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Papa Francisco: ¿Novum Tempus? Opinión

Papa Francisco: ¿Novum Tempus?

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Profundizando en el valor de las cosas, pareciera que más allá de la satisfacción obvia de necesidades humanas “básicas” para sobrevivir, procrear y crear, tales como alimentarse, tener un hogar, abrigarse, educarse, formar familia, reproducirse y trascender en la creación y el amor, el valor que asignamos al resto del consumo conspicuo y redundante no es más que un comercio de símbolos (de poder, gloria, fama o seguridad) dependientes de las circunstancias de tiempo y espacio y de las estructuras jerárquicas pertinentes.


El término “escatología” no es una única palabra, sino dos voces homónimas de distinto significado y etimología. Una de ellas deriva del griego eskatos “último” y logos “estudio” y significa “el conjunto de creencias referentes a la vida después de la muerte”. El segundo proviene del griego sker, skates “excremento” y se refiere a un “tratado de cosas referentes a los excrementos y suciedad”.

En ambos significados, empero, está presente la idea de “lo último”, “final”, “resultado”, que impulsó a Freud —y una larga tradición popular— a vincular simbólicamente los excrementos —consecuencia del trabajo digestivo del cuerpo— emergiendo en sueños, con la idea de “dinero”, en la medida que analógicamente aquel también es resultado de un trabajo, lo último y recompensa expresada en el placer de la evacuación, como diría el creador del sicoanálisis.

Esta escatológica divagación viene a cuento a propósito de una persistente, aunque subsumida polémica ciudadana, respecto de las diversas ideas de valor circulantes sobre la enorme diversidad de necesidades reales o de consumo engreído que posibilita la muy desigual distribución de la riqueza, la que, como se ha reiterado, permite a un 1 % de la población manejar y decidir qué hacer con más de la mitad del PIB mundial, en tanto que un 90 % de los 7 mil millones de habitantes de esta Tierra se debate con menos del 40 %, una estructura que genera que más de mil millones de personas vivan con menos de un dólar al día, no obstante que el PIB mundial nominal 2012 se eleva al equivalente de 70 millones de millones de dólares anuales, es decir, permitiría que todas las familias del orbe vivieran con ingresos de alrededor de $ 1,5 millón mensuales en el evento de un coeficiente de Gini igual a 0 o de perfecta igualdad de entradas.

[cita]El oportuno llamado del nuevo Papa Francisco a una vida humilde, con opción preferente por los pobres materiales —y también de espíritu—, parece el inicio de un novum tempus en los que la solidaridad, pero fundamentalmente los valores de la fe y la trascendencia (“la Iglesia no es una ONG”) comienzan a tomar el lugar que les corresponde y en los que, por consiguiente, será culturalmente cada vez más difícil que las elites decidan, por sí y ante sí, qué hacer con el excedente social, invertido hasta ahora con mero afán reproductor del capital.[/cita]

No es este el lugar para una polémica sobre las razones de tal desigualdad, contra la que nos hemos estrellado desde los tiempos de Babilonia —y tal vez antes— y que, por lo demás, ha llenado y llena trillones de páginas y videos de millones de medios de comunicación tradicionales y nuevos de la red mundial. Más bien llama la atención la increíble diversidad de apuestas de “valor” que nuestra especie realiza día a día y cuya evolución histórica llamaría a la reflexión a cualquier extraterrestre.

En efecto, ¿qué hace que un cuadro de Vincent van Gogh, pintor que durante su vida no pudo vender una sola de sus obras, valga hoy más de US$ 50 millones en un remate o que aquel jarrón de cerámica china de 2.500 años, que adornó durante seis años el living de una casa de clase media en Nueva York —tras haberlo comprado en tres dólares— se haya subastado en Sotheby’s en US$ 2,2 millones? ¿Qué hace que un automóvil bien cuidado de 10 años se deprecie hasta casi cero, conteniendo la misma cantidad de trabajo, materiales, ciencia y tecnología que lo hizo “valer” una década atrás, 20 veces más?

Se dirá que obsolescencia, reemplazo de tecnologías, mayores comodidades, el paso del tiempo, el que, sin embargo, hace subir el valor de otras cosas, como el vino o los citados objetos de arte. Porque, finalmente, ¿qué es el valor?, ¿qué hace que un objeto o servicio sea intercambiable por otro de características distintas?, ¿cuál es el patrón que permite ese cotejo? Aristóteles, quien ya se hacía la misma pregunta hace más de 20 siglos, supuso que era la “utilidad”, mientras que Marx, en el XIX, sobre el mismo tema, dividió el concepto —como Saussure, significado y significante— entre “valor de uso” y “valor de cambio”. Abrió así las puertas a una visión del mundo que concluyó en una revolución política global, cuando apuntó al “trabajo” socialmente necesario para producir un bien como ese común denominador que los equipara, para luego deducir el concepto de “plusvalía” y su “motor de la historia: la lucha de clases”.

Aunque tampoco este escaso espacio permite profundizar sobre tan agudo tema, más que la “plusvalía” como generadora de desigualdades parece crítico qué hace quién con ese excedente por el cual Porter auguró una lucha constante y brutal entre los protagonistas de la producción y consumo. Es decir, dado que nadie individualmente puede comer, vestirse, pasear, gozar más de lo que físicamente le es posible a la especie, lo relevante, en términos sistémicos, es dónde, cómo y porqué se invierte, quién invierte y cómo lo hace.

