Quizás el crimen cometido por Puig para merecer el olvido, o ciertos gestos memoriales de cuarta, no haya sido uno solo. Se olía el miedo, entre sus detractores de antaño, a que la impronta revolucionaria se descascarara con esa literatura desviada y dejara al aire un culo manfloro y amante de las luces de neón (no hay mayor ícono de la decadencia imperialista que un maricón emulando a Jayne Mansfield, compañero), como bien lo resume Goytisolo al hablar del machismo-leninismo, y mejor lo recita Pedro Lemebel en su Manifiesto.
No es fácil rescatar a un autor del olvido, o de la condición de segundón, aun siendo uno de los grandes de las letras argentinas, más cuando yace sepultado bajo las pesadas efigies de Borges, Bioy Casares, Cortázar. Borges dirá que el olvido es la única venganza y el único perdón. ¿Cuál habrá sido el crimen cometido por Manuel Puig para que mereciese aquello? Ninguno, o varios.
Puig no pretendía ser escritor, no al principio. De chico se aficionó tanto al cine, en especial al hollywoodense, que iba hasta cinco veces a la semana a ver películas en la única sala de proyecciones de su pueblo natal, General Villegas, en la provincia de Buenos Aires. Por amor al cine aprendió inglés, francés, italiano, alemán. Quiso ser director y ganó una beca para estudiar en Roma, pero acabó desencantándose de la carrera: no se sentía capaz de lidiar con el ego de los actores. Con el cine como telón de fondo, vivió también en Estocolmo y Londres, donde escribiría sus primeros guiones. Y los guiones se volvieron novelas, por obra de Puig y por obra de sí mismos.
[cita tipo=»destaque»]Es ley que a la genialidad le lluevan piedras, y Puig supo aguantar varios de esos aluviones. La prueba de fuego fue su primer libro, La traición de Rita Hayworth. En una columna memorable del diario El País, el escritor Juan Goytisolo cuenta de la vez que le ofreció el libro de Puig a Carlos Barral, dueño de la famosa editorial Seix Barral, para que concursara en el Premio Biblioteca Breve que esta editorial financiaba. A pesar de salir vencedor en la votación del jurado, Carlos Barral se negó a darle el galardón a Puig, incluso bajo amenaza de acabar con el premio mismo. La razón era que Barral ya tenía su ganador, a quien le había prometido la distinción de antemano.[/cita]
Acaso sin pretenderlo, su estilo literario acabaría siendo opuesto al cultivado por Casares y Borges. Compondría un estilo rupturista al unir el guión cinematográfico, las técnicas folletinescas, los guiños a la cultura popular y las referencias cinéfilas con la estética pop (hablamos de los años 60) en el género de la novela. Así, Puig dio a luz la «narrativa conversacional», tejida casi en exclusivo de diálogos y silencios, capaces estos últimos, bien llevados por su creador, de transmitir el mensaje mucho mejor que las palabras; apelando con frecuencia a la corriente de la conciencia, pero evitando el uso del narrador omnisciente, salvo contadísimas excepciones, y las innecesarias descripciones de ambiente. En cuestión de vanguardias, ni Cortázar había llegado tan lejos.
Es ley que a la genialidad le lluevan piedras, y Puig supo aguantar varios de esos aluviones. La prueba de fuego fue su primer libro, La traición de Rita Hayworth. En una columna memorable del diario El País, el escritor Juan Goytisolo cuenta de la vez que le ofreció el libro de Puig a Carlos Barral, dueño de la famosa editorial Seix Barral, para que concursara en el Premio Biblioteca Breve que esta editorial financiaba. A pesar de salir vencedor en la votación del jurado, Carlos Barral se negó a darle el galardón a Puig, incluso bajo amenaza de acabar con el premio mismo. La razón era que Barral ya tenía su ganador, a quien le había prometido la distinción de antemano. Goytisolo deja ver, sin embargo, otro motivo en la decisión de Barral:
«La traición de Rita Hayworth no fue premiada y, lo que es más lamentable aún, Barral no quiso publicarla siquiera. Su impresión personal de Manuel, quien, ingenuamente, había corrido a verle a Barcelona en calidad de finalista, fue tan negativa como tajante. Con su probado olfato literario, [Carlos Barral] decidió que aquel argentino afeminado, vulnerable y frágil no era un escritor digno de figurar en el prestigioso catálogo de la editorial».
