Opinión
La paradoja de la democracia chilena: el vínculo entre las elecciones y la esperanza
La estabilidad democrática depende también de la capacidad del sistema político para interpretar y modular estos climas emocionales.
Durante muchos años, las encuestas han evidenciado el profundo descrédito de la actividad política institucional entre la ciudadanía en Chile. Instituciones como los partidos políticos y la Cámara de Diputados tienden de manera sistemática a generar niveles significativamente mayores de rechazo y desconfianza que de aprobación. Esta situación se ha mantenido con tal persistencia en los últimos 10 o 15 años que parece constituir una característica estructural de nuestro sistema político, más que una fluctuación coyuntural.
Por otra parte, la última encuesta Activa-Pulso Ciudadano (Publicación n.º 113, noviembre de 2025) muestra que el pesimismo respecto del rumbo del país y de la situación económica parecería estar disminuyendo. Esto se observa con especial claridad en la evaluación de la “marcha del país”, donde, por primera vez desde inicios de 2022, el porcentaje de personas que considera que Chile avanza en la dirección correcta supera a quienes piensan que lo hace en la dirección equivocada. La abrupta variación que refleja la figura siguiente sugiere que, al menos parcialmente, este cambio podría estar asociado a la ocurrencia de la primera vuelta electoral.
Al mismo tiempo, la encuesta previamente citada aporta evidencia de que esta mejora en las expectativas incide más en la proyección hacia el futuro que en la evaluación de la situación presente. En este sentido, la figura n.º 2 confirma el aumento del optimismo respecto del porvenir y permite precisar que dicha tendencia emergente habría comenzado en las últimas tres o cuatro mediciones, es decir, aproximadamente desde septiembre de 2025.
Finalmente, la figura n.º 3 confirma esta interpretación, al mostrar el correlato de estas expectativas positivas sobre el futuro a nivel individual. Además, permite retrotraer el inicio de esta nueva tendencia a algunos meses antes, situándola aproximadamente entre mayo y junio de 2025.
Lo anterior sugiere que no es propiamente el resultado electoral lo que estaría asociado a esta ola de optimismo, sino más bien la mera proximidad del evento electoral. Ello nos lleva a formular una pregunta más amplia: ¿puede la política institucional –pese a su profundo descrédito– generar optimismo simplemente a través de la realización de elecciones? En otras palabras, ¿es posible la paradoja de un sistema político desacreditado que, aun así, logra despertar ilusiones y esperanzas respecto del futuro?
Para aportar evidencia que permita abordar esta pregunta, recurrimos a la figura n.º 4, construida a partir de un Índice de Confianza en la Economía elaborado por el Banco Central de Chile sobre la base de diversas preguntas provenientes de encuestas encargadas mensualmente por dicha institución. Para facilitar el análisis, las puntuaciones fueron invertidas, de modo que puntuaciones mayores representen niveles más altos de Desconfianza en la Economía.
La figura muestra tanto la fluctuación periódica de la desconfianza pública como su coincidencia temporal con distintos eventos electorales. En ella se han incorporado líneas verticales segmentadas que señalan los meses en que se realizaron las primeras vueltas presidenciales y parlamentarias desde 2002, permitiendo observar posibles patrones de sincronización entre las percepciones subjetivas respecto de la economía y los momentos de competencia electoral.
Nota: las líneas segmentadas verticales marcan el mes de realización de elecciones presidenciales y parlamentarias.
La figura n.º 4 no solo evidencia el aumento sostenido de la desconfianza en la economía desde 2017, sino que también revela un patrón cíclico de confianza y desconfianza que coincide, de manera bastante aproximada, con las fechas de las elecciones presidenciales y parlamentarias.
A partir de estos datos pueden extraerse dos conclusiones: a) pese al descrédito estructural que afecta a la política institucional en Chile, esta aún conserva la capacidad de generar expectativas positivas en torno a sus principales contiendas electorales, lo que constituye una buena noticia para la vitalidad de nuestra democracia; b) sin embargo, desde 2017 este efecto “esperanzador” se manifiesta sobre un nivel promedio de desconfianza significativamente más alto que en periodos previos, de modo que incluso los repuntes en confianza asociados a las elecciones no logran situar el índice de desconfianza por debajo de los 60 puntos, umbral que antes solo se alcanzaba en momentos económicamente adversos.
En otras palabras, el componente “esperanzador” de los ciclos electorales democráticos no parece haberse extinguido ni debilitado; más bien, opera en un entorno estructuralmente más crítico, donde la satisfacción ciudadana, incluso en los momentos de mayor optimismo relativo, continúa anclada en cifras negativas. Es decir, en los últimos tiempos las elecciones reavivan la ilusión, pero sobre una base subjetiva más frágil.
¿Qué podemos aprender de todo esto? En primer lugar, respecto de la sociedad, resulta revelador constatar que, más allá de las tensiones y conflictos que se intensifican en cada ciclo electoral, estos últimos siguen cumpliendo una función emocional indispensable: ordenan expectativas y reactivan la esperanza.
En un país donde la desconfianza hacia la política institucional parece haberse vuelto estructural, es sorprendente y significativo que la ciudadanía continúe mirando las elecciones como oportunidades de renovación. La persistencia de la esperanza, incluso en medio del descrédito, sugiere que la democracia mantiene una reserva simbólica más profunda de lo que a veces creemos.
En cuanto al sistema político, ignorar estas oscilaciones emocionales implica renunciar a comprender cómo se sostiene la gobernabilidad y por qué ciertos momentos logran recomponer, aunque sea fugazmente, el vínculo entre ciudadanía e instituciones. La estabilidad democrática depende también de la capacidad del sistema político para interpretar y modular estos climas emocionales.
Para la clase política, este fenómeno plantea un desafío evidente: no basta con despertar expectativas. Una mala gestión poselectoral puede dilapidar rápidamente el repunte de optimismo y profundizar la desafección, debilitando hasta el punto de amenazar con disolver la propia relación entre elecciones y esperanza. ¿Qué ocurriría entonces con nuestra democracia? ¿Qué tipo de vacío emocional y político se abriría si las elecciones dejaran de ser capaces de generar ilusión?
Pero también aquí aparece una oportunidad. Cada repunte de optimismo constituye una ventana para reconstruir legitimidad, impulsar cambios y revitalizar la confianza ciudadana. Aprovechar estos momentos podría contribuir a recomponer la relación entre sociedad y sistema político. Si la democracia chilena aún es capaz de despertar esperanza, incluso en tiempos de desconfianza, la pregunta no es si ese capital simbólico existe, sino qué se hace con él antes de que vuelva a desvanecerse.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.