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Recuerdos de la muerte

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Aquel día de hace medio siglo es el más memorable de mi vida. Ni siquiera el día del triunfo de la revolución en otro mes de julio, veinte años después, es tan memorable como aquel. Un recuerdo persistente del olfato, un olor y un recuerdo de la muerte.


Por Sergio Ramírez*

Cuando descendí del autobús en la plaza de León un mediodía ardiente del mes de abril de 1959 para matricularme en la Escuela de Derecho, iba de la mano de mi padre, tendero y único de una familia de músicos que no había aprendido a tocar ningún instrumento. Toda la vida había querido que yo fuera abogado, como suele ocurrir con los hijos de tenderos  que tampoco quiere ver a sus hijos convertidos en músicos, y así en pobres de solemnidad.

Era la Nicaragua de los Somoza. Yo había nacido bajo la estrella reinante del viejo Somoza, fundador de la dinastía, y cuando me tocó irme a León, era el turno de su hijo Luis Somoza Debayle. Veinte años después, cuando sobrevino la revolución, participaría en la empresa de derrocar al último de la dinastía, Anastasio Somoza Debayle.

Mi familia de músicos era fiel al partido liberal desde los tiempos de la revolución de Zelaya, y esa lealtad la heredó a la familia Somoza, que reinaba en nombre del mismo partido liberal. Pero cuando me vi sólo en León, el paisaje empezó a cambiar a una velocidad de vértigo y muy pronto estaba en las calles protestando en ruidosas manifestaciones que eran estrechamente vigiladas por pelotones de la Guardia Nacional.  Y la tarde del 23 de julio, una de esas manifestaciones fue atacada a mansalva, primero con bombas lacrimógenas y luego con fuego nutrido de fusiles y ametralladoras.

Al sonar los disparos corrí en medio del tumulto, aturdido por los gases de las granadas, y entré de cabeza por la puerta de servicio de un modesto restaurante que se llamaba El Rodeo. La atmósfera en que me movía seguía siendo irreal cuando en lugar de huir por la tapia del restaurante para saltar al  patio de la casa vecina, subí con pasos de sonámbulo al segundo piso, donde vivían los dueños, y en el pequeño aposento que daba a la calle encontré a dos niñas de bucles dorados que temblaban de miedo abrazadas a una empleada, las tres en una cama. Entonces, como quien se asoma a un abismo atraído por el vértigo, me asomé al balcón.

 Los cuerpos estaban regados a lo largo del pavimento como muñecos con la cuerda rota mientras los soldados, impasibles, conservaban sus posiciones de tiro en tres filas, los de atrás de pie, los de en medio con una rodilla en tierra, y los de adelante tendidos en el suelo, los fusiles todavía humeantes, mientras Fernando Gordillo, uno de mis compañeros que de todos modos murió a los pocos años de miastenia gravis, avanzaba hacia ellos a pecho descubierto, envuelto en la bandera de Nicaragua que había encabezado el desfile. Lo recuerdo como si fuera más bien la escena de una película que ahora me cuesta creer.

Un cura norteamericano que había bajado esa mañana de un barco en el puerto de Corinto para conocer León y estaba ya en la calle auxiliando a los heridos, detuvo a Fernando en su locura. Alguien me gritó al verme asomado al balcón que llamara a una ambulancia,  y como la empleada me informaron que no había teléfono en el restaurante, bajé a la calle para ayudar a transportar a los heridos al hospital a como fuera. Empezamos entonces a forzar las puertas de los vehículos estacionados, y cuando ya alguien estaba al volante del taxi más a mano quisimos entre varios a levantar a uno de los caídos.

El cuerpo estaba de espaldas pero reconocí a Erick Ramírez, mi compañero de banca, a quien habían rapado el pelo en la ceremonia de novatos, igual que a mí. Venía del pueblo de El Viejo y tenia diecisiete años, como yo. En su espalda  se abría un orificio no más grande que el ojal de una camisa, del que no manaba sangre. «No te aflijás que te vamos a llevar al hospital», le dije al oído, pero cuando lo alzamos descubrí que tenía desflorado el pecho en un gran boquete. Fueron cuatro los muertos, y más de sesenta heridos.

 Lo llevamos al hospital en el taxi, y en la morgue estaban ya sobre las losas de azulejos los otros tres cadáveres. Empezaron a ser desnudados para lavarlos después con una manguera, y entonces desviscerarlos y zurcirlos porque debían viajar lejos, hacia sus pueblos natales, de donde habían llegado también de la mano de sus padres, tenderos, agricultores, empleados públicos, peritos mercantiles, abogados.

Nunca más olvidé el olor a formalina de la morgue. Ese olor me enseña siempre que en mi vida los recuerdos de la adolescencia son los mismos recuerdos de la muerte, y nunca hallo otra cosa en que poner los ojos. Pasé a verme a partir de entonces como un sobreviviente, y mis compromisos para siempre los adquirí esa tarde en que el paisaje cambió para siempre.

Aquel día  de hace medio siglo es el más memorable de mi vida. Ni siquiera el día del triunfo de la revolución en otro mes de julio, veinte años después, es tan memorable como aquel. Un recuerdo persistente del olfato, un olor y un recuerdo de la muerte.

 

*Sergio Ramírez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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