
¿Tienen las universidades responsabilidad en la crisis moral que vivimos en Chile?
La universidad debe hacerse responsable, en serio, de la formación moral de sus estudiantes, más allá de impartir una asignatura de ética. No solo debe decir “este alumno pasó por mis aulas” cuando el exalumno gana un Nobel, sino también cuando termina en tribunales.
De que vivimos una crisis moral en Chile, nadie tiene duda a estas alturas. Desfalcos, estafas, tráfico de influencias, delitos económicos, colusión en prácticamente todos los estamentos de la vida social. En Chile tenemos la Ley 20.393 desde 2009, que otorga responsabilidad penal a las personas jurídicas, cuya última modificación es de agosto de 2023.
Si uno mira los casos más emblemáticos, en cada uno de ellos se trata de personas profesionales, formadas en algún aula de alguna universidad de nuestro país. El año pasado se cumplieron 10 años desde la primera sentencia del llamado caso Penta y aún recordamos aquella controvertida pena que consistió en “Clases de ética” para dos de los protagonistas del caso.
Se le atribuye a Platón el afirmar que bastaba con enseñar el bien para que el interlocutor fuera bueno. Si no lo era, era porque no se le enseñó o no lo entendió bien, porque no hay gran diferencia entre la razón, que entiende, y la acción del sujeto racional. En filosofía esta idea se conoce como “intelectualismo moral”, detrás de la cual, la ignorancia es la causa del mal.
Aunque a primera vista parezca ridículo pensar de este modo, la verdad es que no es muy distinto de cuando razonamos con laxitud frente a un niño o joven que comete un delito y la mayoría de las opiniones justifican o explican su actuar debido a la ignorancia. “Le falta educación”, muchas veces decimos cuando un niño comete un delito. Por eso es que cuando se conoció la sanción del caso Penta y muchos reían, quienes saben de filosofía se encogieron de hombros y levantaron sus cejas.
Por supuesto que uno podría decir que, en el caso de dos profesionales de tan alta educación, probablemente educados en los mejores colegios y en las mejores universidades, dentro y fuera de Chile, no podría usarse este razonamiento. La gran diferencia radica en que unos recibieron formación universitaria de primer nivel.
Pero más allá del caso, quisiera solamente llamar la atención respecto a si las universidades pueden realmente, y si lo hacen, formar éticamente a quien ya viene con lo que llamamos “educación desde la casa”, refiriéndonos a los valores como robar, estafar, mentir, más ligados al comportamiento ético. La verdad es que filosóficamente también se ha discutido suficientemente este dilema acerca de la formación en virtudes de una persona que ha llegado ya a la madurez.
De hecho, coincide la entrada a la universidad con aquella mayoría de edad que reconocemos como madurez. Sería el colegio, la etapa escolar, la que centraría su objetivo en esta formación moral y ética –y aun así es cuestionada muchas veces cuando se repite: “Eso se educa en casa”– y sería la universidad la encargada de formar solo en capacidades de índole intelectual que formarían al profesional.
¿Pero un profesional está solo formado por contenidos intelectuales? Sería absurdo sostener esto, dada la abundante literatura respecto a la formación profesional, las habilidades y capacidades que exige el mundo laboral, la clarísima importancia de las llamadas “habilidades blandas” y el hecho de que no llegan con una formación ética sólida a la universidad.
Copias, plagios, trabajo mal hecho, mentiras y excusas para ausentarse a clases, cuando no falsificación de licencias médicas, y en los peores casos, delitos, amenazas, bullying, acoso y violencia de todo tipo se viven al interior de las universidades. Por lo tanto, sería legítimo imaginar que no solo a las empresas les cabe responsabilidad moral, sino, por qué no, penal en la formación de sus estudiantes, haciendo el paralelo en el caso de los empleados corruptos de una empresa.
Fue largo el camino que logró que las empresas tuvieran una responsabilidad penal. Antes de esto, se habló de la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE), que preparó cultural y socialmente el camino para mirarlas como una unidad dentro del entramado social y no algo que lo explota.
¿Y las universidades? ¿Acaso no deberían estar sometidas al mismo estándar?
