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Lumbre, la tercera novela de Hernán Ronsino Reseña literaria

Lumbre, la tercera novela de Hernán Ronsino

Lo que más llama la atención de Lumbre ( Editorial Eterna Cadencia) es su propuesta consciente del lenguaje como memoria, de toda vida como fragmento, de la imposibilidad de retratar fielmente una realidad “original”. Esta novela es un asedio constante a la sonoridad poética, un larismo narrativo que es propuesta literaria sólida y decisiva.


Pintura: Esquina de Chivilcoy de Rubén Baima

Pintura: Esquina de Chivilcoy de Rubén Baima

Hernán Ronsino ya había fundado el lugar de su narrativa –Chivilcoy, un pueblo de la provincia argentina– en sus dos novelas anteriores: La descomposición (2007) y Glaxo (2009). En esta tercera entrega, Lumbre, el autor vuelve a este pueblo y lo habita con personajes ya conocidos: Bicho Souza y su hijo Federico, Pajarito Lernú, los Kieffer, el flaco Vannerman, entre otros. Ellos son los mismos que recorren los desolados –o íntimos– caminos que cruzan y expanden la historia colectiva. Algunas anécdotas, sus aristas o reminiscencias, aparecen referidas en las tres novelas en boca de distintos personajes, unos más fugaces que otros. No por eso la épica pueblerina se hace repetitiva en estas novelas, ya que en un despliegue de juegos de estructura el autor configura el universo particular de cada una, su combinatoria exclusiva. El punto de partida y término en Lumbre, está dado por el regreso de Federico Souza a su pueblo, mientras que el cuerpo central son los tres días que permanece ahí, reencontrando a gente del pasado, y hablando con su padre o sus amigos sobre lo que ha sucedido: Pajarito Lernú, amigo de su padre y compañero de aventuras, ha muerto, y es necesario reconocer sus restos en la morgue. La sorpresa para Federico es que ese hombre, aquejado por la pobreza y la locura, le ha dejado algo en herencia: una vaca. lumbreokPero esa vaca herida y robada es apenas la tapadera de otro regalo mucho más importante: un conjunto de cuadernos que el difunto escritor del pueblo –en La descomposición Lernú había publicado un libro sobre Kafka– ha repartido en distintos lugares, trazando así, en palabras de Federico, “la figura de un trébol imperfecto”. Al mismo tiempo, incrustadas en el relato de la travesía de Federico y la muerte de Lernú, otras historias se filtran entre las páginas de Lumbre: la historia de Hélène, ex novia fotógrafa obsesionada con el pueblo de su infancia, los árboles o su ausencia; la de Areco, el pequeño nadador que se desplaza de una pobreza a otra; la de la Renga, profesora del pueblo; la de Carlos Ortiz, mítico poeta asesinado y permanente objeto de estudio, entre tantas otras, que enriquecen.

 Lo que más llama la atención de esta nueva novela de Ronsino es que aquí, más que en ninguna otra, el autor entrega pistas sobre su obsesión literaria: no se trata solamente de un escritor que elige el campo como lugar, ni los personajes que lo habitan como un minúsculo olimpo en el que se resumen tales o cuales virtudes y defectos humanos, sino de una propuesta consciente del lenguaje como memoria, de toda vida como fragmento, de la imposibilidad de retratar fielmente una realidad “original”. Ya en sus novelas anteriores las voces narrativas estaban designadas aleatoriamente, porque tanto en La descomposición como en Glaxo el narrador muta y posee a distintos personajes, pero además lo hace como si fueran uno solo, sin marcadas diferencias entre el “habla” de uno u otro. Esto que algunos podrían leer como descuido, es todo lo contrario: los personajes, todos habitantes de un mismo lugar de nostalgia, hablan el idioma único del paisaje que los emparenta. El resultado de esta decisión estilística no es sólo un conjunto de novelas sólidas en cuanto a su construcción formal, también lo es de historias que enaltecen el anonimato de sus protagonistas inventando una mitología particular. El territorio sobre el cual Ronsino despliega su narrativa está descrito en mapas de tiempo y de espacio, superpuestos, a partir de los cuales el autor –a la manera de un guía que conoce de memoria el terreno– establece una ruta tejida entre ambos planos.

No por tratar la vida de un pueblo la literatura de Ronsino responde a una vocación criollista, sino todo lo contrario: incrusta un mundo atascado en el ayer en el habla de un presente que, dicho sea de paso, es rico en referencias al cine de los últimos años. Su voluntad cinéfila se condice con la presencia de imágenes de gran factura, intercaladas en las páginas del libro con fotografías reales de árboles –hojas, troncos, ramas– que representan el diseño de su narrativa. La prosa de Ronsino es un árbol –genealógico o no– que suena de distintas maneras según el viento que sople; un asedio constante a la sonoridad poética, un larismo narrativo que es propuesta literaria sólida y decisiva, en la que todos los personajes parecen tener una sola edad: el recuerdo. Su escritura es una defensa de la mejor tradición heredada de autores como Saer, Di Benedetto o Daniel Moyano, haciendo retumbar en su voz propia el eco de estos antecesores.

Vale la pena leer, además, los trabajos anteriores del autor, no necesariamente en un orden, porque incluso en cada una de las novelas la cronología es incierta y el tiempo del relato está adulterado. Lumbre, por ahora, es la demostración de que la buena literatura no depende de sucesos extraordinarios o monumentales: la buena literatura existe ahí donde esté bien escrita.

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