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Algo huele mal con la Feria Internacional del Libro de Santiago

Algo huele mal con la Feria Internacional del Libro de Santiago

En la siguiente columna, los editores de LOM Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky dicen que «es tiempo de pensar y actuar para que este principal acontecimiento cultural de Santiago, como a muchos les gusta decir, deje de ser una fiesta de unos pocos y pase a ser la gran fiesta democrática del libro y la lectura. (…) El Centro Cultural Estación Mapocho es un espacio público y no es posible que se preste para un apartheid cultural a la chilena».


“Algo huele mal en Dinamarca”, dice el clásico shakesperiano que transcurre en uno de los países nórdicos, y como han sido ellos los invitados de honor en esta 35ª versión de la Feria, creemos que no puede ser más pertinente el parafraseo para titular este artículo, una metáfora que representa la situación del país y de la Feria Internacional del Libro de Santiago (FILSA).

La imagen corporativa de la empresa CMPC –Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, principal artífice del último cartel de colusión que ha visto la luz pública, el que refiere al papel higiénico–  encabezaba los pendones de bienvenida a esta “fiesta del libro y la cultura”; y no sólo eso, al ingresar a la Feria se le entregaba a cada persona una bolsa color café estampada con el logotipo de CMPC, que en su interior contenía un paquete de pañuelos desechables… Algo huele mal…

Pese a una participación cada vez mayor del sector público en la organización de la Filsa, la generación de espacios de diálogo y coordinación entre la Cámara del Libro y las asociaciones de editores que representan la industria nacional, Editores de Chile y Cooperativa de Editores de la Furia, año tras año pareciera que todo cambia para que, en el fondo, todo siga igual.

Es verdad que este año se hizo sentir la voluntad del presidente de la Cámara del Libro, Alejandro Melo, en favor de una mayor acción conjunta entre los actores del mundo del libro; que “la carpa”, donde hace ya un tiempo han determinado situar a gran parte de la edición nacional, fue mucho más amplia y luminosa; que hubo un espacio para que este sector desarrollara actividades.

Sin embargo, a la inversa de las expresiones de esa voluntad, se ha limitado el ingreso gratuito a los invitados a lanzamientos y actividades culturales, dando continuidad a la trayectoria que ha venido consagrando este evento como una máquina de generación de recursos para Prolibro, entidad  filial de la Cámara Chilena del Libro, responsable de la organización y administración de Filsa.

Es un hecho que el Centro Cultural Estación Mapocho cede a la Cámara, de manera gratuita, sus dependencias para la realización de la Feria; que el Consejo del Libro aporta decenas de millones para apoyar las actividades culturales; que Filsa tiene derecho a beneficiarse de más de cuatrocientos millones de pesos al año (2014-2016) a través de la ley de donaciones culturales; que cada stand de diez metros cuadrados cuesta, a precio reducido, un millón seiscientos cincuenta mil pesos IVA incluido.

¿Por qué cobrar, además, las invitaciones a las actividades o lanzamientos? ¿A quién se proponía la invitación al “autocultivo” que hacían los organizadores? ¿Es posible medir el éxito de un evento público como éste sólo por la cantidad de auspiciadores que logra convocar? ¿Para quién es finalmente esta “fiesta libro”?

Cuesta entender la ecuación: la Feria Internacional del Libro de Santiago es cada vez más beneficiaria de fondos públicos directos e indirectos, y en vez de avanzar hacia un mayor acceso y con ello mayor democratización del libro y la lectura, instala una nueva medida de retroceso.

Cuando hay tanto dinero público involucrado, cuando con la presencia de la presidenta y ministros se consagra la feria como un espacio fundamental en torno al libro y la lectura, no es posible seguir tolerando la exclusión de los sectores de menores recursos por la barrera que significa la entrada de dos y tres mil pesos, que para una familia de tres personas, son ya nueve mil pesos los fines de semana.

