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La crisis de la izquierda y el giro a la derecha

En este contexto, lo que se ha llamado “giro a la derecha” debería en realidad llamarse el colapso de la izquierda. La izquierda renunció a demasiadas banderas que le daban identidad y se mimetizó con los programas de los partidos conservadores, dejando de representar las aspiraciones de quienes le votaban.


Mucho se ha hablado en el último tiempo del giro a la derecha en América Latina, intentando de ese modo explicar el triunfo de Mauricio Macri en Argentina, la destitución de Dilma Rousseff en Brasil, el resultado del gobierno de Ollanta Humala en Perú y el desenlace electoral entre Fujimori y PPK, entre varios otros fenómenos que muestran, aparentemente, un retorno de la región hacia políticas más derechistas. Atrás quedaron los años dorados de la izquierda latinoamericana en la que los presidentes Chávez, Kirchner, Lula, Lugo, Morales, Correa y Bachelet se reunían a definir políticas de cooperación y diálogo regional.

Poco se ha hablado, en cambio, de la crisis programática, doctrinaria y ética de la izquierda, con partidos y presidentes acusados de estar involucrados en redes de corrupción o con respuestas ausentes para las nuevas demandas de sociedades que avanzaron rápidamente por un camino de modernización y cambio. La izquierda latinoamericana, en ese escenario, aparentemente queda con pocas respuestas.

El giro a la derecha en la opinión pública ¿verdad o mito?

Al menos al revisar encuestas de opinión pública regionales, el giro a la derecha de la región es más mito que verdad.

 

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Fuente: Latinobarómetro 2000-2016

En la escala tradicional que se usa en opinión pública para medir la posición de izquierda-derecha, 1 es la izquierda y 10 de la derecha. El gráfico 1 muestra el promedio obtenido entre quienes se ubican en la escala (barras) y el porcentaje de respuestas no sabe/no responde (línea). Es posible ver que la región es más bien de centro, con la excepción de 2001 y 2002, la media de la región nunca ha sobrepasado el 5,5 y en el año 2016 se encuentran en 5,42, levemente menor al 5,43 de 2015. Aunque es cierto que estos dos resultados son los más altos desde 2003, cuando la media de la región era de 5,4, los cambios no han sido realmente importantes y significativos como para afirmar que ha habido giros a la izquierda o a la derecha. No al menos desde el posicionamiento explícito de la opinión pública.

Lo que sí ha variado de forma más significativa, más que duplicándose en los últimos 16 años, es la cantidad de personas que no se ubica en la escala izquierda-derecha. En 2000 un 7,9% no se ubicaba en esta escala, pero en el año 2016 esta cifra alcanza un 16,6%, aunque si bien en 2013 y 2015 la cifra bajó respecto de la tendencia al alza que venía desde 2008, en la medición más reciente de 2016 subió y su puso en línea con la senda anterior a 2011.

En la práctica en América Latina hemos visto triunfos de partidos y presidentes de derecha, pero eso no parece ser señal de un giro de la opinión pública hacia la derecha, sino más bien de una búsqueda de alternativas ante el debilitamiento programático de una izquierda desgastada por largos años encabezando gobiernos.

La crisis de identidad de la izquierda latinoamericana

Iniciada la transición a la democracia en la región, la izquierda latinoamericana se vio tensionada por, a mi juicio, dos hechos fundamentales. En primer lugar, muchos partidos de izquierda cargaban con cierto grado de culpa, real o imaginario, por el colapso de las democracias en sus países, ya sea por malas gestiones gubernamentales o por la radicalización de movimientos armados o guerrilleros que sirvieron de carburante para la actuación de los militares. Esto ocurre especialmente en países como Chile, con la Unidad Popular; Argentina, con la actuación de Montoneros y el ERP; Uruguay con el movimiento Tupamarus, y Brasil, con las guerrillas adheridas al Partido Comunista. En otros países, como Colombia o Bolivia, se vivieron situaciones similares; y en Centroamérica el conflicto derivó en una cruda guerra civil entre fines de los 70 y mediados de los 80.

