
Que las instituciones funcionen… siempre que no me cuestionen
Chile necesita que las instituciones no solo funcionen, sino que se respeten entre sí. Y cuando una decisión institucional tan sólida es simplemente pasada por alto por quienes más deberían protegerla, lo que queda es solo el eco de una frase vacía.
En Chile, desde el Gobierno de Ricardo Lagos, se ha repetido con orgullo una frase que buscaba instalar certeza en medio del ruido: “Las instituciones funcionan”. Aquella sentencia –convertida en un mantra– ha sido esgrimida cada vez que una crisis sacude al país, como un argumento de cierre frente a los cuestionamientos. Se ha presentado como evidencia de que Chile es distinto, predecible, serio, confiable.
Sin embargo, desde hace más de una década, esa afirmación convive con una realidad incómoda: una crisis estructural de credibilidad en las instituciones, que ya no se limita al Estado o a sus órganos, sino que alcanza también a la Iglesia, las grandes empresas y buena parte del sistema político.
En este contexto, la decisión de la Cámara de Diputados de aprobar por mayoría aplastante –96 votos a favor y solo 2 en contra– el informe que cuestiona el acuerdo entre SQM y Codelco, no es un hecho menor. Se trata de una señal política robusta, transversal, institucionalmente impecable, y con fundamentos claros: el acuerdo habría generado un perjuicio fiscal estimado en más de 6.700 millones de dólares, se firmó sin licitación pública, bajo condiciones de opacidad, con criterios políticos y no técnicos, y consolidando el poder de veto de un actor privado, símbolo de la captura del Estado, hasta el año 2060.
Más allá del contenido del acuerdo, lo que debe ser analizado con especial atención es la respuesta del Gobierno, de Codelco y de Corfo, los tres actores públicos clave detrás de esta fórmula. Lejos de acoger la resolución del Congreso, al menos como una señal para revisar o corregir lo obrado, han optado por una actitud que va desde la desatención, pasa por el desdén y termina en el desprecio abierto hacia la deliberación legislativa.
Es llamativo –y preocupante– que el mismo Ejecutivo que a diario proclama la necesidad de respetar las instituciones como piedra angular de nuestra democracia, ignore o rechace sin matices una decisión adoptada por la Cámara de Diputados en pleno uso de sus atribuciones constitucionales. Peor aún cuando el propio Gobierno ha definido este acuerdo como el mayor convenio público-privado en la historia del país. ¿Cómo es posible que, en un tema de tal envergadura, el Ejecutivo ni siquiera se detenga a escuchar la crítica del Congreso?
El respeto a las instituciones es una obligación de todos, pero parte por casa. Si el Gobierno considera que la credibilidad institucional es vital para sostener la democracia y la estabilidad, debe predicar con el ejemplo. La Cámara no bloqueó, no desinformó, no ideologizó: hizo exactamente lo que debe hacer una institución democrática en una república: deliberar, fiscalizar y decidir. Ignorar esa señal es no solo un error político, sino también un daño profundo a la coherencia democrática.
Chile necesita que las instituciones no solo funcionen, sino que se respeten entre sí. Y cuando una decisión institucional tan sólida es simplemente pasada por alto por quienes más deberían protegerla, lo que queda es solo el eco de una frase vacía.
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