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Opinión: Las reformas que vienen a las AFP, ¿reparto o capitalización en las pensiones?


Gonzalo D. Martner, académico de la Universidad de Santiago.

En la encuesta UDP 2013, solo un 24 % de los ciudadanos considera que las AFP debieran seguir siendo privadas. Tan baja adhesión, que a su vez es una demanda por más Estado, no es casual ni irracional.

Los sistemas de pensiones han tenido desde sus orígenes el objetivo de asegurar a los ciudadanos, especialmente a los que no realizan espontáneamente ahorros individuales, algún tipo de ingresos en la vejez y, de modo específico, unos ingresos de reemplazo (salario diferido) a quienes han vivido de su trabajo una vez que dejan de obtener ingresos salariales por retiro de la vida activa. Se procura, mediante cotizaciones obligatorias, una redistribución en el tiempo de los ingresos de las personas en el ciclo de vida para otorgar seguridad en el flujo periódico de estos frente a la imposibilidad de prever el momento de la muerte. Las opciones para asegurar esos ingresos en la vejez son básicamente dos: acumular ahorros individuales y programar su uso en la vejez mediante la técnica de la renta vitalicia (pago fijo mensual a partir de una cierta edad hasta el fallecimiento, independientemente de cuánto tiempo la persona viva, aplicando tablas de promedio de esperanza de vida post jubilación) o establecer un vínculo colectivo entre generaciones, en la que la generación activa paga pensiones a la pasiva a lo largo del tiempo.

Analíticamente, aplicar un modelo de capitalización individual o uno de reparto intergeneracional para un sistema contributivo obligatorio se justifica (o no se justifica), en tanto el crecimiento proyectado de la masa salarial sea inferior (o superior en el caso contrario) al rendimiento de largo plazo de las cotizaciones capitalizadas, al lograrse por esa vía mayores pensiones para los cotizantes que en un sistema de reparto. El retorno sobre la inversión del sistema de reparto corresponde al crecimiento de la masa de cotizaciones salariales.

Los ideólogos de las “soluciones de mercado”, que son a la vez optimistas del rendimiento financiero, postulan que este será superior al crecimiento de la masa salarial en el largo plazo. Pero esto es cuestionable. Los fondos invertidos en títulos públicos de largo plazo obtienen un rendimiento usualmente inferior a la tasa de interés promedio de corto plazo, mientras los fondos invertidos en acciones de empresas son fluctuantes. Una crisis bursátil, por ejemplo, otorga la oportunidad de adquirir activos depreciados, lo que será beneficioso para los jóvenes que tendrán ganancias de capital en sus cuentas en el largo plazo, pero perjudicial para los que van a jubilar a corto plazo. No se produce en ese caso una mutualización intertemporal de riesgos. La capitalización es más riesgosa, al estar sujeta a los aleas del rendimiento financiero en cada período de tiempo, mientras el reparto es por construcción un sistema con beneficios definidos ex ante (que solo pueden honrarse en condiciones de solvencia de los parámetros del sistema) o bien vinculados a la masa salarial o al PIB de largo plazo. Los costos de administración son mucho mayores en los sistemas privados, con su cuantiosa publicidad y la utilidad de las administradoras, que en Chile han obtenido ganancias sobre capital más que sobre-normales en directo detrimento de las pensiones. La rentabilidad sobre el patrimonio de las AFP promedio del período 1997-2010 fue 26,6 % anual.

En contra de los regímenes de reparto se aludió en América Latina y en Chile la profusión de regímenes previsionales específicos de tipo corporativo que se fueron agregando en muchos países a lo largo del tiempo y fueron generando situaciones manifiestas de desigualdad de trato frente a situaciones similares, financiadas con impuestos generales y déficits e inflación, generando poca "equidad actuarial" con a veces privilegios evidentes y poco justificables en materia de edad de acceso y montos de las pensiones, así como de balance entre aportes y beneficios. Jubilar con pocos años de trabajo con plenos derechos o hacerlo al mismo nivel de los salarios más recientes, no es justo respecto a los demás trabajadores que no gozan de privilegios y tienen menor esperanza de vida, ni es fiscalmente sostenible. Una mera vuelta al pasado tiene, en este sentido, poca justificación.

Los promotores del retiro del Estado en el manejo de las pensiones obtuvieron en la etapa de predominio neoliberal una cierta legitimidad social y lograron llevar a diversos gobiernos a realizar reformas a los sistemas de pensiones que buscaban no solo terminar con los privilegios y los desajustes fiscales, sino con el mecanismo de reparto propiamente tal. Este fue el caso de Chile en 1981 y más tarde, en versiones menos radicales que mantenían sistemas mixtos, de Perú, Colombia, Argentina, Uruguay, México, Bolivia y El Salvador. Estos países introdujeron mecanismos de capitalización individual, con el resultado, que ya observa en Chile, de pensiones con una muy baja tasa de reemplazo del salario, una volatilidad del nivel de las pensiones y utilidades parasitarias de los administradores privados.

