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Fernado Atria y su caballo de Troya al revés Opinión

Fernado Atria y su caballo de Troya al revés

Pablo Ortúzar
Por : Pablo Ortúzar Instituto de Estudios de la Sociedad
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Me parece que la neutralización propuesta por Atria empobrece y homogeneiza una realidad que es mucho más rica que lo que él asume. También considero que existe un vínculo íntimo entre criterios de admisión y proyectos institucionales. Y, finalmente, estoy convencido de que la neutralización en “sentido ciudadano” es solo un paso intermedio hacia la neutralización “en sentido estatutario” de las organizaciones que son sometidas a ella, ya que tratar de manera neutra “en sentido ciudadano” a las personas vinculadas a la institución exige organizarse de manera neutra “en sentido estatutario”: no puedo tratar a las personas como las trata el Estado si es que no me organizo de la forma en que el Estado lo hace para tratarlas de esa manera.


El profesor Fernando Atria, en su texto “Razón Bruta”, se ha dignado a responder a sus críticos. Sin embargo, lo hace con un caballo de Troya al revés: una respuesta razonada y reflexiva envuelta en varias capas de descalificaciones gratuitas. Pero el fondo del texto también confirma su reconocida capacidad intelectual, que fue la que en primer lugar atrajo, en la mayoría de los casos, el interés de quienes lo hemos criticado.

Aunque la “presentación” del texto tiene una debilidad argumentativa manifiesta, partiendo porque Atria parece pensar que todos los que lo hemos cuestionado decimos y pensamos lo mismo, las páginas siguientes son contundentes. En ellas trata con cuidado muchas de las críticas que distintas personas hemos formulado, mostrando varios posibles errores en esos razonamientos y aclarando (aunque no quiera, pues alega que el texto “no responde nada, porque nada he aprendido de mis críticos”) algunos de los puntos en que sus escritos eran efectivamente ambiguos o derechamente equívocos.

En este espacio quisiera hacerme cargo de una parte acotada de las respuestas que Atria realiza a mis críticas a su trabajo: aquella referida a su teoría institucional. Lo hago pensando en que partir de uno de los puntos estructurales de su propuesta permitirá ordenar el debate, pues las diferencias fundamentales quedarán a la vista. Pero antes quisiera plantear dos ideas generales: primero, que agradezco sinceramente esta “no respuesta” del profesor, aunque lamente su forma, porque creo que enfrentarla de manera razonada efectivamente hace crecer y aprender, al menos a quienes somos sus destinatarios, además de contribuir al debate público del país.

Comete, sin embargo, un error cuando habla de sus críticos como una “generación” que tendría que ser superada: parece no haberse fijado en el hecho de que está discutiendo con personas significativamente menores que él (que nació en 1968), cuyo proceso de maduración intelectual y profesional no está completo, pero que han mostrado, al menos en el caso de Daniel Mansuy (1978) y Hugo Herrera (1974), resultados importantes difícilmente atribuibles exclusivamente a privilegios nacidos de la defensa del statu quo, como Atria afirma.

En mi caso, bastante más humilde que los anteriores, nací en 1985 y recién estoy estudiando un doctorado (en una universidad y en un programa en que no aceptan a nadie por defender los intereses del capital). Lo otro que resulta curioso es que Atria se atribuya gratuitamente el carácter de juez de nuestra labor intelectual, y que se declare “esperanzado” de que alguien, que no sea alguno de nosotros, logre depositar a sus pies argumentos que considere dignos de ser atendidos. Así, si bien agradezco mucho su respuesta, porque me cuesta creer que efectivamente haya dedicado 168 páginas a algo que no le importa ni le interesa, me parece que tiene algunos problemas de autopercepción.

No pretendo, sin embargo, afirmar taxativamente que el modelo institucional planteado por el profesor es siempre pernicioso o indefendible, a pesar de que su justificación me parezca endeble. Podría, por ejemplo, operar bien en algunas áreas donde la homogeneización de la oferta no constituya un problema, y en las que la colaboración público-privada –o incluso la primacía directa del Estado– pueda dar buenos resultados. Por lo mismo me parece curioso que Atria haya decidido plantear su aplicación en el espacio educacional, que parece especialmente poco adecuado para ella.