El libro se publicó finalmente en Buenos Aires. Fue todo un éxito.
De lo dicho por Goytisolo, se desprende tanto la corruptela que envuelve a los concursos literarios como la poca honra y la homofobia de Barral. Pero ese no fue el único rechazo que cosechó Puig por sus gustos sexuales o, peor, por el de sus personajes. En 1973 publicó The Buenos Aires Affaire, una parodia de novela negra con personajes que no se limitan al goce heterosexual. El libro fue superventas, pero el gobierno de Cámpora lo prohibió por «pornográfico y antiperonista». A raíz de este libro, recibió amenazas de muerte de los paramilitares de la Triple A, que lo instaron a abandonar el país. No volverá a vivir en Argentina.
Algo similar sucedió con su libro más conocido, El beso de la mujer araña, una novela construida sólo de diálogos, mayormente entre los protagonistas, dos presos que comparten celda: uno, Valentín Arregui, militante de izquierda, acusado de actos subversivos; el otro, Molina, apolítico, abiertamente homosexual, acusado de corrupción de menores. En este caso, la editorial Gallimard, que venía lanzando en francés todos sus libros, decidió no publicarle El beso de la mujer araña porque no encajaba con la línea «ideológica» de la editorial. La autora de la sentencia fue Aurora Bernárdez, responsable de la colección de literatura española y latinoamericana de la editorial, a la sazón, ex esposa de Julio Cortázar. Nuevamente, Juan Goytisolo deduce las razones para el rechazo:
«[Aurora Bernárdez] vetó la publicación (…) en Gallimard porque dañaba sin duda la consabida imagen del militante machista-leninista al presentarlo enternecido y cautivado por las artes de Sherezada cinematográfica de su compañero de celda apolítico y homosexual».
Lo paradójico de esta historia es que, aunque Puig aplaudía a aquellos que luchaban por el derecho de los homosexuales, no concebía a la sexualidad como tema relevante, y menos creía en la existencia de la homosexualidad. Sus personajes, como todos, expresan la sexualidad coitando con sus objetos de deseo, pero sus gustos no necesariamente definen quiénes son ni el modo en que sienten. En un artículo publicado en El Porteño, Puig define lo que para él es el sexo:
«…un juego, una actividad de la vida vegetativa como dormir o comer; tan importante como esas funciones, pero carente de peso moral. Banal, moralmente hablando. Por lo tanto la identidad no puede ser definida a partir de características sexuales, ya que se trata de una actividad justamente banal. La homosexualidad no existe. Existen personas que practican actos sexuales con sujetos de su mismo sexo, pero este hecho no debería definirlo porque carece de significado. Lo que es trascendente, y moralmente significativo, en cambio, es la actividad afectiva».
Quizás el crimen cometido por Puig para merecer el olvido, o ciertos gestos memoriales de cuarta, no haya sido uno solo. Se olía el miedo, entre sus detractores de antaño, a que la impronta revolucionaria se descascarara con esa literatura desviada y dejara al aire un culo manfloro y amante de las luces de neón (no hay mayor ícono de la decadencia imperialista que un maricón emulando a Jayne Mansfield, compañero), como bien lo resume Goytisolo al hablar del machismo-leninismo, y mejor lo recita Pedro Lemebel en su Manifiesto. E intuyo un miedo literario al cambio, a que se rompiera la convencionalidad, a verse avasallado por el horroroso mestizaje de «lo sublime» con «lo vulgar» (aunque Denevi y Cortázar ya habían hecho avances en ese campo), a permitir la exhibición de esas expresiones que hasta ayer se mantenían debajo de la cama y que aún hoy generan urticaria entre los retrógrados resucitados y los progres de cotillón. Todos ellos, factores para la suma del silencio, y una sola salida, una sola forma sincera de rescate para cualquier escritor: desempolvar sus libros y empezar a leerlos.