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Sobre vírgenes, putas e igualdad salarial

Daniel Loewe
Por : Daniel Loewe Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Después de todo, igualdad jurídica no es igualdad social. Así, a renglón seguido de proponer la primera Mill planteaba que el lugar natural de la mujer era la casa y el cuidado de los hijos. Y es que la garantía de la igualdad puede implicar más que igualdad jurídica y abstención con respecto a modelos de asociación privada como el hogar.


En toda sociedad se establecen diferencias entre clases de individuos asociadas con expectativas particulares. El origen, la religión, la etnia, la casta, el trabajo, la edad, son algunos de los modos usuales de tipificación. Pero sin duda una de las diferencias fundamentales es la que se establece entre los sexos. Con la adscripción sexual biológica surgen una serie de expectativas y correspondientes criterios de éxito y fracaso. Éstas se adquieren mediante procesos de socialización ya en la primera infancia y se marcan en forma simbólica (piense en su ropa y compárela con la de su pareja).

Lo que se espera de una mujer o de un hombre varía. Y usualmente, las expectativas sociales tienden a desaventajar a las mujeres en el acceso a oportunidades. Piense en sus padres o abuelos. En mis oídos todavía resuenan frases bienintencionadas de personas mayores del tipo “para que va a estudiar, si se va a casar”. La explicación de esta desventaja es relativamente sencilla: mujeres, niños y algunas minorías (usualmente las sexuales) son los que han tenido menor poder de negociación en el establecimiento de los ordenes tradicionales. No es por tanto extraño, que estos órdenes tiendan a desaventajarlos.

[cita]Después de todo, igualdad jurídica no es igualdad social. Así, a renglón seguido de proponer la primera Mill planteaba que el lugar natural de la mujer era la casa y el cuidado de los hijos. Y es que la garantía de la igualdad puede implicar más que igualdad jurídica y abstención con respecto a modelos de asociación privada como el hogar.[/cita]

Piense, por ejemplo, en el control de la sexualidad femenina. Mientras que en muchas regiones del sureste asiático tradicionalmente la pureza femenina se garantizaba mediante la seclusión, es decir las mujeres no podían salir de sus casas y de hacerlo debía ser en compañía de un familiar varón y completamente cubiertas, en África, donde tradicionalmente el trabajo agrícola ha sido realizado por las mujeres, lo que implica que no están bajo el control directo de los hombres, el mecanismo fue la mutilación genital. Esta práctica (hoy ilegal en todo el mundo, pero ampliamente realizada) va desde la amputación del clítoris, hasta la amputación de éste y los labios para luego cocerlo todo hasta producir una superficie rugosa. Y si bien en nuestra sociedad los mecanismos no son tan extremos (aunque cualquier lector sabe que las mujeres bien nunca salían solas de su casa), el control de la sexualidad femenina se expresa, por ejemplo, en la distinción entre putas y vírgenes que hasta hace pocos años estaba tan presente. Afortunadamente ésta ha ido desapareciendo hasta hacer poco sentido a las nuevas generaciones. Pero sin duda sigue soterradamente en el imaginario inconsciente de muchos. Piense, por ejemplo, en el presidente Piñera, cuando haciendo gala de su humor refirió a la distinción entre un político y una dama (cuando el político dice que no, no es político; cuando la dama dice que sí, ya no es dama). Sin duda en este aspecto, a nivel del inconsciente colectivo, el presidente es representativo de buena parte de su generación.

A la base de estas diferenciaciones sociales yacen condicionamientos biológicos y, como gustan afirmar los neo darwinianos, evolucionistas. Pero evidentemente las expectativas generadas y su interpretación no son estáticas, sino que cambian. Y una de las aspiraciones y logros –aunque casi siempre modestos– de las sociedades democráticas, es que esta distinción no implique una desventaja fundamental. Así, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres permite una cierta protección contra formas de explotación y subordinación que con anterioridad estaban asentadas legalmente (piense en el derecho de propiedad, en las causales de divorcio, en la tuición de los hijos, en el derecho a voto etc.).

De hecho, la gran propuesta John Stuart Mill en su libro La subyugación de las mujeres –un libro que en su época le valió ser considerado al menos un excéntrico cuando no un desquiciado– fue de Igualdad jurídica entre hombres y mujeres. Que las feministas hoy en día sean críticas con respecto a Mill se entiende. Después de todo, igualdad jurídica no es igualdad social. Así, a renglón seguido de proponer la primera Mill planteaba que el lugar natural de la mujer era la casa y el cuidado de los hijos. Y es que la garantía de la igualdad puede implicar más que igualdad jurídica y abstención con respecto a modelos de asociación privada como el hogar. Implicando, por ejemplo, la promoción indirecta mediante políticas públicas de modos de organización más igualitarios de las tareas familiares, como el cuidado de los hijos. Esto que puede parecer para nosotros extraño, es común en aquellas sociedades que solemos considerar la panacea del desarrollo, las nórdicas.

Pero no tenemos que ir más allá de la igualdad jurídica para defender la evidencia de la justicia de la paridad salarial entre hombres y mujeres. Es una obviedad. ¿Por qué dos individuos que realizan el mismo trabajo o –si se premia el rendimiento– obtienen resultados similares, deben recibir salarios distintos porque uno es mujer y el otro hombre? Proponer paridad salarial –más allá de las dificultades técnicas– es una proposición tan evidente para individuos con un mínimo de sentido de justicia, y su crítica una tarea tan absurda, que a nivel de principio nadie lo pone en cuestión. Pero a nivel de prácticas la situación es diferente: la recién presentada Nueva Encuesta Suplementaria de Ingresos (NESI) correspondiente a 2011, que divulgó el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) mostró una ampliación de la brecha salarial entre hombres y mujeres. El ingreso medio mensual estimado del total de mujeres ocupadas fue de, en promedio, un 34,5% menos que el ingreso estimado de los hombres. Esto es un incremento respecto al 2010 cuando ésta alcanzó un 32,8%. Es decir, no sólo obtienen los hombres un tercio más de salario, sino que esa diferencia sigue creciendo.

¿A que se debe esta situación? La explicación no es muy distinta de la ya expresada: es la práctica tradicional de desaventajar a los que tradicionalmente han tenido menos poder de negociación en el surgimiento de los órdenes tradicionales. De tanto repetirla, la práctica se ha transformado en una costumbre pervasiva que expresa el menor valor que, en el fondo, muchos hombres otorgan a las mujeres. Es lo mismo que expresa el chiste del presidente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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