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El amor será un recurso renovable, pero está en manos de privados Opinión

El amor será un recurso renovable, pero está en manos de privados

¿Hay algo más desquiciado que la historia de Lissette Villa? ¿Hay algo más insano que su cuerpo siendo explotado hasta después de muerta? ¿Es cuerdo que esa vida se conociera a través de programas periodísticos de investigación? ¿Es razonable que la niña valiera más muerta que viva? ¿Es lógico que su tragedia despertara interés nacional, provocara lágrimas y encendidos y piadosos discursos de quienes detentan el poder? Qué enervante tanta falta de amor. Porque el amor será un recurso renovable, pero está en manos de privados y hasta en eso existe desigualdad.


El límite de la cordura es una delgada lámina de azogue, tan ilusoria que a veces no sabemos de qué lado estamos parados. Por aquí se nos escapa una frase un poco disonante, una carcajada inoportuna, por allá nos desorientamos y nos escapamos con alguien a una hora indebida y no hay vuelta atrás. Empiezan las murmuraciones y salta el grupo de buenos amigos que nos llama a terreno, la familia se colude y nos manda a la consulta de una buena siquiatra que nos receta fármacos estabilizadores y vamos enfilando otra vez por el camino bueno, templados, idos, con una sonrisa boba, amordazados de tanto litio, clonazepam, olanzapina, lamotrigina, inofensivos, imposibilitados de martirizar a nadie.

El elástico se corta y por el efecto rebote el eje de la realidad se enchueca. Sin habernos dado cuenta ya estamos en plena crisis, el mundo pierde el sentido y entra en una fase de cuestionamiento: ¿por qué estoy aquí?, ¿qué hice de mi vida?, ¿para qué trabajo?, ¿para qué tanto esfuerzo?, ¿por qué no me di cuenta?, ¿en qué estaba yo antes, que nunca me di cuenta? En estados más severos podemos sufrir alucinaciones, divisamos sombras que cruzan tras nuestra espalda, oímos voces susurrando en nuestros oídos, y hasta podemos experimentar vívidas apariciones. De pronto, el mundo paranormal ha encontrado esa fisura, se ha pasado de este lado y se confunden los vivos con los muertos. Nos encienden y apagan las luces, nos esconden los lentes, el control remoto, las llaves de la casa; nos quieren para ellos, tratan de enloquecernos para poder acercársenos, quieren decirnos algo importante que quedó suspendido antes de pasar a esa dimensión paralela. O quizás solo andan de turistas y han venido para sentir algo de calor o para escuchar el pum chi pum chim pún de unos latidos que tanto echan de menos.

Me he puesto del lado de la chifladura porque no podía ser de otra forma, si no, ¿cómo explicar lo incomprensible? No hay trastornada deshonesta y la locura is the new Orange, el tema del momento. No deberíamos hablar de otra cosa, en las noticias, en los matinales, en las redes sociales, en las sobremesas. Vivimos los locos veinte, pero no los del charlestón, sino los del siglo XXI.

Por ese bache de mi insanidad, fue que se coló la niña. Su espíritu entró violentamente en mi casa, como era ella, disruptiva, garabatera, buena para la bachata y el reguetón. Hasta antes de su muerte no era más que una ficha de menor en riesgo social. Nació en Tiltil, mal parida, semiasfixiada, con el cordón umbilical anudado al cuello, lo que le significó un considerable daño cognitivo. Desde ahí empezó su calvario. Cargando con toda la paleta de vulneraciones que puede tolerar un expediente. Tantas vidas en una sola. Hija de una madre alcohólica, víctima del abandono, vagabunda desde los cinco años, agredida y abusada sexualmente por su padre, de hogar del Sename en hogar del Sename. Sobremedicada por los siquiatras. Maltratada por sus cuidadoras, vulnerada en cada uno de sus derechos.

Ocurrió un 11 de abril de 2016 en el hogar Galvarino del Sename. La niña sufrió una descompensación emocional que la volvió insufrible durante todo el fin de semana, gritaba, llamaba a su madre que no la había ido a visitar ese fin de semana. Mamita, sácame de este Sename, te echo de menos, te quiero mucho. Las cuidadoras de trato directo intentaron calmarla de distintas formas, todas muy poco ortodoxas. Pero no hubo caso, la niña arrancaba, les pegaba, las mordía presa de la frustración, la furia y una descompensación farmacológica.

Agotadas, las cuidadoras decidieron que ya era el momento de aplicar un protocolo que sabían a medias y haciendo maniobras de contención. Lo hicieron todo mal, por desconocimiento o por mala fe. La pusieron boca abajo, una de ellas la tomó por las piernas, la otra, con noventa y dos kilos de peso, se sentó a horcajadas sobre su espalda. No, tía, la contención, no, me duele, me voy a hacer pipí, me voy a portar bien, no puedo respirar, tía, me ahogo, gritaba la niña. Las tías no cedieron. La maniobra continuó por quince minutos hasta que no pudo seguir rogando por su derecho a la vida, se quedó en silencio y murió asfixiada. Y los que pudieron ser los primeros años de vida de cualquiera de nosotros, fueron los últimos para ella.

