Opinión
Universitarios y tranquilizantes: el síntoma de algo más profundo
Los tranquilizantes sin receta son un síntoma. El desafío es ir al origen, no solo al alivio rápido ni a la urgente necesidad de controlar mejor su venta y tráfico.
El reciente estudio del Senda reveló un dato preocupante: el uso de tranquilizantes sin receta médica entre estudiantes universitarios aumentó a 5,7% en 2025, superando el 4,5% registrado en 2021. Visto como porcentaje, parece algo anecdótico, pero si extrapolamos estos resultados se trata de aproximadamente de 80 mil personas. Este incremento ocurre en un contexto donde, paradójicamente, el consumo de alcohol, marihuana y drogas sintéticas disminuyó. Algo está ocurriendo. Y dada su magnitud, no parece razonable abordarlo como una anomalía menor o una tendencia marginal.
La tentación sería atribuir este aumento únicamente a la presión académica. Sin embargo, culpar a la universidad de forma exclusiva es una explicación simplista para un fenómeno multifactorial. La salud mental no se organiza en torno a una sola causa; es siempre la convergencia de elementos biológicos, sociales, psicológicos y culturales.
Desde la neurociencia sabemos que los ansiolíticos y tranquilizantes actúan modulando neurotransmisores. En cuadros clínicos bien diagnosticados, y bajo supervisión profesional, son herramientas que pueden jugar un rol clave en algunos tratamientos. Pero fuera de ese marco –como ocurre cuando se consumen sin receta–, pueden generar tolerancia, dependencia y alteraciones en la memoria, el sueño y la regulación emocional. A veces, el remedio se transforma en la enfermedad.
Por eso, el uso de medicamentos siempre debe estar supervisado por especialistas. Automedicarse es pan para hoy, pero hambre para mañana: puede ofrecer un alivio momentáneo, pero suele agravar aquello que pretendía resolver.
La automedicación con tranquilizantes por parte de miles de jóvenes revela algo más profundo: estilos de vida acelerados, presión por el rendimiento y déficit de espacios reales para detenerse. De fondo, una cultura que nos enseña a “funcionar en modo automático”.
Las escuelas y universidades tenemos la responsabilidad de promover ambientes donde el bienestar sea un sello identitario. Eso implica educar en hábitos básicos –pero fundamentales– de salud mental: sueño, alimentación, actividad física, descanso digital.
Implica también fomentar vínculos, porque la evidencia muestra que las relaciones significativas son uno de los principales factores protectores. Un estudiante con redes y sentido de pertenencia tendrá siempre más herramientas para afrontar el estrés que uno aislado. Destaca, entonces, el sentido de comunidad, siendo la comunidad universitaria una oportunidad de recurso protector y no de riesgo.
No se trata de desconocer que existen problemas reales, ni de romantizar la vida universitaria. Tampoco de negar la urgencia de fortalecer los servicios de salud mental. Se trata de entender que ninguna intervención será suficiente si no promovemos, al mismo tiempo, culturas de bienestar y acompañamiento.
Los tranquilizantes sin receta son un síntoma. El desafío es ir al origen, no solo al alivio rápido ni a la urgente necesidad de controlar mejor su venta y tráfico. Y recordar que, en un mundo que avanza a toda velocidad, detenerse también es una forma de seguir adelante.
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