En segundo lugar, la izquierda internacional empezó a perder el rumbo histórico. El socialismo real se derrumbó en Europa del Este y con ello la mística soviética de desvaneció. Partidos socialistas europeos también se renovaron: el PSOE defendía la globalización, la OTAN y la liberalización de los mercados (Juliá, 2015), en línea con lo que empezaron a hacer también laboristas ingleses, socialistas franceses y socialdemócratas alemanes (Hancock, Conradt, Peters, Safran, & Zariski, 1998). Los socialistas nórdicos enfrentaron, al principio de los 90, una nueva crisis de su modelo de Estado de bienestar que llevó a reformas que lo redujeron (Huber & Stephens, 2001).

La izquierda latinoamericana, ávida de alguna forma de identidad que le diera sustento doctrinario y apoyo internacional, y ante el debilitamiento de las formas más radicales al menos por un tiempo, se subió entusiasta al carro de la renovación. Ricardo Lagos, Fernando Henrique Cardoso, Tabaré Vazquez, Óscar Arias, entre otros, hablaban en los mismos términos con líderes socialistas europeos defensores y promotores de la tercera vía: Felipe González, Tony Blair y Gerard Schröder. Parecía que finalmente se lograba algún tipo de lazo estrecho entre la moderna izquierda que gobernaba en Europa y los partidos de izquierda latinoamericanos que otrora habían abrazado la causa revolucionaria.

Pero el triunfo presidencial de Hugo Chávez en 1998 y el inicio del camino bolivariano en Venezuela, expandió en la región la germinación de una nueva izquierda, que de nueva tenía poco pues despertaba los antiguos espiritus revolucionarios y contrahegemónicos, aunque ahora aspirando, en lugar de la democracia popular al estilo soviético, a una democracia radical (Cuevas & Paredes, 2012) y con visos de indigenismo (Quijano, 2005). Esta nueva izquierda radical latinoamericana abrió una brecha con la izquierda renovada y atrajo movimientos que habían también iniciado lentos procesos de modernización (como el PT brasileño). Es esa izquierda radical la que se ha debilitado en la región, ya sea porque han sido derrotados, destituidos o han perdido legitimidad en medio de crisis políticas más generalizadas o bien porque para evitar colapsos económicos han debido mantener políticas capitalistas, aunque camufladas en una retórica radical y “bolivariana”. La izquierda renovada de principios de la transición está hoy superada, es acusada de revisionista o, lisa y llanamente de estar a la derecha. Se trata de una tensión entre los legados históricos de la izquierda y la búsqueda de una nueva agenda que tampoco fue totalmente exitosa en los años 90 y 2000.

En este escenario de orfandad programática, sin referentes claros en los cuales refugiarse, la derecha ha visto un espacio y se está haciendo con el poder no necesariamente por sus propios méritos, sino porque la izquierda se encuentra con un rumbo nebuloso. En la región se han creado grandes masas de clases medias que quieren seguir progresando, pero aún hay sectores de la población empobrecidos a quienes la distribución no ha llegado y la izquierda se ha mostrado incapaz de responder a ese dilema.

La izquierda mundial en caos y el alzamiento de la derecha nacionalista

El triunfo de Donald Trump a fines de 2016 fue el punto culminante de un año en que la izquierda más tradicional en los países industrializados mostró su total incompetencia. En España el PSOE no logró frenar el ascenso de Rajoy a la presidencia del gobierno y se enfrascó en una crisis interna que polarizó al partido (El País, 2016), mientras que Podemos encarnó esa izquierda maximalista y radical jugando al todo o nada. Podemos hoy está en una crisis interna entre los seguidores de Iñigo Errejón y Pablo Iglesias. En Francia el socialismo está derrotado con un presidente con apenas un 4% de popularidad, mientras que en Reino Unido el laborismo liderado por Corbyn no solo no logró capitalizar positivamente el debate en torno al Brexit, sino que recientemente se ha acercado a la salida del bloque, mostrando que ya no es alternativa para quienes votaron por mantenerse dentro de la Unión (The Guardian, 2017). La única alternativa de izquierda y, paradójicamente, nacionalista al interior del Reino Unido parece ser el SNP (Huffpost Politics, 2015)

Otros partidos de izquierda europeos, como el PASOK griego o el SPÖ austriaco han perdido significativos apoyos en los últimos años (La Gaceta, 2016), sobrepasados por las políticas de austeridad y los nuevos temas que ha planteado la situación de la Unión Europea y el surgimiento de los nacionalismos frente a la crisis migratoria que vive el continente.

