Publicidad
La literatura de fantasía y su pretensión de realidad Opinión

La literatura de fantasía y su pretensión de realidad

Publicidad

León de Montecristo es autor de «El último rey» (Minotauro, 2012): http://leon-de-montecristo.blogspot.com/


dragón

La verdad es que nunca me han gustado las definiciones. En mi época universitaria tuve que enfrentarme a muchas de ellas y las sutiles disimilitudes entre un término y otro muchas veces hacían la diferencia entre una pregunta correcta o una que te enviaba fuera con una mala calificación. Por otro lado, detrás del autor que intenta una definición de cualquier tipo hay una actitud un tanto pretensiosa de abarcar un absoluto dogmático, casi de presentar una verdad incuestionable, algo que yo al menos cuestiono, cuando no detesto.

Sin embargo, cuando estás en el medio, inevitablemente hay personas que te preguntan: ¿y para ti, qué es la fantasía? Cansado de repetir una y otra vez que los estudiosos de literatura fantástica no se han puesto aún de acuerdo a la hora de dar una definición (lo que es una manera elegante de evadir el hecho de que no sabes del tema), es que me he propuesto, a la luz de mis pobres conocimientos formales al respecto, intentar llegar a una definición de esta forma de literatura que lleva más de veinte años cautivándome, aun considerando que no he llegado a comprenderla del todo.

Y es tal vez ese elemento —la incomprensión—, el que primero nos acerca a esta definición precaria que estamos elaborando. En una acepción, comprender es «entender, alcanzar o penetrar algo» (RAE). Pero, en otra, es sinónimo de abarcar, rodear algo por todas partes, y también contener o incluir algo en sí mismo. Personalmente, solo conozco tres conceptos o elementos que no pueden ser abarcados por el hombre: Dios, el universo y la imaginación. Dejando a un lado mis creencias particulares (y tomando en cuenta que la ciencia, por más exacta que pretenda ser, no es más que una creencia limitada por el saber científico de una época determinada, en la que creen ciegamente tanto quienes la profesan como quienes no la entienden), el único elemento que nos va quedando que nadie, ni el ateo más acérrimo, nos podría cuestionar, es la imaginación.

Por cuanto la fantasía versa —en casi todas sus formas— sobre temáticas que no tienen existencia en el mundo material, ya sea cuando evocamos recuerdos reales a la luz de nuestra interpretación interior, como cuando representamos nuestros ideales o idealizamos nuestra realidad, podemos en principio afirmar, por ahora sin temor a equivocarnos, que la literatura de fantasía es «aquella forma de literatura que versa sobre temas que solo tienen asidero en nuestra imaginación», y por tanto goza de su libertad ilimitada y de la imposibilidad de ser completamente contenida o abarcada por un solo individuo.

Es bueno saber que uno descubre la pólvora de vez en cuando, ya que hasta aquí no hemos agregado nada nuevo al término. Es más: por ahora, toda la «literatura de ficción» entra de lleno en esta definición propuesta. Pero iremos precisando el concepto. Así, por ejemplo, normalmente se asocian a la fantasía todos aquellos relatos sobre temáticas sobrenaturales, es decir, que exceden o van más allá de lo que puede comprobarse por nuestros sentidos o por la ciencia moderna, y también aquellos que gozan de elementos paranormales. Por tanto, al añadir estos elementos y relacionarlos con el concepto de incomprensión, la definición de literatura de fantasía quedaría como sigue: «aquella forma de literatura que versa sobre temas que solo tienen asidero en nuestra imaginación o que abarca temáticas que no pueden ser comprendidas o descritas por la ciencia moderna». Está más acotada, pero por ahora todavía estamos relacionando como iguales a Tolkien y la literatura ufológica, lo que, si no haría retorcerse en la tumba al maestro literario inglés, al menos sí le sacaría una carcajada.

critica

Entonces, ¿qué hace única a la fantasía?

Lo primero que debemos hacer es remarcar el hecho de que toda obra de fantasía es una obra de ficción y contiene, por tanto, el acuerdo tácito entre autor y lector de que lo que el uno escribe y el otro lee no existe en la vida real, aun cuando el propio autor intente convencernos de lo contrario con frases literarias del estilo: «esto lo encontré en unos apuntes del doctor X» o «a quien leyere, este es mi testimonio sobre lo que ocurrió el día que…».