En segundo lugar, creo que Atria tiene razón cuando piensa que le he atribuido mucha de la carga ideológica del socialismo del siglo XX a sus argumentos, sospechando que tras ellos se encontraba un adversario conocido, así como él parece considerar que tras quienes lo criticamos no se encuentra otra cosa que el interés camuflado del capital. El efecto de esta atribución es que convertimos muchas similitudes en identidades, lo cual puede conducir a errores.

Sin duda es distinto leer sus libros fuera de ese canon de lectura pero, por otro lado, utilizar dicho canon no es una locura, una tontera o simple mala fe. Esto, porque Atria no es solo un intelectual y un académico, sino un líder socialista del ala más izquierdista del partido, que en todas las coyunturas políticas en las que ha participado ha mostrado un compromiso con las posiciones más radicales dentro de su tradición (llegando, por ejemplo, a defender el régimen castrista cubano) y que presenta sus propuestas con la retórica de la “superación del neoliberalismo” y la “recuperación del camino señalado por Allende”. Asimismo, la mayoría de los textos en discusión fueron producidos dentro de coyunturas políticas específicas, y se trata de panfletos políticos, y no de artículos académicos.

Así, al menos en mi caso, resulta siempre complicado aclarar cómo deben ser leídos sus textos: como nudo argumento (como si se tratara de un texto de teoría analítica) o como posicionamiento político táctico (y, por tanto, manipulativo y oportunista). Cuando uno quiere determinar el horizonte de la acción de un actor político no lo hace atendiendo exclusivamente a la literalidad de sus declaraciones, que suelen ser zigzagueantes y oportunistas, sino a la dirección de sus actos y al sentido de su oportunismo. Y, sobre esa base, es justificable que la conducta del Atria político sea parte del canon de interpretación de sus textos políticos. Lo otro sería de una ingenuidad que rayaría en la candidez: sería como interpretar los dichos de Jaime Guzmán descontextualizándolos de su actividad política, como si fueran meras teorías de un profesor de derecho constitucional.

Tres ejemplos, de entre varios, sirven para ilustrar este problema: Atria al principio afirmaba que bastaba con desbloquear los “cerrojos constitucionales”, o al menos algunos de ellos, para tener una nueva Constitución. Sin embargo, luego giró hacia el apoyo a una asamblea constituyente. Algo parecido ocurrió con el tema de la gratuidad universitaria: Atria partió defendiendo una política de “gratuidad” con impuesto general a los egresados, pero terminó alineado con la demanda de “gratuidad general” efectiva demandada por el movimiento estudiantil.

Finalmente, en un caso al que volveremos luego, Atria siempre ha repetido que el “régimen de lo público” permite la diversidad en el plano de la motivación y creencias fundamentales de las organizaciones que se sometan a él, pero ha defendido con total convicción que las instituciones médicas católicas están obligadas a realizar abortos, aunque esta práctica sea totalmente contraria a su cosmovisión. En todos estos casos, vemos a Atria moviéndose sueltamente desde una posición ambigua o moderada, a una posición radical, una vez que las circunstancias lo permiten.

Esta dualidad de Atria como académico y como actor político dificulta, entonces, una aproximación totalmente ingenua (o “caritativa”, como dice él) a sus escritos. Contribuye a ello, sin duda, su ambigüedad retórica (que el lector puede apreciar en su “no respuesta”), su estilo litigante para debatir (que llevó a Alfredo Jocelyn-Holt a tildarlo de “sofista”) y el hecho de que sus fuentes intelectuales correspondan muchas veces a autores de tradiciones intelectuales radicales, como Carl Schmitt.

No es coincidencia, entonces, que tantos lectores de su obra lo hayan, a sus ojos, malinterpretado. Solo el tiempo permitirá juzgar si leerlo así era efectivamente errado. Considerando la conducta política del profesor y el hecho de que se inscribe en una determinada tradición política, entre otros factores, creo que hay buenas razones para no descartar tan rápido las virtudes de una lectura no meramente analítica de su obra.

Dicho esto, quisiera referirme exclusivamente, en esta oportunidad, a uno de los puntos que critico a Atria, que es la identidad entre su régimen de lo público y el régimen del Estado, y las consecuencias prácticas y políticas de esa identidad. Es decir, quisiera tratar el asunto de las consecuencias de su teoría en contacto con la realidad.

Atria parte por afirmar que lo público, entendido como “lo que no tiene dueño y no está al servicio de ningún interés particular” es improbable, y que para hacerlo probable son necesarias instituciones. Su definición, nos aclara, no nace de la observación de la realidad de lo público, sino que opera como estándar para su evaluación. Las instituciones que deben crearse deben estar estructuradas legalmente según un régimen que haga probable lo público.

