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La honestidad es negocio Opinión Imagen referencial

La honestidad es negocio

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En Chile, igualmente vemos de esos monstruos en acción. Los que adelantan por la berma, los que se saltan filas, los que falsifican credenciales para ocupar los estacionamientos para personas con discapacidad física.


En Los monstruos (1963), Dino Risi perfecciona la “commedia all’italiana” con 20 sketches que diseccionan, entre la risa y el desconcierto, los vicios del boom económico. El primer episodio, “Educación sentimental”, condensa en solo seis minutos la genealogía de la pillería. Un padre, Ugo Tognazzi en una actuación magistral, convertido en mentor del engaño cotidiano. “El mundo es redondo y quien no sabe nadar se va al fondo”, le repite al niño mientras lo entrena en pequeñas transgresiones que se naturalizan. Robar discretamente una marraqueta, colarse en la fila del circo fingiendo una discapacidad de guerra o cruzar un atochamiento simulando un accidente infantil. Cada truco es celebrado como destreza para “avivarse” en un mundo competitivo.

El corto culmina con un salto temporal: un diario, diez años después, titula “Hijo mata a su padre para robarle”. La frase final es un mazazo moral que desmonta la supuesta inocencia de la picardía y muestra su factura generacional, donde la cultura del atajo termina devorando a quien la inculca. Risi subraya así que la astucia sin ética no es virtud latina, sino semilla de degeneración social, una advertencia que resuena en Italia y en cualquier país donde la “viveza” se confunde con inteligencia.

En Chile, igualmente vemos de esos monstruos en acción. Los que adelantan por la berma, los que se saltan filas, los que falsifican credenciales para ocupar los estacionamientos para personas con discapacidad física. Se empieza por estas pequeñas cosas y. lentamente, pero sin pausa, estas “avivadas” se van transformando en temas mayores.

Tomemos el caso del Transantiago. Cuando el servicio no cumplió lo prometido, muchos usuarios decidieron que la mala calidad justificaba no pagar. Esa evasión se socializó y crecieron los fiscalizadores, subieron las tarifas y solo algunos las pagan. Hoy Transantiago ya no existe, lo que existe es Red Movilidad, con estándares más que aceptables, pero la conducta no cambió y la evasión sigue altísima.

En 2020, con la economía paralizada por la pandemia, el presidente Piñera acertó al lanzar un subsidio de emergencia para los hogares sin ingresos. La premura obligaba a un trámite tan mínimo como figurar en el Registro Social de Hogares y jurar que el ingreso promedio por persona no superaba los $ 800 mil líquidos. La puerta se abrió a la buena fe… y entró la pillería. Miles de funcionarios públicos, cuyos sueldos nunca se detuvieron, declararon “cero peso” y cobraron el beneficio. El fraude fue masivo; los culpables, invisibles; las sanciones, inexistentes.

Y otra plaga vieja pero siempre vigente son nuestras famosas licencias médicas truchas. Chile luce cifras sanitarias de país nórdico, pero FONASA y las ISAPRES gastan una gran parte  de su presupuesto en ausentismo. No sufrimos peste negra ni virus misterioso; padecemos la plaga del “enfermo de fresco”. Trabajadores que acumulan licencias como millas de aerolínea y se declaran “estresados” desde la hamaca de la playa. Cuando la Superintendencia asoma la nariz, surgen discursos encendidos sobre derechos laborales y, acto seguido, una nueva muralla burocrática que retrasa la atención del paciente auténtico.

Lo que a veces ingenuamente queremos ignorar es que todas esas trampas, que a veces se pretenden vestir como ingenio y celebrarse como hazaña criolla, solo terminan por agrandar nuestro enjambre de permisos y controles.  Cuando el juego predilecto consiste en burlar la norma, el Estado reacciona blindándose con más timbres y más reglamentos.

Pero no solo los ciudadanos tienen conductas impropias. Las empresas también escriben su manual de picardía. Hormigón sobre humedales, perforaciones en glaciares con estudios recortados, inauguraciones con casco y cinta tricolor, y publirreportajes sobre su “compromiso verde”. Cuando aparecen los pasivos ambientales, desfilan abogados, consultoras y otra batería de normas pensadas para impedir que el próximo gigante repita sus atropellos, pero también, lamentablemente, para retrasar al emprendedor honesto que no tiene presupuesto para laberintos legales.

La rueda es perversa y más trampas solo generan más trámites; más trámites incentivan otras trampas. Para romper el hechizo hay que iluminar el proceso de principio a fin y hacer que cada expediente, ambiental, sanitario o urbanístico, debe poder rastrearse en línea como si fuera un paquete de e-commerce. Esa transparencia debe ir acompañada de bases de datos integradas entre FONASA, ISAPRES y empresas, de modo que si alguien encadena diez licencias médicas, la alarma salte antes de imprimir la undécima. Y si un proyecto oculta pasivos ambientales, las luces rojas se enciendan antes del corte de cinta.

El cambio cultural se completa con sanciones que realmente duelan, y con premios tangibles a la buena conducta. Solo un equilibrio firme entre garrote y zanahoria logrará quebrar la rueda de la trampa y la burocracia. Cada licencia falsa congestiona la fila del fracturado, cada megaproyecto turbio sube la prima de riesgo país. La honestidad es negocio. Y el que haga trampa debe temer tanto al juez como al escrutinio público. 

La carrera entre la picardía y la maraña de permisos amenaza con dejar al país paralizado. Cada formulario innecesario espanta la inversión seria; cada abuso impune espanta la confianza ciudadana. Debemos decidir entre si seguir festejando al que se salta la fila y financiar más ventanillas, o construir un ecosistema donde ser “vivo” signifique resolver problemas sin pasar por encima de la ley. Quizá entonces descubramos que la picardía bien domesticada es el antídoto definitivo contra la maraña burocrática. 

Menos trampas, menos trabas; más confianza, más velocidad. Al final, no hay acto de inteligencia más rentable que hacer las cosas bien… y a la primera.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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