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Política, polémica y elefantes

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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La actual polémica en Renovación Nacional –y también la de los otros partidos- más que una muestra de decadencia y peligro de destrucción suicida de nuestra novel democracia debieran ser vistas como indiciarias de la etapa político-social y cultural que se está pergeñando y de la que podrían resultar –si es que están guiadas por la voluntad mediada por el conocimiento y no por las pulsiones ciegas.


Un antiguo cuento sufí narra que cuatro sabios fueron invitados a describir el animal que estaba encerrado en una pieza obscura, usando sólo el tacto. Uno a uno fueron entrando y saliendo de lugar para informar de su experiencia. El primero dijo que se trataba de una enorme mariposa de gruesa textura; el segundo señaló que era una gran y bufante serpiente; el tercero afirmó, por el contrario, que se trataba de un pequeño reptil con su cabeza coronada por largos crines, mientras el último, desmintiéndolos a todos, aseveró que el animal era una gigantesca e inmóvil columna, de gruesa piel y sendas anclas óseas. Los sabios defendieron su punto en acalorada y larga discusión, aunque cada cual tenía parte de verdad, porque el animal en la pieza era un elefante: el primero había tocado sus orejas, el segundo su trompa, el tercero la cola y el cuarto sus patas.

Por tradición cultural, una amplia mayoría de los chilenos abomina de las polémicas y, en particular, de las políticas. A tales divisiones se las percibe como un peligro no sólo para la estabilidad de esas organizaciones, sino también para la tranquilidad del conjunto social. Múltiples declaraciones de sectores relevantes e incumbentes del quehacer económico, político, social y religioso avalan esta percepción y nos revela nuestra escasa tolerancia a la divergencia.

Las razones de dicha conducta se pueden encontrar en nuestra historia, gravada -y agravada muchas veces- por divisiones suicidas, a contar de la propia fundación de la Capitanía. Chile es un país que teme a sus propios pensamientos y cree estar siempre al borde de una crisis esquizofrénica que disparará el caos y el desorden de su precaria seguridad, cuando la diferencia se expresa con cierto volumen e intensidad. De allí el amplio interés por las polémicas que se observan en todo el cuerpo social: las que se generan al interior de las coaliciones políticas, la de los sindicatos, los gremios y entre Gobierno y oposición; las de las Iglesias, de los clubes deportivos y de los partidos. La última de estas ha sido la de Renovación Nacional.

[cita]La actual polémica en Renovación Nacional –y también la de los otros partidos- más que una muestra de decadencia y peligro de destrucción suicida de nuestra novel democracia debieran ser vistas como indiciarias de la etapa político-social y cultural que se está pergeñando y de la que podrían resultar –si es que están guiadas por la voluntad mediada por el conocimiento y no por las pulsiones ciegas.[/cita]

Más allá de las razones explicitadas por dirigentes y disidentes y las formas que ha adquirido el trance, hay también allí patrones de comportamiento que arrancan desde nuestro más profundo sedimento cultural, tan definido por esa inercia hacia la intolerancia. O para decirlo de otro modo, por esa forma de “tolerancia kantiana” según la cual las diferencias no serían más que accidentes en el camino y que, en definitiva, con el correr del tiempo, todos se iluminarán con la verdad de nuestras convicciones y convergerán hacia ese ideal de sociedad basado en la razón (la nuestra, por cierto) eliminando todo lo que, por ahora, debe “tolerarse”.

No estamos acostumbrados a ver al otro, como “otro” en serio, con su propio modo de vida, creencias y medios para alcanzar su felicidad. Frente al “desigual”, esperamos que se dé cuenta de su error –cuando no lo forzamos a verlo mediante presiones sicológicas o hasta físicas- aunque, por cierto, si somos víctimas de igual mal trato, reaccionamos con la misma vehemencia que denunciamos, exigiendo los derechos que nos asegura la democracia.