Históricamente ese régimen ha sido el estatal, pero Atria propone una supuesta nueva forma institucional, que él llama “Régimen de lo público” y que “se toma en serio la idea de que puede haber espacios no estatales organizados en función de lo público, lo que quiere decir: espacios no estatales que no están sometidos a la lógica de la propiedad privada”. El profesor también cree que la única razón para objetar esta propuesta es el interés de quienes son dueños de la propiedad privada, lo que quizás explica por qué se considera incapaz de “aprender algo” acerca de quienes lo critican.

Las instituciones, continúa Atria, son la marca de un déficit, dado que la improbabilidad de lo que buscan hacer probable es reflejo de una condición deficitaria. “¿Por qué es improbable la cooperación voluntaria en términos justos sin Estado?”, se pregunta. Y propone dos respuestas: una hobbesiana-darwinista (el hombre es naturalmente un lobo para el hombre), y otra socialista (el contexto institucional es el que construye al hombre). Atria opta por la segunda, que implicaría, programáticamente, “crear contextos institucionales que no pongan nuestros intereses en oposición, y viviendo bajo ellos aprendamos sobre nuestros propios intereses”.

Al ser la marca de un déficit, las instituciones tienen dos caras: una opresiva (porque existen como consecuencia del déficit de reconocimiento) y otra emancipatoria (porque muestra o “anticipa” la posibilidad de una forma de vida donde la institución no sea necesaria). Atria afirma que ya que el déficit puede ser superado, las instituciones también pueden ser superadas. El régimen de lo público sería la superación institucional tanto del régimen de lo privado, como del régimen del Estado.

El régimen de lo público, explica después, sería distinto al régimen del Estado. El régimen del Estado “funde dos dimensiones: las que se siguen del estatus de ciudadano del ciudadano y las que se siguen del carácter de Estado del Estado”. La construcción del régimen de lo público “supone separar estas dos dimensiones y construir uno que contenga solamente la primera”. 

Esto significa que las instituciones de la sociedad civil que participen de él traten al individuo como ciudadano, porque de eso se trata, pero no que asuman las obligaciones estatutarias del Estado, es decir, las obligaciones del Estado en tanto Estado. Es decir, aplica a las ‘instituciones’ de la sociedad civil ‘la misma lógica con que el Estado está obligado a actuar’ pero en la medida en que esa ‘lógica’ es consecuencia de que cuando el Estado se relaciona con los individuos lo hace en condición de ciudadanos. No aplica esa ‘lógica’ en la medida en que ella es consecuencia de que el Estado es el Estado”.

Atria me acusa entonces de inventar “caprichosamente” condiciones al Régimen de lo Público:

La asimilación que Ortúzar hace es tan caprichosa que para sostenerla inventa condiciones del Régimen de lo Público, inventa que el Régimen de lo Público impone a las ‘instituciones de la sociedad civil’ obligaciones estatutarias del Estado. Y claro, si el Régimen de lo Público implicara imponer a las instituciones no estatales que participan de él no sólo las condiciones correlativas a las que tiene derecho el ciudadano qua ciudadano, sino también las condiciones estatutarias a las que está obligado el Estado qua Estado, entonces el Régimen de lo Público seria el Régimen del Estado. Todo el sentido del Régimen de lo Púbico es distinguir estas dos cuestiones».

Estas condiciones “estatutarias”, que yo atribuyo al Régimen de lo Público, son las de neutralidad y universalidad. Atria niega que estas características correspondan al Régimen de lo Público, alegando que este plantea “exactamente lo contrario”, y ofrece como muestra de ello que su propuesta educacional no excluye que establecimientos con orientación religiosa se sometan al Régimen de lo Público, en la medida en que cumplan con las demás obligaciones emanadas de él, pues “puede ser que la orientación religiosa de un establecimiento atribuya a la labor educacional que ese establecimiento realiza una dimensión adicional de sentido (adicional, esto es, a realizar un derecho ciudadano) y en ese caso es posible entender que ese interés (el de cumplir con un deber religiosamente entendido) no esté en oposición al interés del ciudadano, sino que sea armónico con él. Si ese es el caso, no hay razón para objetarlo”.