Si incluso en los socialdemocratizados estados nórdicos gobiernan o han gobernado recientemente partidos conservadores: en Noruega se trata de una coalición entre el partido conservador y el partido del progreso, encabezados por la conservadora Erna Solberg; en Suecia la coalición de derecha gobernó entre 2006 y 2014; en Dinamarca gobierna Lars Løkke Rasmussen del partido centroderechista Liberal Danés, en el cargo desde 2009; en Finlandia desde el año pasado gobierna una coalición de centro-derecha donde se incluye al partido xenófobo-nacionalista de los “finlandeses verdaderos”.

Así las cosas, la crisis de la izquierda parece más generalizada a nivel global, o al menos en las democracias de América y Europa. La izquierda europea está pagando un gran costo por los años que estuvo en el poder y por las políticas que aplicó contrarias a su tradicional motor: el movimiento sindical y las clases trabajadoras. Hoy los líderes europeos no tienen nada nuevo ni diferente que ofrecer en comparación a la derecha y los votantes los ven como incapaces de gobernar (Politico, 2016).

Ante esto han surgido partidos desafiantes que oscilan programáticamente entre la izquierda radical con tendencias populistas (como Podemos o Syriza) y movimientos nacionalistas y xenófobos como el UKIP, el Front Nationale francés, el AfD en Alemania o los Finlandeses Verdaderos antes mencionados. Estos partidos, a la izquierda o a la derecha, no necesariamente buscan alcanzar el poder pero sí influir en la formación de los gobiernos con sus agendas y se están nutriendo de los votantes que se sienten abandonados por los partidos de la izquierda tradicional (Policy Network, 2015).

Por su parte el bloque de gobiernos de izquierda –o progresistas– en América Latina se ha desintegrado ante el agotamiento del ciclo favorable de las materias primas, manteniéndose en el poder, aunque con varias dificultades, los gobiernos de Evo Morales en Bolivia y de Rafael Correo en Ecuador. En ambos casos la popularidad de los mandatarios ha descendido. En Bolivia la popularidad del Presidente Morales llegó a un 71,2% en 2015 según datos de Latinobarómetro, pero en 2016 ha bajado a 52,2%. Adicionalmente, en febrero de 2015 Morales fue derrotado en un referéndum en febrero de 2015, el cual permitía su reelección. Hoy se buscan nuevas fórmulas que permitirán al actual mandatario boliviano mantenerse el poder hasta más allá del término de su actual mandato en 2019 (El País, 2016). En Ecuador ha ocurrido algo similar, la popularidad del Presidente Correa llegó a su nivel más alto en 2013 con 73,2%, pero en 2016 ha caído a un 39,7%. Ambos países se caracterizan por una oposición fragmentada y dispersa y también por resultados econ

En este contexto, lo que se ha llamado “giro a la derecha” debería en realidad llamarse el colapso de la izquierda. La izquierda renunció a demasiadas banderas que le daban identidad y se mimetizó con los programas de los partidos conservadores, dejando de representar las aspiraciones de quienes le votaban. Hoy la izquierda tradicional no solo no logra capitalizar los debates fundamentales que se están dando en Europa y América Latina, sino que tampoco ha logrado elaborar respuestas a los nuevos problemas, como el medio ambiente, la situación fiscal y económica, la migración o las tensiones que está generando el proceso de globalización. Esto está produciendo que los partidos de izquierda se hayan vaciado de contenido y, como consecuencia, de votantes. La derecha, en el mejor de los casos, y los nacionalistas, en el peor, han aprovechado los espacios que la izquierda, incapaz de encontrar una nueva identidad programática, ha abandonado. Mientras estos empiezan a ocupar puestos de poder la izquierda se desangra, pierde votos he inicia debates internos para encontrar el camino. Un camino que cada vez más se asemeja a un gato negro dentro de una habitación oscura.

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