Este último, a mi entender, es el principal componente que distingue una obra literaria fantástica de una de corte realista: la pretensión de realidad. La última no debe pretenderla: se basa en ella. Toda obra de ficción es fruto de nuestra inventiva, pero solo los relatos fantásticos se encuentran ante el obstáculo —inherente a ellos— de no hallarse en nuestra vida cotidiana y, por tanto, de tener que demostrar su credibilidad al lector. Es su principal tarea, el motor que mueve a los relatos de este género. Si un relato de terror quiere asustar al lector, debe primero sumergirle en su promesa, convencerle de que los horrores que narra pueden en alguna medida ocurrirle; de otro modo, no asusta y sólo es una narración interesante, bien contada, pero ajena a nosotros. Por eso, afirmamos que una buena obra de fantasía es aquella que se presenta de manera coherente y creíble, no importando cuán fantasioso haya sido su argumento. Hoy mismo, la magna obra de George Martin es alabada en todo el mundo por el nivel de detalle con que relata sus libros, tanto en lo descriptivo como en la crudeza de sus personajes, dándoles una apariencia «realista». Pero lo cierto es que «Canción de hielo y fuego», desde el momento en que incorpora elementos de naturaleza fantástica, ya no es una obra realista sino una saga de fantasía con un altísimo nivel de credibilidad, por más que se afirme que en su obra la fantasía es secundaria o más bien una excusa para presentar una cruenta historia de intrigas palaciegas. Lo mismo sucede con las obras de ciencia ficción, que nos presentan argumentos científicos (pero manipulados en favor del relato) o con apariencia científica (después de todo, sólo un auténtico científico y no el lector corriente podría distinguir una explicación verídica de una falsa), para presentarnos como «posibles» los viajes por el hiperespacio, a través del tiempo atravesando agujeros de gusano o los trajes de invisibilidad.

Ahora bien, resulta innegable que, en nuestros días, es mucho más fácil dar apariencia de realidad a un relato que se sostiene en elementos científicos o paracientíficos (dado que, hoy por, la credibilidad de lo empírico sólo es cuestionada por los fanáticos religiosos y por los científicos de avanzada que rompen el paradigma de su tiempo), que dársela a otro que se basa en un leitmotiv sobrenatural. Siempre me ha parecido que hacer terror (si bien, desde luego, se lo puede escribir con fundamentos científicos que le den credibilidad), es más difícil y desafiante que escribir ciencia ficción (y no lo digo de manera peyorativa, ya que yo mismo me siento más cómodo en esta última plataforma), precisamente por lo arduo de dar apariencia de realidad a temas que cada vez son creídos por menos personas.

Sin embargo, aun cuando ciertas formas de literatura fantástica no dispongan per se de un marco de credibilidad, es innegable que en algún momento lo tuvieron, puesto que apelan a miedos o creencias ancladas en lo más profundo de nuestro imaginario personal o colectivo. Nadie cree en monstruos, duendes o en la magia, pero muy probablemente creímos en ellos siendo niños, así como alguna vez, como especie, la nuestra creyó en el poder del rayo, en dioses que podrían transformarse, aparear con los humanos u otorgarle poderes. El dragón ciertamente tuvo una existencia real en las mentes que creyeron en él. La mitología, el horror, la fantasía, la magia y algunas formas protorreligiosas, todas ellas tuvieron en algún momento un importante número de creyentes que las consideraron auténticas.

Este elemento —la creencia perdida— es la que une a la mayor parte de los relatos escritos bajo el prisma de la fantasía, y goza de esta «pretensión de realidad» porque alguna vez, para un grupo de personas, realmente la tuvo, y es ese recuerdo, arraigado en lo más profundo de nuestro inconsciente, el que aflora en nosotros de tarde en tarde con la lectura de un buen relato que remueva nuestros temores y deseos atávicos, justamente porque apela a principios en los que seguimos creyendo.

De este modo, nuestro intento de definición sobre lo que es la Literatura de Fantasía, podría quedar como sigue: «Aquella forma de literatura de ficción que versa sobre temas que sólo tienen asidero en nuestra imaginación o que abarca temáticas que no pueden ser comprendidas o descritas por la ciencia moderna, pero que, por un acuerdo implícito entre autor y lector, contienen una pretensión de realidad, fundada ya en argumentos paracientíficos o científicos que son manipulados (ciencia ficción), ya en creencias abandonadas, sea en este último caso por el avance científico de un pueblo (mitología, relatos sobrenaturales y paranormales) o por el crecimiento o la madurez del individuo (literatura infantil, fantasía, terror), pero en cuyos principios inherentes, sin embargo, seguimos creyendo».

El lector podrá estar de acuerdo o no con esta propuesta. Como dije al principio, el riesgo de las definiciones está en su propia naturaleza dogmática. Pero intentar una definición es el primer paso para una contradefinición que permita el contraste de ideas, algo que le falta a nuestra sociedad por estos días, y no solo en lo que a fantasía se refiere. Bienvenidos sean aquellos que tengan una idea diferente sobre lo que es este género.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias