en la exclusividad de la inteligencia de enjambre como postularon hace ya más de quince años Antonio Negri y Michael Hardt en su libro Multitud. Pero sí es evidente que el volumen de temas, problemas y riesgos que hoy enfrenta la sociedad, nos obliga a pensar en que las soluciones no pasan por un control centralizado ni un modelo global, sino por “técnicas colectivas y distribuidas de resolución de problemas”. Eso hace que la inteligencia sea primordialmente social y basada en la comunicación y formación equilibradas, y no algo puramente  individual o de mercado. Ahí está, o debiera estar, la democracia para garantizarlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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