La motivación de disciplina fiscal aludida por los reformadores neoliberales contiene una contradicción insalvable: el período de transición a un sistema de capitalización individual genera un inevitable y considerable costo fiscal, muy superior durante décadas a cualquier transferencia fiscal a regímenes de reparto desequilibrados, haciendo caer sobre los hombros de una generación una doble carga: la de financiar sus propias pensiones futuras con sus cotizaciones obligatorias y las de sus padres o abuelos a través de los impuestos que pagan y que dejan de utilizarse en otras prestaciones y bienes públicos que les beneficien.

El consenso técnico en la materia ha evolucionado. Se entiende que los sistemas de pensiones deben incluir tres “pilares”. El primer pilar, normalmente financiado con recursos tributarios y no necesariamente atado a contribuciones durante la vida activa, tiene el propósito de asegurar una pensión básica a quienes no tienen otros ingresos en la vejez, o bien complementarlos si estos son muy bajos. Este es el sentido de la reforma de 2008 en Chile, con un gasto moderado de solo 0,9 % del PIB en la actualidad, inferior al gasto fiscal en pensiones militares, que en todo caso ha mejorado sustancialmente la situación de los más pobres y de las mujeres anteriormente sin derecho a pensión asistencial.

El segundo pilar, el sistema contributivo obligatorio, tiene dos objetivos propios: lograr la máxima tasa de cobertura posible del universo de asalariados y trabajadores independientes y lograr una tasa de reemplazo de los ingresos al momento de terminar la vida activa que no implique un brusco empobrecimiento, suavizando la curva de la capacidad de consumo a lo largo de la vida y redistribuyéndola desde la edad productiva a la vejez.

Un tercer pilar, que incentiva tributariamente el ahorro voluntario, viene a complementar, con el esfuerzo individual adicional, los ingresos en la vejez.

Se debe avanzar en Chile hacia un esquema de este tipo, fortaleciendo el pilar solidario con mayores niveles de la pensión básica e introduciendo un sistema de ayudas a las personas con pérdida de autonomía. Se debe terminar con el monopolio de las AFP en materia de pensión contributiva sustentada en cotizaciones obligatorias y sus altas comisiones, dejando el actual sistema como un tercer pilar voluntario, con licitación de toda la cartera, y con una AFP estatal que contenga sus costos de administración. Las jubilaciones con la modalidad de retiro programado en un plazo fijo de años, un juego de ruleta pues nadie sabe a qué edad va a fallecer, exponen al pensionado a la brusca disminución o suspensión de toda pensión a una edad avanzada y debieran eliminarse.

El corazón de una nueva reforma debiera ser reintroducir la jubilación por reparto como la primera de las seguridades de las personas frente al futuro, lo que de paso ayudaría a incentivar la toma de riesgos y la movilidad en la vida profesional activa. La reintroducción del reparto intergeneracional puede inspirarse en el esquema establecido en Suecia en 1994, que reformó la lógica de ‘beneficios definidos’ (poco sostenibles dada la evolución demográfica) por ‘contribuciones definidas’ (equivalentes al aporte efectivo de los cotizantes), pero manteniendo grados de certeza y solidaridad, y replicado en Italia, Polonia y los países bálticos. En este sistema, llamado de “cuentas nocionales”, los trabajadores acumulan a lo largo de su vida profesional cotizaciones salariales y de los empleadores en una cuenta individual gestionada por el servicio público de pensiones y que registra derechos para la definición de la pensión futura. Sus contribuciones son aumentadas todos los años por una tasa de rendimiento equivalente al incremento de la masa salarial, para preservar el equilibrio financiero en el contexto de envejecimiento de la población (existen variantes en este sistema: en Suecia se incrementa por la tasa de crecimiento de los salarios para evitar el riesgo de caída de la población activa y en Italia por el crecimiento del PIB). El sistema funciona por reparto: las cotizaciones globales financian las pensiones corrientes globales, cuyo monto individual depende de los derechos proporcionales acumulados y de la esperanza de vida de la generación a la que se pertenece. La edad de jubilación es flexible y se puede trabajar parcialmente después de pensionarse y seguir acumulando derechos. Un sistema de este tipo se ajusta a la evolución demográfica, y por tanto no provoca futuras crisis fiscales por ésta causa, otorga mayor certeza a las pensiones que las que derivan de la capitalización individual y debiera adoptar el principio de no discriminación por género en el cálculo de la esperanza de vida y por tanto del nivel de pensiones. La no aplicación de este principio en el caso de la mujer hoy en Chile implica un desmedro sustancial respecto a las jubilaciones de los hombres en el sistema de AFP (jubilan antes y viven más tiempo), lo que no tiene justificación alguna que no sea la del individualismo negativo llevado a su extremo, con especial perjuicio del género femenino.

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