Concluye afirmando que en el Régimen de lo Público los individuos concurren, “como ante el Estado, en calidad de ciudadanos, por lo que tienen derechos que implican que la relación entre proveedor y ciudadano tiene la misma asimetría que la relación entre ciudadano y Estado, pero que no implica la neutralidad que es exigible al Estado qua Estado, sino que sólo aquella que es exigida por el estatus del ciudadano”.

Esto lo distinguiría del régimen del Estado, “caracterizado por la neutralidad que ha de caracterizar al Estado y por ordenar la relación con el individuo en calidad de ciudadano”, y también del régimen del mercado, que es “el régimen en que los individuos concurren como partes iguales ninguna de las cuales tiene deberes previos con los demás”. Afirma, además, que si no pudieran separarse estas dos dimensiones del Estado (la “estatutaria” y la “ciudadana”) no sería posible un régimen entre el Estado y el mercado, y alega que no se trataría de nada diferente al régimen al que están sometidas las instituciones de los estados de bienestar europeos.

Hasta aquí el argumento de Atria.

Respondo ahora partiendo por la definición de lo público. Atria parece convencido de que lo público es una creación del Estado: un espacio que es imposible fuera de la regulación establecida desde arriba. No sería exactamente lo estatal, pero sí una emanación de ello: sería un espacio neutralizado por el Estado (pues esa neutralidad es condición de su no apropiabilidad: no obedecería a ninguna voluntad en particular). Yo, en cambio, pienso que el espacio público no es neutro, sino un espacio de encuentro y negociación de distintas lógicas y puntos de vista.

La lectura y la práctica en el campo de las ciencias sociales me han llevado a la convicción racional de que lo público emerge desde abajo hacia arriba, y no desde arriba hacia abajo. Y que es un espacio “sucio”, en el sentido de que está atravesado por lógicas de poder y de transacción. No es aséptico. El Estado, en ese contexto, es un actor más, y no el controlador principal del espacio. Por eso en el artículo criticado superficialmente por Atria defino lo público desde el pluralismo.

Considero que mi punto de vista sobre lo público se inscribe en una tradición que la literatura llama “pluralista”, mientras que la de Atria se inscribe en una corriente “racionalista”. Un libro que explica muy bien la diferencia entre estas dos corrientes es Pluralism, Rationalism & Freedom, de Jacob T. Levy. Ahí desarrolla la diferencia entre la tradición liberal “pluralista”, “escéptica del Estado central y amigable respecto a las organizaciones locales, tradicionales y voluntarias, las comunidades y las asociaciones”, y otra “racionalista”, “comprometida con el progreso intelectual, el universalismo y la igualdad ante una ley uniformada, opuesta a distinciones y desigualdades arbitrarias e irracionales, y decidida a echar abajo las tiranías locales dentro de los grupos religiosos o étnicos, las asociaciones privadas, las familias, las granjas, la ruralidad feudal, y así”. Levy concluye que no hay manera de “fundir” estas perspectivas, y que la tensión irreductible entre ellas puede ser socialmente beneficiosa si se logra articular de manera razonable.

Lo público, en el sentido en que yo intento describirlo, no parece “improbable”, sino que consustancial a la interacción humana y nuestro carácter gregario. Anterior, por cierto, al Estado moderno. Atria considera “vacía” mi definición de lo público porque no permite distinguir claramente entre lo público y lo privado, y, por tanto, cree que no sirve para construir una “teoría institucional”.

Pero si lo público es un fenómeno complejo, porque se trata de un espacio donde convergen distintos actores articulados desde distintas lógicas institucionales, tratar de abordarlo desde distinciones simples y teorías institucionales tan gruesas como la suya, que solo distingue dos principios de organización, puede ser muy problemático: deja afuera demasiado de la realidad, y eso, aunque la teoría quede analíticamente “ordenada”, resulta fatal para actuar sobre la base de ella. Eso sí que es procustismo: rechazar la realidad porque no calza con la teoría. Si lo público es un fenómeno complejo, requiere ser abordado mediante teorías institucionales que respondan a esa complejidad. Tal es el caso, por ejemplo, del notable trabajo de la Nobel de Economía Elinor Ostrom, quien, entre otras cosas, muestra que no es tan improbable “la cooperación voluntaria en términos justos” sin la intervención del Estado.

