
Colombia y su fatalidad atávica
El pronóstico reservado no es solo para el precandidato presidencial colombiano, aún en estado de gravedad, sino también para otra potencial víctima: la democracia colombiana. Solo con el tiempo sabremos si logra resistir este embate sin contaminarse nuevamente con la lucha intestina infinita.
Con una diferencia de horas, Colombia sufrió los embates de dos sismos de magnitud considerable. El del domingo fue un temblor que ocurrió a las 08:08 a.m., hora local, marcando 6.5 en la escala de Richter y cuyo epicentro acaeció en la proximidad de la ciudad de Paratebueno, departamento de Cundinamarca.
Cerca de 14 vueltas del reloj antes, otro movimiento telúrico de carácter político sacudió Bogotá cuando, al cierre de un mitín político en el barrio Modelia, al oeste de la capital, el precandidato presidencial del derechista Centro Democrático –de una campaña que recién arranca con una primera vuelta prevista para el 31 de mayo de 2026–, Miguel Uribe Turbay, fue impactado con disparos a quemarropa por parte de un joven pistolero que descendió de una motocicleta.
La doble tragedia significó que el político opositor fuera rápidamente internado e intervenido quirúrgicamente, recibiendo un diagnóstico médico de peligro vital, mientras se detenía a su victimario, de quien pronto se supo que era un sicario menor de edad, con no más de 15 años.
Los días anteriores al atentado, el clima político se había enrarecido al máximo. Gobierno y oposición se enzarzaron en otra confrontación política de alta intensidad retórica, luego de que el Senado de la República rechazara la organización de una consulta popular para aprobar reformas sociolaborales propuestas por el Ejecutivo.
El presidente Gustavo Petro decidió perseverar, al anunciar un decreto que autorizara el plebiscito. Las descalificaciones pletóricas de adjetivos descalificativos no se hicieron esperar. Fraude, neoesclavismo y prevaricato fueron algunos de los epítetos más comunes en estos días, en los que el propio Uribe Turbay aseguró que demandaría judicialmente a cualquier ministro que firmara el decreto, mientras el mandatario replicaba rememorando que el abuelo del precandidato, el expresidente liberal Julio César Turbay Ayala (1978-1982), había ordenado la tortura de 10 mil compatriotas.
Así irrumpió la polarización afectiva, aquella que apela a emociones radicales para rotular un mundo fracturado entre amigos y enemigos, protagonizando otra vez la dinámica política colombiana que ignoraba una práctica clave: la negociación. De alguna manera, la tendencia presagiaba los hechos del sábado último, entendiendo que el populismo retórico no supone siempre el desencadenamiento de un proceso de violencia política; en ocasiones sí, aunque tiene una característica en común con la dinámica armada: son fórmulas extrainstitucionales para dirimir la divergencia política.
Mucha gente en Colombia recordó los tiempos vividos hace más de tres décadas y media, cuando las ejecuciones a candidatos eran el pan de cada día. Solo en la precampaña presidencial de 1990 tres aspirantes presidenciales fueron asesinados, como parte de una tónica política que alcanzaba a diversos liderazgos, como el político liberal Luis Carlos Galán; Bernardo Jaramillo, de la izquierdista Unión Patriótica; y Carlos Pizarro Leongómez, exjefe guerrillero del M-19, que había liderado la desmovilización de dicha guerrilla urbana por medio de un acuerdo de paz y la creación del partido de la Alianza Democrática M-19, con el que postulaba a la Casa de Nariño.
Las décadas siguientes estarían marcadas por la lucha armada entre las Fuerzas Armadas, las insurgencias rurales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) –este último aún activo–, los paramilitares y el crimen organizado de los cárteles, particularmente la mafia de Medellín, encabezada por Pablo Escobar. Esta última fue la responsable de la muerte en 1991 de la secuestrada abogada y periodista Diana Turbay, madre del político que hoy se debate entre la vida y la muerte.
Sin embargo, es difícil determinar cuándo comenzó la violencia política en Colombia, ya que siempre se puede ir más atrás: el país ha sufrido nueve guerras civiles, desde el conflicto interno entre centralistas y federalistas (1812-1815) al inicio de su vida independiente, hasta la Guerra de los Mil Días (1899-1902), entre liberales radicales y el Partido Nacional, que agrupaba a conservadores y liberales moderados.
Posteriormente, hubo dos décadas de enfrentamiento esporádico hasta que acaeció el período de “La Violencia” –con mayúscula–, desde fines de los años 20 hasta 1958, nombre que se impuso a otros para referirse a un conflicto padecido socialmente a la manera de una calamidad provocada por las fuerzas de la naturaleza. El momento más delicado de este ciclo fue el asesinato del político de raigambre liberal Jorge Eliécer Gaitán –la opción populista de reformismo profundo para redistribuir a la manera de Juan Domingo Perón o Getúlio Vargas en otras latitudes, fustigando a las oligarquías históricas– el 9 de abril de 1948, que recrudeció el antagonismo político con “el Bogotazo”, un estallido en forma. Como consecuencia, el Estado de derecho experimentó serios asaltos y recortes por otra década, con la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla entremedio.
En 1958, la creación del Frente Nacional, que coaligó en un pacto a liberales y conservadores, calmó por un tiempo la vida política colombiana. En 1964 aparecieron las FARC y el ELN. En los 80 la lucha callejera fue respondida por el Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, que contemplaba juicios exprés. Posteriormente, cerca del cambio de siglo, el narcoterrorismo fue respondido con el Plan Colombia, entre Estados Unidos y los gobiernos de Andrés Pastrana primero y Álvaro Uribe después.
En este último caso, se implementó la política de seguridad democrática que, por medio de la militarización, logró resultados parciales, aunque a costa de los denominados “falsos positivos”, ejecuciones de civiles no beligerantes hechas pasar como bajas de combate. Los acuerdos de paz con las FARC se alcanzaron apenas en noviembre de 2016, quedando pendiente el acuerdo con el ELN.
De ahí que el atentado contra Miguel Uribe Turbay preocupe tanto. Es que no solo afecta el cuadro político al inicio de una muy preliminar y temprana precampaña electoral, sino que deja herida la posibilidad de convivencia política colombiana. Parte de los políticos de ese país no atinan a comprender que el cambio más relevante y esperado no es que, finalmente y por primera vez, un político de izquierda haya asumido la más alta investidura nacional, sino que el país tiene la oportunidad histórica de solucionar sus diferencias sin recurrir a la ley del revólver.
Así las cosas, el pronóstico reservado no es solo para el precandidato presidencial colombiano, aún en estado de gravedad, sino también para otra potencial víctima: la democracia colombiana. Solo con el tiempo sabremos si logra resistir este embate sin contaminarse nuevamente con la lucha intestina infinita, que aparece recurrentemente como fatalismo atávico.
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