Porque el mercado, entendido como el lugar al que concurren oferta y demanda, asigna al trabajo humano muy diversos quantum de valor. Y aun cuando economistas explican las odiosas diferencias del mercado del trabajo por la “productividad” de quien intercambia su quehacer por los bienes y servicios que requiere, la realidad muestra que quienes tienen la habilidad de reproducir y acumular capital (aún de modo ilegitimo), dominan todos los mercados, por sobre el “valor” de la belleza creada por el artista, el conocimiento generado por el científico o el impartido por el académico. Menor aún es el “valor” del trabajo físico, porque entonces obreros y campesinos dominarían el mundo, aunque, probablemente, algunos oponiéndose a las máquinas, como lo hicieran en el siglo XIX los ludistas (Ned Ludd). Para que hablar, contrario sensu del premio del mercado a raperos o futbolistas, respecto de científicos o profesores.

Y es que alguien intercambie el equivalente en dinero a 17 años de trabajo (pagado a sueldo mínimo mensual) por un jarrón chino, por más que tenga 2.500 años, es, al menos, llamativo. Ese alguien “cree” que el jarrón tiene un valor igual a “disponer-del-tiempo-de-una-persona-8-horas-diarias-durante-17-años” y, probablemente, confía en que valdrá aún más, pasado un lapso. Es decir, si el jarrón en manos de la familia de clase media que lo compró en tres dólares se hubiera quebrado, la dueña de casa, en la ignorancia de su “valor”, lo habría arrojado a la basura casi sin lamentos. En poder de su nuevo dueño, el accidente sería una catástrofe ¿No estaremos un poco locos?

Pero se dirá, es el mercado y el mercado valora las cosas según la voluntad libre y concurrente de millones de personas individuales que buscan con intercambios, acuerdos no violentos todos los días y en cada lugar del planeta. Así evitamos desatar una lucha fraticida y masiva por arrebatar al otro lo que tiene para intercambiar, en ese caótico —aunque jurídicamente normado— espacio de las libertades indispensables para crear, emprender y desarrollar cada cual su propia estrategia de vida plena, una disposición que, después de todo, se ajusta muy bien a la democracia. Una solución alternativa es la fijación de los valores de las cosas y servicios por una autoridad “superior” (v.g. el Rey, la Iglesia, la Clase o el Estado) de modo que todos sepan a priori el precio de sus ofertas y demandas. Pero eso ya se ha intentado varias veces, con malos resultados para la libertad, desarrollo, creatividad y felicidad humana. Ya hemos probado conducciones de los “sacerdotes”, “guerreros”, “comerciantes de burgos” y “obreros”, sin muchos cambios en el devenir de la igualdad.

Entonces ¿qué hacer? Profundizando en el valor de las cosas, pareciera que más allá de la satisfacción obvia de necesidades humanas “básicas” para sobrevivir, procrear y crear, tales como alimentarse, tener un hogar, abrigarse, educarse, formar familia, reproducirse y trascender en la creación y el amor, el valor que asignamos al resto del consumo conspicuo y redundante no es más que un comercio de símbolos (de poder, gloria, fama o seguridad) dependientes de las circunstancias de tiempo y espacio y de las estructuras jerárquicas pertinentes. Sin embargo, tal como aquellos símbolos nos han sido instalados en nuestra visión del mundo, podemos redefinirlos, como lo están haciendo millones de “indignados” en todo el mundo.

Pero tal reingeniería mental cambiaría radicalmente la estructura económica, porque el consumo insigne ya no sería la meta (¿entonces qué metas tendríamos? se preguntarán algunos), debiendo reconstruir o crear un modo distinto en que las voluntades conscientes, liberadas de antiguas e imaginarias ataduras, asignaran más humanamente unos recursos sistemáticamente escasos. Tal vez habría menos fábricas de autos de lujo o de armas o cambios impulsivos de smartphones de séptima generación a pesar que el antiguo aún sirve, restándole, eso sí, impulso a dichos mercados. Y siendo optimistas —que no lo soy—, podrían reasignarse más recursos e inversión a la producción y redistribución de bienes que saquen de la pobreza indigna que sufren las mil millones de personas que viven con un dólar y puedan comenzar a sufrir como seres humanos.

Se dirá que es una utopía, porque las personas no cambian. Pero, en los hechos, la crisis mundial está impulsando los cambios como en las tragedias: por sobre lo que las personas quieren. El oportuno llamado del nuevo Papa Francisco a una vida humilde, con opción preferente por los pobres materiales —y también de espíritu—, parece el inicio de un novum tempus en los que la solidaridad, pero fundamentalmente los valores de la fe y la trascendencia (“la Iglesia no es una ONG”) comienzan a tomar el lugar que les corresponde y en los que, por consiguiente, será culturalmente cada vez más difícil que las elites decidan, por sí y ante sí, qué hacer con el excedente social, invertido hasta ahora con mero afán reproductor del capital, de forma escatológica financiero-excremental, gracias a una naciente revalorización de esa escatología espiritual que pone a las personas y la producción sustentable en el centro de la economía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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