Me parece que uno de los errores más sentidos de la reforma educacional inspirada por el trabajo de Atria fue suponer que, ya que los colegios estaban organizados bajo la misma forma institucional, todos los sostenedores operaban sobre la base de los mismos intereses y motivaciones, lo cual, en los hechos, se demostró falso.

Antropológicamente también discrepo con Atria: no me parece que bajo las instituciones actuales, o cualquier régimen institucional, el hombre sea “un lobo para el hombre”. Somos animales gregarios y miméticos, no bestias egoístas (siendo justos, los lobos tampoco lo son, pero Hobbes los conocía poco). Las instituciones pueden violentar o conducir nuestra naturaleza, pero no sustituirla.

Por lo mismo, tampoco creo que nuevas instituciones vayan a crear un “nuevo hombre” socialista a partir de la supuesta bestia egoísta del presente, como piensa el profesor. Además, olvida la existencia, en el presente, de instituciones como las familias, los clubes, las organizaciones de voluntariado y las amistades, entre otros, donde no hay “intereses opuestos”, sino justamente colaboración (imperfecta y parcial, por supuesto, pero colaboración al fin y al cabo).

Atria, por algo que podríamos llamar sesgo profesional irreflexivo, parece otorgarle una capacidad desmedida al sistema jurídico para organizar la sociedad en su conjunto, asumiendo que la lógica inmanente en los sistemas de regulación legal de ciertos ámbitos sociales sirven como descriptores sociológicos de las actividades llevadas a cabo dentro de esos subsistemas.

Así, parece pensar también que una reconfiguración legal equivale a una reconfiguración social, sin reflexionar respecto a las limitaciones que el código del sistema jurídico tiene para comprender la realidad, ni tampoco sobre cómo interactúa con los demás subsistemas sociales. De ahí que su teoría institucional pueda ser calificada como “pobre”, en el sentido de sobrejuridificada y poco reflexiva: cuando todo lo que se tiene es un martillo, todo adquiere apariencia de clavo.

Tampoco me parece, por otro lado, que las instituciones sean la “marca de un déficit” y que un mundo ideal carecería de ellas. El ser humano, que es imperfecto, en el sentido de inconstante en la búsqueda del bien, se realiza a través de instituciones que también lo son.

Pero no se realiza a través de instituciones porque sea imperfecto, sino que las instituciones son imperfectas porque los seres humanos lo somos. Las dos “caras” que Atria distingue en ellas son propias de toda actividad humana. Y la estructura interna que vincula aquello considerado “opresivo” con aquello considerado “emancipatorio” no es tan simple como para suponer que se puede elegir un “lado” y descartar el otro: en muchos casos los aspectos negativos vinculados a una institución (y a los objetos en general) resultan inseparables y condición necesaria de sus aspectos positivos. Esto es lo que normalmente lleva a razonamientos más bien moderados y pluralistas, y a evitar los excesos del racionalismo, que suele caer en el error de pensar que aquello que se puede distinguir y aislar en la teoría, puede ser también aislado y administrado por separado en la práctica.

El régimen de lo público propuesto por Atria me parece que consiste, desde esta óptica, simplemente en obligar a las instituciones privadas y de la sociedad civil a tratar a las personas que interactúan con ellas como el Estado moderno trata a los ciudadanos cuando se relaciona con ellos. Esto supone su neutralización en el sentido de que no podrían distinguir entre las personas con las que tratan. Supongo que eso es lo que Atria llama una neutralidad en sentido “ciudadano”. Según él, esta neutralidad no es neutra en sentido “estatutario”, porque los colegios podrían seguir teniendo una misión o sentido (por ejemplo religioso) además de cumplir con sus obligaciones institucionales “ciudadanas”. Así, habría diversidad de “proyectos”, pero esta no podría traducirse en diversidad de criterios de admisión.

La neutralización de la sociedad civil y el mundo privado, aunque sea en sentido “ciudadano”, le parece a Atria que tiene costo cero, pues no ve en él, en el presente, otra cosa que intereses contrapuestos por nuestro régimen institucional. Tampoco parece creer que exista un vínculo entre criterios de admisión y proyectos institucionales, lo cual es bastante dudoso, puesto que la reproducción y sostenimiento de la identidad de muchas instituciones depende directamente de sus criterios de selección, y esto resulta particularmente cierto en el plano educacional (Arturo Fontaine y Sergio Urzúa se detienen largamente en este asunto en su último libro).

