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Nuestro Señor del Fracaso

Nuestro Señor del Fracaso

En este texto, el escritor y editor argentino Emiliano Fekete ajusta cuentas con Charles Bukowski, el legendario autor estadounidense (1920-1994).


En “El Club de la Pelea”, en la película al menos, hay una escena en la que Tyler y Jack, los protagonistas, se preguntan mutuamente a cuál personalidad histórica retarían a pelear. Ese diálogo es hoy un clásico hollywoodense: «Gandhi», responde uno; «Lincoln», revela el otro. Si existiera un Club de la Pelea, si fuera posible que me aceptaran a pesar de mi moderado pacifismo, de ser viable revivir contendientes muertos o retroceder en el tiempo, y si estuviera yo en Los Ángeles (porque no creo que él moviera su viejo culo fuera de esos andurriales), me gustaría romperle la cara a Charles Bukowski.

Las razones me sobran, aunque ninguna justifica una paliza. Tengo curiosidad por saber si compartiría esa estirpe de perdedor de los personajes de sus relatos, digo, además de su facha zarrapastrosa. Si sería tan patético como ellos, queriendo abandonar la pelea al primer golpe, pegando barquinazos más por la borrachera que por las trompadas, llorando a moco tendido y gritando «Don´t hit me, piece of shit!», acurrucado en una esquina. O si sería capaz de sostener varios rounds, alardeando de su habilidad para detener puñetazos con la cara, recitando sus poemas sucios con la boca sangrante, invitándome a que intente un jab mejor, burlándose de mi último cross o, incluso, si sería capaz de reventarme la cara y dejarme tirado en la lona.

Como Tyler, el promotor del Club, que le deja a su protégé la cara como carne molida por el solo placer de destruir algo hermoso, quisiera yo molerlo a palos a Bukowski por mostrarme las miserias de los perdedores, de los poetastros alcohólicos que se trenzan a trompadas con sus editores por chirolas, de los detectives privados que se imitan a sí mismos en los vicios y la imbecilidad, de los pajeros impenitentes, de las madres solteras con hijos infradotados que se prostituyen por 5 dólares. El horror de la existencia en la carne del pobre diablo, del tipo que carga con una doble desgracia: saber que su vida es una mierda, y que eso no tiene arreglo. Y a pesar de ese horror, de esa miseria, y de lo mal que escribía ese germano devenido en gringo, saboteador de la mecánica del relato, proclive a la pirotecnia literaria, hay algo hermoso en su obra, en la estética que envuelve sus historias, de barrio mugriento, oscuro y a punto de ser demolido, en definitiva, tan hermoso como una flor rojiza brotando de la bosta.

Me gustaría darle una paliza por haber sido un autor tan prolífico como diverso: seis novelas, siete colecciones de crónicas, catorce obras entre libros de cuentos y ensayos, cuarenta y nueve poemarios. Quisiera pegarle también porque sus discípulos no han podido quitarle aún la botella de whisky de las manos, lo que es igual a decir que no le llegan ni a los talones. Un par de buenos ganchos a la quijada merecería que le diéramos muchos de nosotros que, como buenos devotos de Nuestro Señor del Fracaso, alguna vez creímos imprescindible escribir como él, o al menos tener su misma vida desbarrancada. Me gustaría acorralarlo contra las cuerdas porque nunca le interesó el billete, porque le dio lo mismo lo que le pagaran por su obra, porque no mendigó que lo publicaran y porque se mantuvo fiel a aquellos que lo publicaron.

Maldito entre los escritores malditos, Bukowski fue consecuente con su prédica nihilista: lo que pensaran los demás de su forma de vida y de su manera de escribir le importaba un carajo, como también le importaba un carajo lo que escribían y pensaban los demás. Por esa despreocupación de sí mismo y del mundo es que difícilmente tomaría en cuenta este «homenaje», pero más porque no creo que leyera en castellano, y porque, como buen cobarde que era (para él, la diferencia entre un valiente y un cobarde era que el segundo la piensa dos veces antes de meterse en la jaula del león) habría declinado mi invitación a pelear. Inteligente de su parte, «valiente» de la mía.

Pero no cejo en mis ganas de romperle la cara, porque un tipo que prefirió jugar al escritor y morirse de hambre a seguir trabajando en la oficina de correos y volverse loco, merece que lo aporreen… ¿o no?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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