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Ocasos paralelos: Bashar al-Ásad y Nicolás Maduro
Nada derribó a Bashar al-Ásad, sino la corrosión interna, sumada a la acción decisiva de un grupo parapetado en Idlib, que, con el respaldo de Turquía y Qatar, aprovechó los efectos combinados de una Rusia atendiendo su prolongada guerra con Ucrania y un Teherán enfrascado en su pugna con Israel.
Con el foco mundial puesto en el Caribe, la crisis palestina y la guerra en Ucrania, casi pasó desapercibido el primer año del fin del que parecía un incombustible gobierno de Bashar al-Ásad, derrocado el 8 de diciembre de 2024 por la operación relámpago del grupo Hayat Tahrir al-Sham (HTS, Organización para la Liberación del Levante) –vinculado en su origen a el Estado Islámico y más tarde al Qaeda- que en dos semanas pasó de controlar Idlib a conquistar Damasco, y que hoy gobierna Siria o, al menos, parte de la misma.
La acción concluyó el gobierno de los Asad, encumbrados al poder en 1971 cuando Háfez al-Ásad ocupó el cargo de presidente de la República Árabe Siria, hasta su deceso en 2000. El militar y político había participado del golpe de Estado de 1963 que instituyó al poder al Partido Baaz Árabe Socialista en el país. Después de su muerte lo reemplazó su hijo, el médico y también militar Bashar al-Ásad, al frente de lo que había pasado a ser una dictadura personalista.
Son varios los paralelos que se han trazado entre dicha trayectoria y la dictadura de Maduro, implantada sobre la continuación de la experiencia chavista. Podría incluso recurrir de las analogías que cultivara el historiador griego Plutarco, quien escribió célebres biografías comparadas entre el 96 y el 117 d. C, conocidas como “vidas paralelas”. Su colección de escritos contraponía figuras de Roma y Grecia con pasajes iniciales, en los que justificaba la elección de los duetos, más una sección final en que establecía las diferencias de los liderazgos presentados. Se podría hacer dicho ejercicio con ambos regímenes.
Ambos corresponden a una segunda generación degradada, a la manera de Polibio, en la que todo régimen político tiende a degenerarse; es decir, se trata de un nuevo orden que hace gala de contar con mayoría o incluir a más ciudadanos, y que más tarde deriva en oclocracia. La carencia de carisma en la sucesión de Háfez al-Ásad (2000) y Chávez (2013) implicó un aumento del ventajismo electoral y, sobre todo, la intensificación de la represión como mecanismo de control político.
Esta dupla de gobiernos enfrentó graves sanciones por parte de potencias occidentales. En el caso sirio desde 2003, cuando entró en vigencia la Ley de Responsabilidad y Recuperación de la Soberanía Libanesa con que Estados Unidos impugnó a Damasco por la ocupación del Líbano, además de acusarle de terrorismo y desarrollo de destrucción masiva, imponiendo severas restricciones y embargos a individuos y entidades asociadas al gobierno de Damasco.
Estas sanciones adquirieron renovado brío con el estallido árabe de 2011. Estados Unidos y la Unión Europea incrementaron las penalizaciones, congelando activos, limitando intercambios financieros y bloqueando la comercialización del petróleo. Finalmente, la Ley César de Protección de Civiles Sirios de Estados Unidos, en 2020, erigió un sistema de medidas secundarias contra todo Estado, empresa o individuo que cooperara con el gobierno sirio en sectores críticos (energía, seguridad y defensa).
En el caso de Venezuela, las sanciones fueron impuestas por Washington desde 2014 (secundadas por los organismos comunitarios de Bruselas), con un carácter selectivo y concentrándose inicialmente en castigar a funcionarios de la Revolución Bolivariana previamente acusados de participar en violaciones de derechos humanos, narcotráfico o corrupción. Desde 2018, mediante ordenes ejecutivas, el primer gobierno de Trump sumó a empresas y activos del Estado venezolano, ampliando la lista original de entidades y prohibiendo la compra de deuda, transacciones financieras, así como las operaciones en moneda digital.
En ambas trayectorias, las sanciones empujaron al régimen penalizado a consolidar vínculos previos con nuevos aliados, para hacerlos funcionales y orgánicos a su sobrevivencia. Ambos liderazgos implementaron una política exterior de alianzas políticas con estados iliberales con el objeto de confrontar la influencia de Estados Unidos, en la red de regímenes que Anne Applebaum denominó “Autocracias Inc.” (S.A. en español), constituyendo eslabones sensiblemente más débiles de las frente a Estados con liderazgo regional (Rusia e Irán).
La precoz presencia de la inteligencia cubana en Venezuela fue complementada con la llegada de instructores y equipamiento rusos y la adquisición de radares chinos en reemplazo de los sistemas estadounidenses. Y a partir de 2025 la relación ruso-venezolana se reforzó mediante la entrada en vigencia del Acuerdo de Asociación Estratégica y Cooperación entre ambos Estados, profundizando en las esferas política y económica, incluyendo energía, minería, transporte y comunicaciones, así como la seguridad.
Siria también cultivó una temprana relación con Moscú desde época de la Guerra Fría, cuando Háfez al-Ásad cedió en Tartús el puerto para que la Unión Soviética desplegara la base de su Quinta Escuadra del Mediterráneo. En 1991 la Federación rusa heredó dichas instalaciones, que fueron ampliadas en 2017, cuando un acuerdo de arrendamiento otorgó su uso gratuito y soberano por 49 años adicionales. Era el don de reciprocidad por la participación de Moscú en la Guerra Civil a favor de Bashar al-Ásad, en la que también colaboraron el arco chií formado por Teherán y Hezbollah cuyo involucramiento databa desde febrero de 2012.
Lo anterior confirmó que la eficacia de las sanciones unilaterales presenta una “curva de rendimientos decrecientes”, cuyo éxito final oscilan entre un tercio y menos de una cuarta parte. Aunque son medidas coercitivas alternativa al uso de la fuerza, parecen más eficaces si son complementadas por procesos de negociación comprometida, cuestión que se puede dudar en el caso del gobierno de Maduro con cinco iniciativas de gestión multilateral del conflicto con facilitación externa, que tampoco dieron resultado. En cualquier caso, una extensión temporal indefinida de las sanciones abre la puerta a efectos contrarios a los esperados.
La diferencia más palpable del emparejamiento Asad-Maduro es que mientras una experiencia fue derribada, la otra subsiste. En el primer caso, el régimen de los Asad resistió a las movilizaciones de la “primavera árabe” desde el 15 de marzo 2011, así como la denuncia y presión de las dos principales plataformas opositoras en el exterior (el Consejo Nacional Sirio y la Coalición Nacional de las Fuerzas de la Revolución y la Oposición Siria), la lucha inter-sectaria asistida por valedores regionales (Arabia Saudí, Irán, Qatar, Emiratos Árabes Unidos y Turquía), las referidas sanciones unilaterales implementadas por Occidente, y la intervención de dos coaliciones internacionales contra el Estado Islámico: una respaldando a los opositores árabes sunníes y kurdos a Damasco, desde septiembre de 2014 (liderada por Estados Unidos con Reino Unido, Francia, Jordania, Turquía, Canadá, Australia entre otros) y otra, liderada por Rusia, protegiendo a Bashar al-Ásad, a partir de septiembre de 2015.
Nada derribó a Bashar al-Ásad, sino la corrosión interna, sumada a la acción decisiva de un grupo parapetado en Idlib, que, con el respaldo de Turquía y Qatar, aprovechó los efectos combinados de una Rusia atendiendo su prolongada guerra con Ucrania y un Teherán enfrascado en su pugna con Israel, para reemplazar a un régimen putrefacto.
Aún así, este último diciembre demostró que, aunque el nuevo líder sirio Ahmed al Shara prometió concluir 13 años de lucha inter-sectaria mediante una transición signada por la moderación inclusiva de distintas facciones étnico-religiosas, ISIS aún sigue golpeando por medio de células subrepticias en Palmira o Homs.
La estabilización siria plena parece todavía distante, aunque algo menos que en otros territorios vecinos, víctimas de la invasión externa. Con ello solo se agitó el avispero, comprometiendo gravemente la gobernabilidad futura de todo proyecto nacional. En definitiva, confirma que lejos de remecer la copa del árbol, la fruta no cae, sino cuando está madura.
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