Por otra parte, la práctica segregatoria entre socios y no socios de la Cámara tiene larga data, lo que se hace evidente cada año en relación al uso de los espacios. Pese a la mejora de la carpa, basta mirar en detalle el mapa de Filsa.

Aproximadamente en 740 m2 al centro de la carpa se exhibe la producción de más de 52  editoriales nacionales; mientras que al centro de la nave principal de la estación, donde predominan las multinacionales, apenas 9 stands se reparten aproximadamente 2.600 m2. Uno a veinte es la diferencia en promedio.

El olor de la desigualdad y concentración que se respira en el país se refleja también en la Feria Internacional del Libro, exhibiéndose en este caso como “fiesta cultural”. Y este no es un tema menor a la hora de promocionar e incentivar a los bibliotecarios del país a realizar las adquisiciones para sus bibliotecas en la Filsa, por ejemplo, como lo hace la Subdirección de Bibliotecas Públicas.

Cuando es tal la desigualdad en la disposición de los espacios, la ubicación y exhibición, ¿podemos decir que esta es participación o elección democrática? ¿Cómo podemos asegurar una selección justa y diversa, que tenga en cuenta toda la creación y producción local?  En este caso, la mayoría de los bibliotecarios ni alcanza a llegar a la carpa.

¡Y qué decir de las comunicaciones y el periodismo cultural! La mayoría de los medios que cubren este evento, con el beneficio de la duda, no sabemos si por flojera, ignorancia u alguna otra razón, solo excepcionalmente son capaces de salir de la nave central de la estación, limitando gran parte de sus artículos y citas a obras que se encuentran en esos 9 stands, agrandándose aún más el silencio que cubre toda la riqueza y diversidad que exhibe la producción nacional.

Creemos que ya es hora de una importante redefinición del sentido y carácter de la Feria Internacional del Libro de Santiago. Sea que esta se termina de consagrar como un mall comercial, y si este es el caso, no correspondería que contara con apoyo público; sea que esta asume un rol cultural, promotor de la diversidad y democratización del libro, lo que necesariamente significaría reformular la instancia organizadora del evento; reducir considerablemente el valor de las entradas, la que no debería costar más de mil pesos ($800 es el valor de la Feria de Guadalajara); establecer gratuidad para profesores y estudiantes durante la semana; recuperar la gratuidad en las invitaciones para las actividades culturales y revertir la segregación de la producción nacional en la repartición de los espacios, entre otras políticas y medidas que deberían adoptarse.

El Centro Cultural Estación Mapocho es un espacio público y no es posible que se preste para un apartheid cultural a la chilena.

Como cada año, escuchamos por estos días las cuentas felices que sacan, de manera autorreferidas, los organizadores y algunos medios: que la última versión fue más exitosa que la anterior, que aumentó el número de asistentes, que hubo mayores ventas, etc.

Esto, pese al sentido común de gran parte de los asistentes que señalaban la disminución de público; pese a los reclamos de quienes se rehusaron a pagar la invitación a las actividades; pese a los números que dan muchos expositores, constatando la baja en las ventas.

Y la prensa reproduce “la imagen” sin mayor inquietud,  sin mayores preguntas. ¿Qué representaban los ingresos gratuitos en el 2012 o 2013? ¿Cuál era la relación de los ingresos gratuitos versus los ingresos pagados?  ¿Cómo se mide el éxito del evento?

Como en muchos otros ámbitos, el modelo de Filsa hace ya algunos años muestra signos de agotamiento. Sin duda cada feria exige muchas energías, dedicación y trabajo, tanto de los organizadores, expositores, autores, como del personal que atiende.

Es tiempo de pensar y actuar para que este principal acontecimiento cultural de Santiago, como a muchos les gusta decir, deje de ser una fiesta de unos pocos y pase a ser la gran fiesta democrática del libro y la lectura, donde todos puedan sentir que trabajan para todos; y sobre todo que se trabaja para el libro y la lectura en Chile, para fomentar la curiosidad y potenciar nuevos lectores.

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