Publicidad
El discurso del terror Opinión

El discurso del terror

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
Ver Más

Asistimos, pues, a un problema de poder político-social cuya solución, ya detonado el disparador, no sólo será difícil, sino, eventualmente, imposible, pues se trata de un fenómeno epocal, que se ha instalado en todo el mundo y que Chile había venido experimentando en forma larvaria, hasta este punto de inflexión del 8 de septiembre, cuando el monstruo, parido desde las entrañas de la insatisfacción vital, ha dado infaustamente su primer y espantoso vagido.


Se afirma que el terrorismo es un relato político surgido de la desesperación y pérdida de sentido, si es que, por tal, entendemos aquellas conductas devenidas de la moral cristiana y de los consensos emergidos de la evolución de la democracia occidental desde hace un par de siglos. El terrorismo es un discurso apocalíptico, de fin de era, cuyos profetas nos anuncian la condenación irremediable de quienes pretendan sostenerlo. Es, en fin, el sinceramiento ontológico de una lucha brutal y a muerte en contra de un poder que el terrorista interpreta pétreo, inmune a las críticas, la evolución, la mejora o el progreso.

Dada su evidente asimetría, tanto percibida como objetiva, el propósito de las acciones terroristas es simple y claro: generar caos y miedo para hacer sentir a los demás, no sólo la propia pérdida de las utopías e ingenuidad –operando así sicológicamente como impulso de venganza– sino también incertidumbre, angustia e incomodidad a toda la sociedad, echando bases para la desobediencia, aún si para ello es necesario el propio sacrificio ritual, actuando entonces como una perversión de la díada amor-odio, que instala lo sádico-masoquista como pulsión.

El terrorista pierde de esa forma todo vínculo de afecto emotivo-social por su entorno y el modelo de relaciones “normal” entre las personas, aislándose entre los suyos y conformando “un mundo de los puros”. No solo detesta al poder, la autoridad y sus símbolos, que representan todo aquello que, entiende, limita y aprisiona, sino también a todos esos sumisos que pacífica e indignamente pastan las migajas del sistema, sin tener la valentía de alzarse contra sus opresores.

[cita]El terrorista ya no requiere de aquellas grandes y extensas estructuras partidarias del siglo XX, infiltrables y controlables por servicios de seguridad especializados. Opera en redes y nodos celulares que no exigen contacto entre sí, porque, en realidad, no tienen como objetivo político “la toma el poder” del sistema vigente, sino reemplazarlo por otro totalmente distinto. Por eso, basta por ahora con el apocalipsis. Ya vendrá el nuevo reino.[/cita]

La meta comunicacional del acto terrorista es, después del shock, que los mansos se pregunten por qué hay quienes son capaces de realizar acciones de tal entidad, estimulando una discusión cuya meta es ahondar en las razones ideológicas que fundan tanto el propósito terrorista como el sistema atacado, obligando a adentrarnos en esa “verdad”, escondida para los obedientes, aunque clara y prístina para el rebelde y el revolucionario.

Los estudiosos dicen que el terrorista suele tener impulsos suicidas; le place coquetear con la muerte; es un adicto a la adrenalina y se enorgullece de su capacidad ante el dolor. Puede, pues, actuar en contra de su vida y la de otros, sin que aquello limite sus acciones. Por eso, la insistente y típica “solución” exigida al sistema de aplicarles justicia y castigos cada vez más duros, no es para ellos una señal eficiente, ni eficaz. Por el contrario, la reacción desproporcionada es precisamente la que alimenta su contrarreacción más extrema. No parece coincidencia que el día del criminal bombazo en el Metro Estación Militar, fuera también el día de la ratificación de condenas para tres asaltantes de un banco y autores de la muerte del cabo Moyano, el 2007.

La sicología del terrorista es, pues, terminal, extrema, sin matices. Sus acciones buscan “remecer” a los que “están dormidos” y que acatan sin decoro un “modelo de dominación” que aborrece. No acepta las reglas del sistema de dominación vigente. En su frenesí libertario y pulso eroto-tanático ya ha desmontado su personal y antigua moral heredada, reemplazando toda norma civilizatoria paterna del “mundo viejo”, porque aquella reproduce la conducta que el dominador desea del dominado, domesticándolo y transformándolo en su alcahuete y/o cómplice de las injusticias y dolor que provocan a los más pobres y débiles.

Por eso, en su discurso de la acción, ataca Iglesias, porque ve en ellas el símbolo del sustento de la moral dominante. Por eso ataca cuarteles y llama a “quemar” carabineros, porque representan la “fuerza” del sistema para mantener el “orden” aborrecido. Por eso, finalmente, termina atacando cualquier objetivo aleatorio, porque todos somos cómplices de los enemigos de la igualdad, la justicia y del mundo que busca construir, destruyendo el viejo a pedazos.

Asistimos, pues, a un problema de poder político-social cuya solución, ya detonado el disparador, no sólo será difícil, sino, eventualmente, imposible, pues se trata de un fenómeno epocal, que se ha instalado en todo el mundo y que Chile había venido experimentando en forma larvaria, hasta este punto de inflexión del 8 de septiembre, cuando el monstruo, parido desde las entrañas de la insatisfacción vital, ha dado infaustamente su primer y espantoso vagido.

El terrorista ya no requiere de aquellas grandes y extensas estructuras partidarias del siglo XX, infiltrables y controlables por servicios de seguridad especializados. Opera en redes y nodos celulares que no exigen contacto entre sí, porque, en realidad, no tienen como objetivo político “la toma el poder” del sistema vigente, sino reemplazarlo por otro totalmente distinto. Por eso, basta por ahora con el apocalipsis. Ya vendrá el nuevo reino.

El terrorismo actual es biológico: cada “célula” es autopoyética y autosuficiente, actuando libremente en el organismo social, sin más propósito que destruir los cimientos que otorgan esa seguridad y certeza con las que el sector dirigente se legitima al ofrecer la paz social como bien supremo.

Pero el terror extendido puede hacer perder sentido a esa oferta, poniendo en tela de juicio la capacidad de gobernanza de las elites. Mirado así, el terrorismo no es un fenómeno eliminable ni previsible si queda en manos de unos pocos órganos especializados del Estado y sólo como una política de seguridad. Con sus actuales características, solo una reacción del cuerpo social en su conjunto en contra de la violencia terrorista puede dar resultados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias