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La eterna búsqueda de Juan Vergara

Alejandra Carmona López
Por : Alejandra Carmona López Co-autora del libro “El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca”. Docente de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile
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José desapareció desde su casa, en el barrio La Tortuga de Alto Hospicio, en septiembre de 2015, en pleno Gobierno de Michelle Bachelet. Desde entonces, armados de palas, sus familiares no han dejado de hurgar en la pampa. Mueven basura, escombros y entran a piques olvidados. Por estos días reciben la ayuda de más manos que se han sumado en búsquedas ciudadanas. Así, su padre, excava el desierto, para dar con alguna pista de este joven desaparecido sin dejar rastro.


En medio del desierto, Juan Vergara está de pie frente a un pique olvidado, un hoyo de dos metros de diámetro en una zona llamada Huantajaya, a 15 kilómetros de Iquique, que tiene una profundidad insospechada y parece un basural, con pelotas plásticas, diarios, revistas viejas, cajas vacías de productos para el pelo y tierra. Mucha tierra, porque todo el tiempo el viento pampino levanta arenilla que golpea la cara y que todos los habitantes del norte llaman chusca.

–A veces la chusca se mete hasta en la boca.

Juan Vergara habla mientras sonríe bajo el agobiante sol pampino.  Su rostro color mate tiene surcos tan marcados que podrían leerse como anillos en el tronco de un árbol. El viento no solo levanta tierra, también hace flamear la chapa metálica que se colgó en su polerón gris y que lleva impreso el rostro en blanco y negro de su hijo, José.

Tiene solo una pala y quiere asegurarse de que ha revisado cada montículo, cada faena deshabitada, cada rincón del desierto donde pueda estar el cuerpo de su hijo. En las afueras de Alto Hospicio hay más de 600 piques mineros y socavones que se construyeron –en la mayoría de los casos– en el auge de la explotación de la plata, hace dos siglos, pero muchos quedaron tirados a su suerte, como vertederos desolados en los que se acumula la basura que arrastra el viento desde la Zona Franca o con la  chatarra y escombros que vehículos, cada día, llegan a botar.

Es 22 de octubre y Juan Vergara participa, junto a una decena de colaboradores, en una de las cuatro búsquedas ciudadanas para intentar encontrar el cuerpo de José. Las últimas serán el 17 de noviembre y el próximo 1 de diciembre.

–Yo he visto cómo lo buscan, mueven por encimita nomás, no se meten así en profundidad, no buscan igual que uno –asegura Juan, que dice que nadie rastrilla con la misma intensidad que él, que a los 67 años excava sin parar el desierto por si el cuerpo de su hijo se encuentra ahí.

–¡Yo muevo todo! Y no solo acá. Si veo a alguien que duerme en la calle lo muevo también, porque siempre tengo el sueño que se da vuelta y es José. Pero nunca es él. Nunca.

En esos piques del desierto se acumula la basura que arrastra el viento y que proviene de la Zona Franca o de los vehículos que llegan a lanzar chatarra y escombros cada día.

Un dos corto

Juan dejó de ver a José el 13 de septiembre de 2015, cuando un carro de Carabineros se lo llevó. Ese día, Jacqueline Soto, pareja de Juan, llamó a la policía para que los ayudaran a controlar un ataque de esquizofrenia que tenía el joven de 22 años. Era habitual que acudieran a ellos cuando no podían con las alucinaciones de José y por eso, cerca de las 8:30 de aquella mañana brumosa, cuando se lo llevaron esposado, su familia jamás pensó que no volverían a saber de él.

Jacqueline vio que esposaron a José dentro de la casa, que en medio del forcejeo le pegaron un palmetazo, según declaró el 1 de octubre ante la justicia, instancia en la que dio luces de las primeras contradicciones del caso, aunque en ese momento no lo sabía: «Pasaron alrededor de dos días y fui con mi pareja a preguntar por José a la comisaría, porque no llegaba a la casa. Allá me dijeron que no había sistema ni registros de su ingreso como detenido. Al día siguiente fue solo mi pareja a preguntar por él sin tener tampoco respuestas positivas».

Después de eso, la pareja de Juan lo acompañaría a urgar donde pudieran encontrar alguna pista: el Servicio Médico Legal, la posta y hospitales. Pero nada.

El 3 de octubre de 2015, entregó su testimonio Manuel Jesús Carvajal, un carabinero de 21 años de la Tercera Comisaría de Alto Hospicio, que llegó hasta la casa de José, en La Tortuga, ese 13 de septiembre. “Al interior del domicilio de la denunciante habían objetos botados en el suelo y un charco de agua en la cocina, pero el denunciado, es decir, su hijo, no estaba en el lugar, ya que este apareció de repente por la pared de la cocina”, contó Carvajal, quien prosiguió su relato: “El hijo era alto, tenía aspecto de estar drogado, pero en ese momento no sabíamos que era esquizofrénico, además, tenía pelo largo, barba de dos días, era flaco, pero no recuerdo cómo andaba vestido”.

Sin embargo, también dijo que durante ese procedimiento todos mintieron sobre los detalles de la detención. El cabo primero, Carlos Valencia, había dado una orden y ellos la habían cumplido. Al menos eso narró Carvajal: «Una vez en que todos estábamos en la patrulla, salimos del pasaje como a las 08:30 y mi cabo Valencia dio un comunicado a la Central Cenco señalando que cuando llegamos al lugar se entrevistó con la denunciante, que habían indicios de desórdenes y daños, pero que el denunciante ya no se encontraba en el domicilio. Yo le manifesté a mi cabo que íbamos a tener problemas por el procedimiento que estábamos adoptando, pero él me dijo que no me preocupara, que esto siempre se hacía en Alto Hospicio».

No es la primera vez que en Alto Hospicio se escucha hablar de las aprehensiones ilegales, sobre todo del “un dos corto”, una especie de detención flash que –según relatan– no respeta ningún conducto regular y que termina con los detenidos dejados en cualquier lugar del desierto.

Según el testimonio de Carvajal, tras el comunicado el cabo Valencia dio la orden al conductor de la patrulla para que enfilaran hacia el sector de la cárcel de Alto Hospicio, pero también dio la orden de escribir en la hoja de ruta lo mismo que había dicho por radio a Cenco.

Cerca de las 8:40 de ese 13 de septiembre, a 400 metros de la cárcel, hicieron que José se bajara.

«Te vamos a dejar aquí para que reflexiones», aseguró Carvajal que le dijo Valencia. José, desorientado y con las manos en los bolsillos, habría comenzado a caminar hacia el nororiente. Esa mañana la camanchaca inundaba la pampa.

En varias zonas de Iquique y en El Barrio La Tortuga, de Alto Hospicio, puede leerse en las murallas: «¿Dónde está José Vergara?».

Palas en el desierto

A pesar de estos testimonios y de otros relatos que aseguran haber visto a José con vida, Juan no cree nada. Está seguro que su hijo debe estar en algún lugar de la pampa, lleno de tierra, sal y un enorme manto de silencio que ha hecho imposible hallarlo.

Siempre pensó que era el más frágil de los tres hijos que tuvo y crió solo desde que eran pequeños, tras separarse de su esposa.

José es el único que nació por cesárea, el 1 de mayo de 1993. «Estuvo como 15 días con líquido amniótico en la cabeza, pero nadie nos explicó nada, solo una enfermera que nos dijo que quedaría con secuelas, pero yo me demoré años en saber qué significaba la palabra secuelas», cuenta Juan, atribuyéndole al día del parto las alucinaciones y la esquizofrenia que, al momento de su detención, José no se estaba tratando con medicamentos.

Juan Vergara dice que a fines de septiembre el Tribunal Oral en lo Penal de Iquique les dio la espalda: los integrantes del cuadrante N°7 de la Tercera Comisaría de Alto Hospicio, Carlos Valencia (cabo 1°), Ángelo Muñoz (cabo 2°), Abraham Caro (carabinero) y Manuel Carvajal (carabinero) que llegaron a detener a José, fueron sentenciados a cuatro años de presidio con libertad vigilada.

Juan no confía en la justicia, pero esta mañana está agradecido, porque un grupo de entusiastas bomberos de la Compañía de Alto Hospicio ha hecho suya la búsqueda de su hijo. Acá, donde podría haber grandes equipos de rescate, perros y carabineros ayudando a rastrear, hay solo 15 personas armadas de palas. Los bomberos son ocho y muchos llevan vidas modestas. Se separan por 10 metros de distancia, rastrean como sabuesos, hurgan contra el viento y contra sus propias limitaciones.

Fabiola Webar es la primera mujer que maneja un carro bomba especialmente diseñado para rescate. Su papá fue bombero y rescatista en el terremoto de Valdivia en 1960 y dice que no lo dudó cuando la invitaron a participar en la búsqueda de José. Con ella está Carlos Soto, uno de los más entusiastas buscadores de esa mañana, que fuma un “Change” tras otro –unos cigarrillos bolivianos alargados que parecen infinitos– y que está empecinado en destapar un pique de basura para poder llegar a la verdad. Sus compañeros le hacen bromas por su mal genio, pero “Sotito” parece no escuchar o, más bien, no escucha, porque desde el año 2002 usa audífonos en ambos oídos.

-Esta es su vida –narra otra rescatista–. Incluso ella también cuenta que su compañero duerme al lado de un cajón que le quedó de recuerdo de un antiguo trabajo en una funeraria. “De vez en cuando se acuesta dentro de él por si lo pilla la muerte y así no le da trabajo a nadie. Es que Sotito tiene mal genio, pero es buena persona», cuenta mientras se escucha un grito que proviene desde arriba de los cerros.

Esta mañana Juan está agradecido, porque un grupo de entusiastas bomberos de la Compañía de Alto Hospicio ha hecho suyo también el rescate. Acá donde podría haber grandes equipos de rescate, perros y carabineros ayudando a rastrear, hay solo 15 personas armadas de palas.

–¡Acá hay un pique! –dice otro de los rescatistas.

–Pero ya buscamos ahí, no hay nada –se desilusiona rápidamente Juan Vergara.

Aunque nadie podría identificar ese montículo de tierra en medio del desierto, él sabe a la perfección de qué área se trata. Parece que conociera la pampa como su propia mano.

Juan Vergara ni siquiera toma agua mientras usa la pala. El centro de su vida es la angustia que vive diariamente. Lo peor es que no confía en nadie más que en él mismo para seguir adelante. “Es que la policía busca para no encontrar”, se queja.

 

Sus ojos son dos rocas húmedas, a pesar de que el sol podría deshidratar hasta las piedras. Pero a Juan no lo mueve nada. Ni a él ni a su pala. El viento hace flamear sus mechones de pelo blanco, y la chapita de metal con el rostro de su hijo golpea incesantemente contra su pecho.

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