Opinión
La política del estar en contra
La política del estar en contra genera un ciclo peligroso y difícil de romper, pues al mostrarse efectiva electoralmente, produce incentivos para que más actores la adopten. ¿Hay alguna forma de romper este círculo vicioso?
A pocos días de las elecciones presidenciales chilenas de 2025, hay todavía pocas cosas claras. Lo que sí lo está, es que las candidaturas de oposición le ofrecen al país algo muy distinto a lo que ha hecho el actual gobierno, aunque sin especificar qué -solo que será todo lo contrario a lo que estamos viviendo. La candidata del oficialismo, en tanto, parece estar gastando más energía en marcar diferencias con ese mismo gobierno que en defender su labor durante este, enfatizando que su “estilo” es otro, aunque nuevamente, no sea muy claro cuál. Uno pensaría que, asediado por todos lados, el gobierno estaría dedicado a defender su legado y el proyecto de país que propuso en ese ya lejano 2021, pero no: ha optado más bien por lanzarse contra las medidas del candidato de Derecha que lidera las encuestas, como si se estuviera preparando ya para ocupar la posición de opositores durante los próximos cuatro años. Son las elecciones del estar en contra, donde no sabemos muy bien qué defiende cada quién, pero sí lo que cuestiona.
Esto no siempre fue así. Hasta no hace mucho tiempo, ser gobierno era una ventaja en una elección como esta: más visibilidad, más capacidad territorial, incluso más recursos destinados a que la gente identificara al candidato propio con obras recién inauguradas o beneficios convenientemente entregados. Hoy, nada de eso basta: ser incumbente se ha convertido en una pesada carga. Es cosa de mirar un poco más allá de nuestras fronteras: salvo excepciones como Paraguay y México, la gran mayoría de las elecciones presidenciales latinoamericanas de los últimos años han sido ganadas por un opositor al gobierno de turno. En Chile, si bien desde Ricardo Lagos ningún presidente le entrega la banda presidencial a un sucesor de su propia alianza, el problema se ha intensificado en los últimos años. Los dos plebiscitos que dieron término a procesos constituyentes en 2022 y 2023 fueron claro ejemplo de ello: las opciones vencedoras fueron no las que presentaron un proyecto de país concreto, sino que se oponían a aquel que se estaba proponiendo. La victoria no la trajo plantear un horizonte hacia el cual encaminarnos, sino exponer los “males” que la opción contraria suponía.
La política de estar en contra puede permitir ganar elecciones, eso lo sabemos. El problema son las consecuencias negativas que esta lógica conlleva y de las cuales no se libra ni el bando vencedor. Porque aunque el presidente de la República se escoja con la mayoría absoluta de los votos, ello no significa que cuente con ese mismo nivel de apoyo: cuando un porcentaje cada vez mayor no vota realmente “por ti” sino que “contra el otro”, es posible no ya terminar, sino que prácticamente comenzar gobernando con una mayoría que te desaprueba. A esto hay que sumarle lo fácil que es atizar el enojo y la frustración ciudadana, pero cuán difícil es gestionarlo una vez en el poder. Esto último es perjudicial no solo para el nuevo incumbente -que ahora, en el poder, se convierte en otro blanco contra el cual estar en contra- sino que para la sociedad en su conjunto: el enojo y la frustración, al no encontrar respuestas sino solo una misma dinámica que se repite, crecen sin parar. Así, aumenta la desconfianza de la ciudadanía en el sistema democrático y sus instituciones, extendiéndose la polarización, la desafección y el deterioro creciente de nuestra cohesión social.
La política del estar en contra genera un ciclo peligroso y difícil de romper, pues al mostrarse efectiva electoralmente, produce incentivos para que más actores la adopten. ¿Hay alguna forma de romper este círculo vicioso? La única posible es contar con liderazgos políticos dispuestos a reemplazar el cálculo cortoplacista electoral por una mirada de futuro. Pero para que ello ocurra, necesitamos primero una ciudadanía comprometida con la democracia y que, por medio de su voto, premie este tipo de apuestas políticas y castigue a quienes sigan promoviendo la política de estar en contra, incluso cuando los primeros estén en la vereda de enfrente y, los segundos, en la propia. No es un cambio que se alcanzará de la noche a la mañana ni que se vaya a concretar con nuestro sufragio de este domingo, pero este sí puede ser un primer paso. De lo contrario, no nos sorprendamos cuando, en cuatro años más, nos encontremos nuevamente con demasiadas candidaturas que articulan muy bien lo que rechazan, pero no logran explicar qué país quieren construir.
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