Desde hace años las universidades se han amparado en la libertad individual para desligarse de conductas reprobables o incluso delictivas de sus estudiantes o egresados. “No es nuestra responsabilidad” –se dice–. Pero cuando un exalumno es reconocido, no faltan los homenajes: “Este es nuestro alumni”, y se procede a nombrar una sala en su honor. La universidad no es simplemente una institución que provee servicios educativos. Como cuerpo intermedio –así lo reconoce la Constitución chilena– pertenece a ese tejido social que está entre el Estado y el individuo. No es solo el conjunto de funcionarios, profesores y administrativos. También son sus estudiantes. Y no solo durante los años que dura una carrera. Ser universitario, en su raíz más profunda, es una vocación.
Esa vocación –como en el caso del sacerdocio– no se limita a un contrato ni a un horario. Un sacerdote sigue siéndolo incluso en traje de baño, un domingo en la playa. Lo mismo vale para un médico, que no puede negarse a socorrer a alguien que se desmaya en un avión porque “no está en consulta”. La universidad forma a personas que profesan –de ahí viene el término “profesional”– con la vida aquello que aprendieron.
Sin embargo, en muchas casas de estudio hoy pareciera haberse perdido ese sentido. Hay directivos convencidos de que una universidad es como dirigir una fábrica de palmitos. Así de simple. Y no son pocas las universidades que sin mayor reflexión ubican entre sus directivos a personas con un MBA por sobre otros con destacada trayectoria y conocimientos académicos. Esto del MBA tampoco es un problema en sí mismo. Dirigir requiere herramientas de gestión, por cierto. Un MBA puede ayudar a optimizar recursos, anticipar escenarios, evaluar resultados. Pero una universidad no es una empresa de bienes o servicios.
La diferencia no es solo que aquí trabajamos con personas –porque en las empresas también las hay–. La diferencia es que la universidad es un tipo de organización completamente distinta a una empresa. Con esto tampoco queremos decir que tenga que ser administrada por el Estado y regirse por ciertos idearios políticos. La universidad no es es una institución que se defina entre el Mercado o Estado. No cabe dentro de esas categorías modernas, porque su origen es al menos 800 años antes que Hegel inventara el concepto de Estado y 700 años antes que Adam Smith expusiera su idea de que la libertad de mercado produce riqueza en las naciones.
Hay, por cierto, excepciones que confirman la regla. Hay directivos que hacen investigación de excelencia, o que la hicieron antes y eso les mereció el cargo de gestión, y que viven la vocación universitaria, que comprenden –y sobre todo encarnan– la vida académica. Porque aquí no se trata de títulos. Se trata de comprender que la universidad es más parecida a un gremio o un club de ciudadanos que a una empresa. Su origen medieval no es un accidente: Alfonso X el Sabio la definió como el lugar donde se encuentran maestros y discípulos. Esa definición sigue vigente.
Por eso, no es accesorio que todas las universidades chilenas estén obligadas a presentar un proyecto educativo. La ley las faculta para definir libremente sus fines y medios –como a todo cuerpo intermedio– pero también les exige cumplirlos. Y dentro de esos fines está, inevitablemente, la formación ética, cuestión que se verifica en todos los proyectos que rigen actualmente en Chile.
A raíz de esto, y para cumplir con su misión y visión, en todas las universidades existen los llamados ramos de formación general, integral o identitaria, muchas veces –en casi todos los casos– de carácter transversal, es decir, aplican para todas las carreras. A eso se suman cursos específicos de ética profesional en cada carrera.
Pero no es solo el contenido formal lo que forma. Lo hacen también el ambiente, las prácticas, el trato cotidiano entre pares, el modo en que se premia o sanciona, el rigor o la laxitud, la disciplina o la flojera permitida durante los 5 años de su estadía. Todo ello moldea el carácter moral de una persona sin lugar a dudas.
No es antojadizo, entonces, decir que las universidades sí son responsables por la formación ética de sus estudiantes y egresados. Si no existe –aún, y esperemos que nunca– responsabilidad legal-penal para las universidades por sus alumni, sí debe haber al menos una condena social ante reiterados casos éticos, delitos, que establecen ciertos patrones a esta altura.
La universidad debe hacerse responsable, en serio, de la formación moral de sus estudiantes, más allá de impartir una asignatura de ética. No solo debe decir “este alumno pasó por mis aulas” cuando el exalumno gana un Nobel, sino también cuando termina en tribunales.
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