Ese podría haber sido el fin de su historia, pero no fue así, solo marca el comienzo de otra historia más desquiciada y macabra todavía, una que deja al descubierto el descalabro que significa que mueran y se vulneren las vidas de niños, niñas y adolescentes todos los días a manos de un Estado que, se supone, debería protegerlos y compensar esa falta de cariño.

¿Hay algo más desquiciado que esta historia? ¿Hay algo más insano que su cuerpo siendo explotado hasta después de muerta? ¿Es cuerdo que esa vida se conociera a través de programas periodísticos de investigación? ¿Es razonable que la niña valiera más muerta que viva? ¿Es lógico que su tragedia despertara interés nacional, provocara lágrimas y encendidos y piadosos discursos de quienes detentan el poder?

¿No es acaso desquiciado que después del fallecimiento de la niña se hicieran públicos otros fallecimientos de niños, niñas y adolescentes ocurridos en centros de protección dependientes del Sename?

¿No es acaso insano que por la presión pública la Fiscalía ordenara a la PDI crear un equipo investigador que sacó a la luz el fallecimiento de 1.313 niños, niñas y adolescentes, muertos en residencias de protección de menores? ¿Que Lissette Villa fuera el caso 1.313? ¿Que les llamen bajas administrativas a los niños, niñas pobres muertos? ¿Que algunos centros privados de protección de la infancia no quieran hacer egresar a los institucionalizados para no perder el apoyo subsidiario del Estado? ¿Que los Tribunales de Familia consideren el bien superior del niño, niña y adolescente para ponerlos bajo protección del Estado? Algo así como: entre que a un niño se lo coma un cocodrilo o lo devore un perro, por supuesto que preferimos el perro.

¿No es chalado que las maniobras de contención hagan todo menos contener amorosamente a los menores? ¿Que según el informe Jeldres, realizado en 2013, el cien por ciento de los niños y niñas que vivían en hogares de reparación se encontraban en completo abandono? ¿Que uno de sus principales hallazgos fue la presencia constante de abusos sexuales? ¿Que las niñas vivían con problemas de salud crónicos, que no recibían atención médica (niñas con VIH y con cáncer cérvicouterino sin tratamiento), que carecían de salud mental, estaban desescolarizados, con consumo problemático de drogas, internaciones extensas y, en muchos casos, ausencia de contacto con sus familias de origen?

¿No es de patio que, en 2012, un juez de Arica determinara que en una residencia las muchachas internas salían del hogar de noche a transar sus cuerpos con la complicidad de guardadoras de la residencia, y regresaban de madrugada, drogadas y con pollo asado? ¿Que a los trabajadores y trabajadoras de estos centros ni siquiera les pidan un certificado de antecedentes penales para contratarlos? ¿Que tras reestructuraciones del sistema de protección la situación de estos centros haya cambiado poco o nada?

Qué enervante tanta falta de amor. Porque el amor será un recurso renovable, pero está en manos de privados y hasta en eso existe desigualdad. Hay niños que tienen tanto amor, que chapotean en dulzura, que hacen gárgaras con cantidades obscenas de cariño, y hay otros que tienen poco o nada, que nacieron en una zona de sacrificio. La reforma tributaria debiera recaudar el impuesto a la riqueza amorosa y esos fondos deberían ir a las arcas del Estado y distribuir esa ternura equitativamente entre los que no la tienen. Pero no nos salvaríamos de los debates en el Congreso: ¿por qué tengo yo que compartir mi cariño con los flojos?; mi amor es mío y tiene que ser heredable; el que quiera más amor, que se levante más temprano.

En octubre de 2019 chiflados y locatelis salimos a las calles. Bipolares, psicóticos, maníacas, neurasténicas, hipocondriacos, angustiados, deprimidos, neurodivergentes, todos y todas llenamos las plazas, nos encaramamos en los edificios enfermos de sinsentido. Queríamos cariño gratuito y de calidad para todos. Queríamos no morirnos de rabia y pena, queríamos cuidados, dulzura, una nueva forma de existir que no incluyera sacrificar la cordura por la sobrevivencia.

Si están tan bien, si tienen de todo, debieran estar agradecidos del neoliberalismo, gracias a él son jaguares, ¿qué más quieren? Eso fue lo que dijeron los razonables con privilegios. Su templanza nos enervó más todavía y pusimos todo patas para arriba. Luego la peste nos amordazó en las clínicas que se volvieron nuestras casas, como un castigo. Nunca hubo menos piedad que en esos días. Y cuando salimos del encierro, ya estábamos rendidos; cuando nos tocó elegir, fuimos cobardes. Las pancartas no nos permitieron ver de qué estábamos hechos. La niña lo sabe mejor que nadie. Ahora estamos secos, descreídos, faltos de fe y abrazamos la derrota. Pero las bacterias de la locura vuelven a multiplicarse insanamente en nuestros cerebros, y somos tercos, porfiadas, haremos pataletas para que no nos duerman, no permitiremos que el rubicundo culo del Estado no nos contenga y nos asfixie.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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