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Beyer y la ilusión del cambio

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Ni siquiera el control de las elusiones jurídicas que han posibilitado el lucro ilegal de parte de universidades privadas por años -aunque tal abuso afecte el bienestar de las familias-, ni la fiscalización de hierro de una eventual Superintendencia de Educación con amplios poderes, bastan para conseguir esa mayor calidad “uniforme” de nuestra educación para emparejar la cancha y resolver las desigualdades a las que apuntan las críticas.


La oposición en la Cámara de Diputados ha conseguido una resonante victoria político-partidista al aprobar una acusación constitucional en contra del Ministro de Educación, Harald Beyer. No obstante lo estrecho de la votación, esta fue vitoreada con entusiasmo por parte de los estudiantes presentes en el hemiciclo, en las redes sociales, por parlamentarios y dirigentes políticos, en una escalada de opiniones a favor y en contra que seguramente continuará hasta la decisión final, en mayo.

Lo que no se ha dicho, sin embargo, es que, de prosperar la acusación en el Senado, para muchos se consolidará la falsa idea de que avanzamos hacia la superación de los problemas de nuestro sistema educacional, cuando, en los hechos, la destitución traerá mayores dificultades, en la medida que no sólo atrasará en al menos seis meses la puesta en marcha de los cambios y/o ajustes que el ministro Beyer estaba llevando a cabo, sino que abrirá la puerta a más expresiones de disgusto estudiantil, muy probablemente fuera de los canales institucionales, profundizando la crisis, justo en año de elecciones. Como supongo que no fue ese el propósito de los gestores de la acusación, continúo.

Se dirá, en defensa de la imputación, que los cambios de Beyer no sólo no solucionaban las insuficiencias del modelo, sino que las estaba profundizando, en la medida que sus propuestas terminaban por legitimar el lucro con fondos públicos en la educación privada (colegios particulares subvencionadas y Ues. privadas con CAE); o que le faltó voluntad para utilizar la “suficiente musculatura” con que contaría el Ministerio para fiscalizar a las universidades privadas denunciadas que lucraban ilegalmente, porque Beyer y el Gobierno creen en las bondades de un sistema mixto, que es el que estaría generando las desigualdades criticadas.

[cita]Ni siquiera el control de las elusiones jurídicas que han posibilitado el lucro ilegal de parte de universidades privadas por años -aunque tal abuso afecte el bienestar de las familias-, ni la fiscalización de hierro de una eventual Superintendencia de Educación con amplios poderes, bastan para conseguir esa mayor calidad “uniforme” de nuestra educación para emparejar la cancha y resolver las desigualdades a las que apuntan las críticas.[/cita]

Y como lo que se busca es avanzar hacia la educación terciaria como derecho -pues ya lo es para la básica y media- pudiendo acceder a ella igualitariamente, de forma gratuita y universal, sin más requisitos que haber terminado la secundaria y rendido la PSU (que además genera controversia como forma de evaluación), aquella debería ser financiada por los contribuyentes y otros ingresos del Estado (p.ej., el cobre “de todos los chilenos”). De esta forma, el actual modelo mixto, en que los colegios particulares, particulares subvencionados, Universidades, CFT e Institutos Profesionales privados cobran por sus servicios y lucran con recursos fiscales, vía subvenciones o CAE, sería incompatible con este derecho, al coartárselo a educandos cuyos padres no tienen ingresos suficientes y que proviniendo de una pésima educación fiscal municipal terminan llevando las subvenciones o créditos con aval estatal a Ues.,CFT o IP privados, baratos y malos.

Pero hasta aquí el debate se ha centrado en la desigualdad que genera el sistema –que discrimina por capacidad económica- y sobre la propiedad de los establecimientos educacionales. Nada sobre la “calidad” de la educación, que es lo que debiera importar para efectos personales y nacionales. Es decir, podríamos conseguir una educación pública gratuita universal en todos los niveles, con entidades fiscales primarias, medias y terciarias fiscales que darían educación “gratis” a millones de niños y jóvenes de sectores populares, medios y altos. Pero si ella se estructura con currículos arcaicos, profesores sin las competencias pertinentes y alumnos sin ganas de aprender, ninguna fórmula de propiedad de los establecimientos o propuesta de igualación, derivaría en una mejora real de la calidad educacional para la mayoría.