Pero la democracia no es una ideología, aunque Rousseau la haya transformado en tal, abriendo las puertas a diversos totalitarismos derivados de la peregrina idea que el líder, el partido o el presidente, es quien posee la verdad, representa a la perfección la voluntad mayoritaria y el camino hacia la emancipación final. La democracia, no obstante, es apenas un régimen social cuyo único, pero significativo aporte, ha sido posibilitar que cada cual desarrolle pacíficamente su forma de vida, según sus convicciones, con la sola condición que deje a otros hacer lo mismo y respete un conjunto de normas –mínimos comunes aceptables para todos y no decálogos que exijan la santidad- que permitan que los inevitables conflictos de intereses que surgen en las sociedades de hombres libres se resuelvan “sin que la sangre llegue al río”, mediante lo que denominamos Estado de Derecho.

Si se acatan las premisas anteriores, entonces los partidos del siglo XXI tienen una enorme tarea de tolerancia por delante. Porque tolerar no es simplemente “soportar” las diferencias, sino que saber convivir con ellas como inevitables. En democracia, las mayorías pueden impulsar cambios que se ajusten a sus propios modos de vida, pero no pueden impedir que otras miradas del mundo convivan con ellas. Porque las mayorías que en democracia viabilizan los cambios son, por definición, circunstanciales y transitorias, y más temprano que tarde esas mayorías mutarán en otras con metas, intereses y sueños diversos, en un proceso continuo de humana búsqueda; con aciertos y errores.

Tras el derrumbe de la idea mayoritaria de que el poder provenía de la divinidad y que las razones del Elegido eran infalibles, hombres y mujeres hemos debido aprender a coexistir ajustando permanentemente las normas que hacen posible nuestra convivencia social, sin que los conflictos nos retrotraigan siempre al “estado de naturaleza”. Y si bien la generación democrática de autoridades nacionales, locales o partidarias representan mejor o peor un momentum de la historia de las convicciones mayoritarias, esas mayorías no son “el elefante”, y más bien, lo que la democracia informa es que aquellas deben estar siempre dispuestas al escrutinio de minorías que eventualmente se transformarán en nuevas mayorías temporales.

El esquive enfermizo a la diferencia por mantener la ilusión de convergencia, es la peor manera de conseguir la unidad para la acción. Los hombres no colaboran libre y voluntariamente a la consecución de objetivos si no están convencidos de que tales metas se ajustan a sus propios modos de vida. Pero dicha certeza no surge sino de la discusión abierta, leal y sistemática de ideas que, por lo demás, pueden o no conducir a la creación de mejores futuros, a condición que seamos capaces de compartir miradas para conformar una visión general que nos adecue a los tiempos, operacionalizando los acuerdos, pero respetando nuestras diferencias.

No es aquella, empero, una actitud común en los partidos ni en nuestra política. Más bien las polémicas manifiestan una búsqueda -consciente o inconsciente- por imponer el propio modo de vida y formas de ver el mundo. Pero perder la oportunidad de escuchar al “otro” empobrece la propia visión de las cosas, consolidándonos, de paso, en eventuales errores. La construcción de un futuro mejor pasa por una comprensión del mundo infinitamente más compleja que la que puede concebir un solo hombre o grupo de hombres y cada vez más, tal complejidad de los fenómenos nos obliga a un modo multidisciplinario de enfrentarlos. Las redes sociales son una muestra de estas transformaciones, aunque, por cierto, estén aun en su infancia, a juzgar por la masiva emocionalidad que manifiestan, obscureciendo todavía las expresiones del logos, que, empero, tendrá que emerger.

Por eso, como en el cuento, la actual polémica en Renovación Nacional –y también la de los otros partidos- más que una muestra de decadencia y peligro de destrucción suicida de nuestra novel democracia debieran ser vistas como indiciarias de la etapa político-social y cultural que se está pergeñando y de la que podrían resultar –si es que están guiadas por la voluntad mediada por el conocimiento y no por las pulsiones ciegas- las verdades temporales que acompañarán nuestro desarrollo hacia un mejor destino y en el que todos debemos aportar lealmente para poder ver el elefante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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