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Patricio Aylwin: la política en trazos largos EDITORIAL

Patricio Aylwin: la política en trazos largos

Para ser exactos, cada vez que se miran las actuaciones políticas de don Pato –como cariñosamente le denominó el pueblo chileno–, lo que hay es un extremo pragmatismo de centro. En toda su vida política fue siempre un táctico, con una aguda inteligencia para percibir el curso inmediato de los acontecimientos y calibrar la posición que debían adoptar aquellos que estaban bajo su mando o en relación con él.


No es fácil hacer un balance de época política, ni caracterizar a sus actores principales, cuando se trata de una que tiene una divisoria profunda entre dictadura y democracia. En los procesos que conlleva la normalización, existen penumbras y zonas grises en las decisiones y responsabilidades de los gobernantes que solo la distancia histórica y la develación de documentos oficiales permiten apreciar con ecuanimidad. Por lo tanto, no hay verdades sino versiones y apreciaciones acerca de lo acaecido, incluso en las propias declaraciones de aquellos actores preocupados de hacer luz sobre su rol.

En la transición chilena, Patricio Aylwin fue un actor fundamental. Incluso desde antes de la transición a la democracia, en el desenlace dramático de los mil días de Allende y el golpe militar de 1973, que terminó con la antigua República.

Entonces era senador y presidente del Partido Demócrata Cristiano y fue el vocero de posiciones duras frente al Gobierno. Diecisiete años después, fue hombre clave en el proceso que derrotó políticamente a la dictadura y permitió recuperar la democracia, encabezando una coalición que reunía a muchos antiguos adversarios durante la UP. Él le llamó el reencuentro de los demócratas; auspiciado fundamentalmente por la secuela trágica de violaciones a los derechos humanos que conmovió a todo el país después del golpe.

Cada vez que se miran las actuaciones políticas de don Pato –como cariñosamente le denominó el pueblo chileno–, lo que hay es un extremo pragmatismo de centro. En toda su vida política fue siempre un táctico, con una aguda inteligencia para percibir el curso inmediato de los acontecimientos y calibrar la posición que debían adoptar aquellos que estaban bajo su mando o en relación con él.

Desde esa perspectiva, sus frases y sus formas de hacer política –que no siempre revelaban la real dureza de su carácter– no evidenciaban una proyección estratégica del largo plazo, aunque su actuar resultaba siempre indispensable y decisivo en esos momentos.

Como en todo proceso político, hay liderazgos carismáticos y liderazgos rutinarios, estos últimos frontalmente apegados a las formas, opacos y generalmente basados en equipos. En este caso el líder es uno más, un primus inter pares, que requiere de un juego de roles compuesto, al que convergen otros conmilitones o aliados. La esencia del líder rutinario es la alianza política y el arte de juntar fuerzas y neutralizar, no eliminar, a los adversarios, utilizando la persuasión, las formas jurídicas y las instituciones. A este grupo perteneció Patricio Aylwin, y lo hizo de manera destacada. Y desde esta postura, con luces y sombras en su actuar, es que hizo una de las contribuciones más importantes al país en la historia de su proceso político.

“Justicia en la medida de lo posible”, una frase que le fue criticada como una especie de omisión frente a las violaciones a los derechos humanos, ejemplifica su vocación por conciliar pero sin olvidar, reconociendo las limitaciones objetivas del escenario de entonces para actuar más en profundidad.

Era su convicción de estar en política no para dar testimonio, sino para producir resultados que implicaran –aunque fuera mínimo– un avance frente al statu quo imperante, entendiendo que la política es esencialmente un proceso social que puede variar y no solo acuerdos de elites que cierran los procesos históricos.

Esta visión táctica para enfrentar los hechos, que puede parecer cínica o timorata frente a la realidad, le entregó a Patricio Aylwin una serie de éxitos profundos que terminaron por consolidar una compleja transición a la democracia, cuyo objetivo primordial fue la paz social, supeditando a ella otros valores trascendentes.