Porque, además, dicha propuesta -si no se pone en discusión la libertad educacional- generaría, con seguridad, una estructura de establecimientos para familias de altos ingresos, pagados con sus propios medios y terminaría por hacer desaparecer a los colegios particulares subvencionados, Ues, institutos profesionales o CFT privados con derecho a CAE, pues buena parte de sus alumnos, al negárseles el apoyo fiscal, migrarían a las entidades públicas gratuitas, y porque, como es esperable, a no ser por iglesias o grupos ideológicos con fines proselitistas, nadie invertiría en educación (muy pocos donan sus ahorros), profundizando así una educación de ghettos.

Educar es, en esencia, un proceso en el que convergen estudiantes, un conjunto de conocimientos estructurados y profesores que los imparten, aunque, en el análisis de sus resultados (deficientes a malos en el caso chileno), la situación se complejiza porque, efectivamente, en ambientes de libertad emergen desigualdades derivadas del origen socioeconómico y cultural de los educandos, calidad de la administración de los establecimientos, competencias pedagógicas reunidas en cada uno de ellos, infraestructura, pertinencia de currículos, metodologías y eficiencia en la aplicación de los planes de enseñanza autorizados por el Estado. A tales factores se agregan los fuertes disensos entre especialistas respecto de los modos de evaluación a los que son sometidos los alumnos en el proceso hacia la educación terciaria. Nada de aquello, empero, es tema de nuestros políticos, ni nada de esto se resuelve con la caída de Beyer u otros Ministros de Educación.

Porque ni siquiera el control de las elusiones jurídicas que han posibilitado el lucro ilegal de parte de universidades privadas por años -aunque tal abuso afecte el bienestar de las familias-, ni la fiscalización de hierro de una eventual Superintendencia de Educación con amplios poderes, bastan para conseguir esa mayor calidad “uniforme” de nuestra educación para emparejar la cancha y resolver las desigualdades a las que apuntan las críticas. Una educación de calidad se define básicamente por lo que pasa en la sala de clases entre profesor, contenidos y alumno, es decir, en la vocación de enseñar, la voluntad de aprender y la pertinencia curricular a las que ambos se someten. Por lo demás, si lo que se busca es fortalecer una democracia en la que cada persona, familia o grupo pueda desarrollar sus propias estrategias de vida plena, según sus convicciones y objetivos con la sola exigencia de cumplir con las leyes que aseguran la convivencia y resolución pacífica de los conflictos que surgen entre hombres libres, la libertad de educación es central.

La hasta ahora olvidada “calidad de la educación” implica un cambio cultural, cuyos primeros pasos ya se han dado gracias a los estudiantes que la pusieron como tema relevante. Este cambio involucra a familias, profesores, estudiantes, directivos y Estado, en un todavía pendiente Acuerdo Nacional sobre una estrategia país que permita que todo niño y joven con capacidades y ganas, sin importar su origen socioeconómico, pueda no solo acceder a incorporar un currículo de conocimientos impartidos eficazmente, sino también que respete la diversidad y con la flexibilidad complementaria para que cada familia eduque a sus hijos según sus convicciones, plural y libremente, de manera de prepararlos para los desafíos del siglo XXI.

En los últimos años, Chile ha transitado con mayor o menor acierto por esta ruta de libertad, coherente con una democracia moderna, abierta y diversa. Y aunque esa libertad ha mostrado también su lado oscuro en los excesos cometidos en su ejercicio por las debilidades éticas de ciertos actores, la propia democracia nos entrega herramientas para corregir los errores, como lo han demostrado los estudiantes movilizados y los avances que –a pesar de todo- consiguió Beyer.

De allí que, reflotar la calidad de la educación como el centro del debate, evitando instrumentalizarla para estrategias de poder o como medio para impulsar cambios políticos que pongan en riesgo la democracia, es una exigencia que, más temprano que tarde, impondrá nuevamente a nuestras despistadas elites, una ciudadanía que quiere soluciones, que no participa de la trastornada lucha por el poder político, que construye día a día con esfuerzo sus propios sueños y que, por lo tanto, valora las libertades y derechos que le permiten hacerlo.

Para una enorme mayoría cada vez más informada, resulta obvio que la mera destitución de un ministro o, incluso más, la pura transformación del actual sistema educacional en uno público gratuito –si decidiéramos todos asumir sus costos económicos y sociales en busca de una supuesta mayor igualdad e integración- son insuficientes para alcanzar la calidad que se requiere para nuestra educación, especialmente en un mundo en el que el conocimiento se duplica cada 18 meses y buena parte de él cae en obsolescencia en igual lapso.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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