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Contra el tiempo perdido Opinión

Contra el tiempo perdido

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Fernando Freire González
Por : Fernando Freire González licenciado en Ciencias Sociales con mención en Ciencias del Derecho por la Universidad Adolfo Ibáñez. Ha trabajado temas de derecho, filosofía y cultura contemporánea.
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Dejar el teléfono abre las puertas a actividades, proyectos y ambiciones que nos desafíen y nos permitan crecer o, incluso, perfeccionar una vocación.


Vivimos atrapados en pantallas que no conocen descanso. A cada instante, una alerta irrumpe, una imagen nos reclama, un estímulo constante que nos dispersa. Deslizamos el dedo por horas, sin preguntarnos bien por qué ni para qué. ¿Qué queda después de tanta conexión? Un vacío que se insinúa bajo la superficie, una fatiga que cala hondo, como si el tiempo se nos escapara entre las manos sin dejar rastro. Hemos confundido la información con la presencia, la disponibilidad con la vida misma. Y así, navegamos entre la abundancia y la nada, presos de una hiperconectividad que nos despoja de lo esencial.

No se trata simplemente de un hábito, sino de una transformación profunda en nuestra relación con el tiempo, la atención y la vida cotidiana. El uso del celular es hoy, más que un fenómeno menor o anecdótico, la manifestación más clara de cómo la técnica termina subordinando nuestra existencia a la lógica implacable de la inmediatez y el estímulo permanente. 

Es precisamente esta lógica de la urgencia y la distracción lo que Nietzsche intuyó hace más de un siglo, cuando escribió:

“Incluso ahora uno se avergüenza de descansar, y la reflexión prolongada casi le da a uno una mala conciencia. Uno piensa con un reloj en la mano, incluso mientras come su comida del mediodía, mientras lee las últimas noticias en el mercado de valores; uno vive como si siempre ‘pudiera perderse algo’” (Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia

Hoy, esa ansiedad que Nietzsche describe tan agudamente –el temor de perderse algo, incluso mientras se come– ha mutado de objeto pero no de forma. El reloj, símbolo de la disciplina y el control sobre el tiempo, ha sido reemplazado por el teléfono inteligente: un dispositivo que no solo impone el ritmo de nuestras actividades, sino que también consume buena parte de nuestras horas de vigilia. Está presente al despertar, antes de dormir, al caminar, en el transporte e incluso en la mesa. 

El tiempo ha dejado de ser una referencia objetiva, externa, fija y estable, hoy se ha transformado en una presencia constante que se cuela en cada instante, imponiendo una exigencia ineludible de inmediatez, urgencia y distracción a través de la pantalla. Ese dispositivo omnipresente no solo organiza nuestra jornada, sino que penetra y condiciona cada momento, ofreciéndonos la promesa –o la amenaza– de una novedad constante que no podemos ignorar.

Este fenómeno es el resultado palpable de una adicción conductual que, sin exagerar, se ha convertido en una auténtica epidemia de nuestra época: la adicción a los teléfonos inteligentes, a Internet y a las redes sociales. No somos otra cosa que una generación atrapada, una generación de adictos digitales.

Desde mediados del siglo XX, diversos estudios –incluido un célebre experimento con ratas en 1954– mostraron que ciertas conductas pueden activar los mismos circuitos de recompensa que las drogas, incluso sin mediar una sustancia. Con el tiempo, la comunidad científica entendió que la adicción no exige una sustancia: basta cualquier estímulo capaz de generar alivio o placer. Ya sea buscando escape en las drogas o en el universo de las redes sociales, el mecanismo es el mismo.

Plataformas como Instagram, TikTok o X siguen patrones diseñados para liberar pequeñas dosis de dopamina con cada notificación, “me gusta” o video nuevo, reforzando así el impulso de revisar el teléfono y deslizar el dedo. Este fenómeno, cada vez más extendido, es reconocido por la psicología y la neurociencia como una forma de adicción conductual sin sustancia, un campo de creciente relevancia en el estudio de las conductas humanas contemporáneas.

Pero la frecuencia con que se recurre a estas plataformas rara vez responde a la relevancia del contenido. Más bien, se las usa para huir del tedio, consumiendo información, imágenes y videos sin propósito claro, deslizando el dedo durante horas como si siempre “pudiera perderse algo”. 

El abuso del celular no solo genera dependencia, sino que también deteriora la capacidad de concentración. En los últimos 15 años, esta ha caído de 12 a apenas 8,2 segundos en jóvenes de 14 a 35 años, según un informe del eLearning Innovation Center de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), que indica que el 81% experimenta ansiedad al separarse del teléfono. Un estudio de Microsoft Corp. la sitúa incluso por debajo de 8 segundos: menos que la de un pez dorado. La Universidad de Santiago de Compostela (USC), por su parte, señala que uno de cada cinco jóvenes presenta problemas de sueño, ansiedad, depresión o trastornos alimentarios.

La dependencia digital ya no es solo una cuestión de hábitos, sino una adicción que altera profundamente nuestra forma de vivir, pensar y sentir. Nos aleja del presente, de los demás y de nosotros mismos. 

Es el lado más oscuro de nuestra era: una adicción silenciosa que se infiltra en cada rincón de la existencia, robándonos la atención, la calma y el presente. Pero también puede ser el punto de partida para una conciencia más aguda, una sacudida que transforme el tiempo perdido frente a la pantalla en energía creadora, capaz de convertir cualquier desierto en exuberantes tierras de cultivo.

Dejar el teléfono abre las puertas a actividades, proyectos y ambiciones que nos desafíen y nos permitan crecer o, incluso, perfeccionar una vocación. Buscar la excelencia en el arte, el conocimiento, el deporte o cualquier pasión que nos conecte con lo más auténtico de nosotros mismos. Pero también recuperar el derecho a aburrirnos, a habitar ese vacío incómodo que, lejos de ser un enemigo, es la antesala de la creatividad y el pensamiento profundo.

Quizás ese sea el verdadero desafío: resistir la normalización del uso obsesivo de pantallas y recuperar el tiempo como un espacio de experiencia, sentido y presencia. Una vida más consciente. Una vida digna de ser vivida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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