[cita tipo= «destaque»]El Informe Rettig –que impulsó e impuso Patricio Aylwin contra viento y marea– y la búsqueda de espacios de justicia y reparación frente a las violaciones de derechos humanos, pese a todas las dificultades institucionales y políticas del proceso, generaron las condiciones para la paz social. Estaba vivo y actuando Pinochet y el Poder Judicial era por entonces mayoritariamente tributario de la dictadura.[/cita]

Todo líder político tiene una mano que sostiene su discurso y otra que se apoya en un pilar desde donde actúa. Para Aylwin ese pilar fue Edgardo Boeninger. No se puede pensar su período presidencial sin el rol estratégico de Boeninger. Siempre se ha hablado de Patricio Aylwin y detrás una troika de ministros: Edgardo Boeninger, Alejandro Foxley y Enrique Correa. En realidad, estos dos últimos fueron solo brazos disciplinadores, uno en la hacienda pública y el otro en la política, interpretando el rol que Aylwin y Boeninger diseñaron para ellos, bajo los parámetros básicos de su gobierno.

En las administraciones concertacionistas que le siguieron, tras esa troika se articuló y consolidó la compleja relación entre política y negocios –llevando al extremo la denominada “cooperación público-privada”– fuertemente impugnada por muchos en el tiempo presente.

Respeto por las reglas del juego económico, prevalencia de la paz social y estabilidad política fueron las tres prioridades internas de su Gobierno. Inserción internacional activa con un modelo de economía de libre mercado, lo fue en lo internacional, entrando así Chile en la agenda de globalización neoliberal, sin oposición una vez derrumbados los socialismos reales. Estas son las cuatro claves a través de las cuales se pueden leer los mecanismos y decisiones implementados por el Gobierno de Aylwin y el éxito relativo de la transición chilena a la democracia.

De esto se derivó una agenda que implicaba apego a las reglas del juego económico, decisivo para el crecimiento y la certidumbre económica. Implicó una férrea disciplina fiscal, acuerdos tributarios con la oposición y un resarcimiento a los sectores más postergados de los trabajadores, reforma tributaria de por medio, para dar cabida a la idea del crecimiento con equidad. Incluso conllevó la compleja omisión frente a las privatizaciones ampliamente cuestionables ocurridas en los últimos años de la dictadura, entre ellas SQM.

El Informe Rettig –que impulsó e impuso Patricio Aylwin contra viento y marea– y la búsqueda de espacios de justicia y reparación frente a las violaciones de derechos humanos, pese a todas las dificultades institucionales y políticas del proceso, generaron las condiciones para la paz social. Estaba vivo y actuando Pinochet y el Poder Judicial era por entonces mayoritariamente tributario de la dictadura.

Es posible que la alternativa de no movilizar a la ciudadanía hacia una presión electoral revocatoria, aprovechando el impulso del plebiscito y elecciones ganadas, haya otorgado un exceso de legitimidad a las instituciones heredadas de la dictadura, entre ellas su Constitución, que aún resentimos hoy. Pero era evidente por entonces que tal polarización conspiraría contra la agenda económica y era esencial, más importante aún que vencer doblemente a una dictadura ya vencida, entregar un alivio psicosocial a una sociedad angustiada y cansada de años de represión. Las consecuencias de esa apuesta recién comienzan a sacudirse el 2006 con el movimiento pingüino, y luego se expresarían con mayor fuerza en el 2011.

Algo similar, pero menos entendible, ocurrió con la estabilidad política, lo que implicó una aceptación –tal vez evitable– de los “candados” institucionales contenidos en la Constitución de 1980. Estos solo fueron removidos – parcialmente– el año 2005, y de alguna manera han terminado siendo el gran combustible, junto con la demanda de derechos sociales, para la búsqueda de una Nueva Constitución.

Patricio Aylwin hizo una de las contribuciones más señeras al cambio de paradigma, desde una dictadura que se ensañó con los derechos humanos de sus opositores políticos y practicó de manera indiscriminada la pedagogía del terror de masas, hacia una sociedad democrática, con respeto de las libertades civiles y los derechos humanos. Lo hizo en una transición política llena de complejidades, que –como todas las cosas de la vida– tiene baches, pero que en esencia le dio un impulso político y moral a la nación, poniendo sólidos pilares que permitieron retomar la convivencia en un país profundamente fracturado.

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