Por último, no ve el riesgo de que de la neutralización en sentido “ciudadano” se avanzará, muy probablemente, a una neutralización en sentido “estatutario”, ya que si la institución es puesta bajo las obligaciones que tiene el Estado al interactuar con los ciudadanos, se les pedirá a esas instituciones que procedan también internamente como lo hace el Estado. Atria sabe bien de lo que esto se trata, ya que fue un férreo opositor a la objeción institucional de las instituciones de salud con ideario respecto al aborto, bajo el argumento de que, si prestaban servicios públicos y recibían fondos públicos, aunque fueran instituciones cuyos principios fundantes chocaban con esta práctica, estaban obligadas a proceder de igual manera que el Estado.

Por mi parte, me parece que la neutralización propuesta por Atria empobrece y homogeneiza una realidad que es mucho más rica que lo que él asume. También considero que existe un vínculo íntimo entre criterios de admisión y proyectos institucionales. Y, finalmente, estoy convencido de que la neutralización en “sentido ciudadano” es solo un paso intermedio hacia la neutralización “en sentido estatutario” de las organizaciones que son sometidas a ella, ya que tratar de manera neutra “en sentido ciudadano” a las personas vinculadas a la institución exige organizarse de manera neutra “en sentido estatutario”: no puedo tratar a las personas como las trata el Estado si es que no me organizo de la forma en que el Estado lo hace para tratarlas de esa manera.

Luego, su Régimen de lo Público parece difícilmente distinguible del régimen del Estado, y, por lo tanto, la distinción que plantea entre las dos “dimensiones” del Estado, para usar su muletilla favorita, “deviene irrelevante” en contacto con la realidad. Esto resulta especialmente delicado y problemático en el caso de la educación, pues la libertad educacional justamente se protege en función de permitir la reproducción de la pluralidad de formas de vida y tradiciones culturales existentes.

No pretendo, sin embargo, afirmar taxativamente que el modelo institucional planteado por el profesor es siempre pernicioso o indefendible, a pesar de que su justificación me parezca endeble. Podría, por ejemplo, operar bien en algunas áreas donde la homogeneización de la oferta no constituya un problema, y en las que la colaboración público-privada –o incluso la primacía directa del Estado– pueda dar buenos resultados. Por lo mismo me parece curioso que Atria haya decidido plantear su aplicación en el espacio educacional, que parece especialmente poco adecuado para ella.

Por último, debo decir que la mayoría de las instituciones que Atria toma como referente para su propuesta, como el NHS inglés, son estatales. Y que los estados de bienestar europeos, lejos de generar “lógicas comunitarias”, parecen haber reforzado el individualismo mediante un sistema de derechos que asegura a cada individuo la provisión de ciertos bienes sin necesidad de interactuar con los demás, sino simplemente pagando los impuestos necesarios para que el Estado provea el servicio.

El efecto cultural de estas formas institucionales puede observarse en documentales como La teoría sueca del amor, de Erik Gandini, donde se muestra la descomposición del tejido social en una sociedad radicalmente atomizada por la intervención estatal benevolente. Eso, sin mencionar los costos económicos que supone articular y sostener instituciones de esta naturaleza. Situación que ha llevado incluso a países como Suecia a comenzar a retroceder en su implementación, como ha mostrado Mauricio Rojas, y a países cultural y económicamente más parecidos al nuestro, como Grecia y España, a profundas crisis fiscales (algo que Atria suele no tener en cuenta, porque no solo pasa por encima la cultura institucional de los países, sino también las consideraciones sobre la capacidad económica de los países en desarrollo de sustentar aparatos públicos expansivos).

Si realmente la propuesta de Atria era introducir en Chile un Estado de bienestar, como alega ahora, a eso se refería con el “otro modelo” y de eso se trataba la “superación del neoliberalismo”, debo reconocer que me siento bastante decepcionado. Habría bastado mucha menos pirotecnia retórica de su parte para promover tal idea, que dudosamente es “la continuación del proyecto de Allende”, y que bien podría ser descrita como una forma de “neoliberalismo”… con rostro humano.

Todo ello, por lo demás, podría haberse logrado sin distorsionar las ideas de pensadores como Hayek, MacIntyre o Charles Taylor, y sin repudiar la obra de los políticos de la Concertación, que más o menos creían estar avanzando en la misma dirección que Atria presenta ahora como si fuera la última chupada del mate. Quizás si dejara de usar su técnica del caballo de Troya al revés, lograría una mejor recepción de sus ideas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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