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Iglesia: la ceguera de la soberbia Opinión

Iglesia: la ceguera de la soberbia

Benito Baranda
Por : Benito Baranda Convencional Constituyente, Distrito 12
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Sin conciencia de responsabilidad sobre la situación actual por parte del arzobispo y de algunos otros del episcopado chileno, es imposible cambiar. El ‘estado de oración’ que se ha mencionado implica deponer la soberbia, realizar una profunda introspección, darse cuenta del daño provocado y asumir personalmente los costos de haberlo hecho tan mal. No nos sigamos engañando: no son los denunciantes del ‘caso Karadima’ quienes han afectado la imagen y confianza de la Iglesia, como nos han querido hacer creer ambos arzobispos, muy por el contrario, es gracias justamente a ellos que hoy podemos tener la oportunidad de revertir lo que nos está ocurriendo.


Luego de escuchar al actual arzobispo de Santiago, de haber leído la carta enviada hace unas semanas por el anterior arzobispo, y de ver las cifras de confianza hacia la Iglesia en nuestro país, me queda la impresión de que nuestras máximas autoridades eclesiásticas ‘no vieron lo que muchos veíamos’ y que aún ‘no tienen conciencia de su responsabilidad’.

La confianza ciudadana hacia la Iglesia católica chilena lleva más de dos décadas en picada, pasó de superar el 70% a caer bajo el 30%, de ser una de las más confiables del continente a ser la menos confiable. Muchas parroquias se vaciaron, los asistentes a las catequesis disminuyeron fuertemente –sucedió así en la comuna donde vivo, La Pintana– y se produjo una gran desafección por parte de los jóvenes –por ejemplo, bajó bruscamente la decisión de recibir el sacramento de la confirmación–.

¿Que no ven estos arzobispos la realidad? ¿No son capaces de darse cuenta de que principalmente bajo la conducción de ambos nuestra Iglesia ha sufrido el desastre más grande de su historia, provocado en parte por su propio liderazgo? ¿Cuál es el pequeño mundo que los rodea, que les impide ver algo tan evidente y doloroso? Como diría Saramago, son «ciegos que, viendo, no ven». ¡Los líderes de la Iglesia tienen en esto una alta cuota de responsabilidad!

El llamado ‘caso Karadima’ y su pésimo manejo desde el inicio seguramente ha sido uno de los causantes, pero en ese mismo manejo podemos observar los estilos de gobierno de la Iglesia, que a fin de cuentas son el gran detonante: monárquico, no dialogante, sin espacios para la participación eclesial –laical, de las religiosas(os) y de los sacerdotes–, ajena a la realidad y sus cambios –por lo tanto, con un mensaje que no logra calar el alma–, negadora de los conflictos y crisis internas –lo que impide enfrentarlas y resolverlas–, muy distante de los jóvenes, y cada vez más alejado de la pobreza –porque algunos de los sectores más pobres son justamente los que porcentualmente tiene hoy menos católicos–.

Sobre cada uno de estos hechos hay cientos de testimonios dramáticos donde, haciendo un uso abusivo de su autoridad, el mismo arzobispo se ha deslegitimado: no conformando comunidad, dando órdenes sin consulta, no comunicándose con sus propios sacerdotes, religiosas y laicos, ignorando la gravedad de la situación de la Iglesia que conduce e imponiendo un estilo de convivencia frío, distante y muy poco eclesial.

[cita tipo=»destaque»]La causa más profunda de lo que vivimos como comunidad eclesial está radicada en la nefasta conducción de estas últimas décadas, que ha terminado por deslegitimar la autoridad de la Iglesia haciéndola menos creíble y, por lo tanto, invalidándola como fuerza moral necesaria en la construcción social. Su ausencia de diálogo real –lo que impide armar comunidad eclesial–, su lejanía crónica con los más pobres –tanto física como discursiva– y la incapacidad de efectuar una autocrítica profunda y honesta de cara a toda nuestra Iglesia, los han dejado fuera, los han hecho perder lo más preciado de su cargo, lo que le da valor a su labor: el testimonio.[/cita]

Sumado a lo anterior podemos recordar algunos acontecimientos mediáticos externos provocados también por la Iglesia y que alimentaron esta desafección: la oposición a las Jocas, la campaña contra el divorcio –que ofendía gravemente a los divorciados y sus hijos–, las opiniones acerca de la ley de inclusión, la supuesta acusación de tres importantes sacerdotes, y el lenguaje utilizado en una correspondencia entre ambos arzobispos donde se hacía referencia a las víctimas de Karadima dañando su dignidad –las mismas personas que fueron invitadas por el Papa–. Ellos no se dieron cuenta de que los tiempos cambiaron. Como dice Taylor, esta era secular «puso fin al reconocimiento ingenuo de lo trascendente… la ingenuidad no está disponible para nadie, ni para los creyentes, ni para los no creyentes». Estamos hoy llamados más que antes a dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza (San Pablo, Papa Francisco I).

Sin conciencia de responsabilidad sobre la situación actual por parte del arzobispo y de algunos otros del episcopado chileno, es imposible cambiar. El ‘estado de oración’ que se ha mencionado implica deponer la soberbia, realizar una profunda introspección, darse cuenta del daño provocado y asumir personalmente los costos de haberlo hecho tan mal. No nos sigamos engañando: no son los denunciantes del ‘caso Karadima’ quienes han afectado la imagen y confianza de la Iglesia, como nos han querido hacer creer ambos arzobispos, muy por el contrario, es gracias justamente a ellos que hoy podemos tener la oportunidad de revertir lo que nos está ocurriendo.

La causa más profunda de lo que vivimos como comunidad eclesial está radicada en la nefasta conducción de estas últimas décadas, que ha terminado por deslegitimar la autoridad de la Iglesia haciéndola menos creíble y, por lo tanto, invalidándola como fuerza moral necesaria en la construcción social. Su ausencia de diálogo real –lo que impide armar comunidad eclesial–, su lejanía crónica con los más pobres –tanto física como discursiva– y la incapacidad de efectuar una autocrítica profunda y honesta de cara a toda nuestra Iglesia, los han dejado fuera, los han hecho perder lo más preciado de su cargo, lo que le da valor a su labor: el testimonio.

El Papa no solo debe escuchar a las víctimas de Karadima y al episcopado chileno, también se debe dar el tiempo –antes de nombrar a los nuevos obispos– de escuchar a las otras víctimas de este nefasto liderazgo, es decir, a los laicos y las laicas que perseveramos por amor a Cristo y a la Iglesia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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