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Balotaje en Perú: un país polarizado en 2 bloques casi iguales Opinión

Balotaje en Perú: un país polarizado en 2 bloques casi iguales

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Lo único que se confirma hasta esta hora es la profunda fractura que experimenta el vecino país entre dos candidaturas en las antípodas. Porque, más allá de la instalación de la posibilidad de fraude, parece evidente que existe una división entre las 2 o 3 regiones más pobladas de Perú y el resto del país, como en Cusco, Puno o Huancavelica, lugares donde Castillo recabó alrededor del 85% del favoritismo. Lo que quiere decir que en Perú no todos aspiran ni sueñan con lo mismo, ni tampoco tienen los mismos fantasmas. A lo anterior hay que agregar otro factor a tener en cuenta, el voto de los “suyos” exteriores. Cerca de 783 mil votos fueron emitidos en el extranjero, de los cuales un porcentaje relevante aparentemente se habría deslindado por Keiko. Solo en Chile, 70% de los residentes peruanos optaron por la candidata, con apenas un 24% a favor del profesor Castillo. Y con poco más del 90% de los votos escrutados, la distancia del sufragio es apenas de 100 mil votos a favor de Fujimori, menos del 1%.


Hace casi exactamente 31 años – el domingo 10 de junio de 1990-, un outsider de origen japonés sorprendía imponiéndose al candidato que había liderado durante un par de años la intención de voto en Perú, el multipremiado literato Mario Vargas Llosa. Aupado sobre el derrotado aprismo e Izquierda Unida, dio vuelta el resultado de la primera vuelta en el balotaje. Pocos presagiaban que poco después Alberto Fujimori Pando aparcaría sus promesas a los partidos políticos de izquierda, implementando un programa de “shock” neoliberal, y menos que, al no ser apoyado por el Congreso bicameral dominado por sus adversarios, decidiría asestar un autogolpe de Estado el 5 de abril de 1992.

Se iniciaba el Fujimorato, el fin del sistema de partidos, y una historia de autoritarismo que unió Fuerzas Armadas, empresariado (trans)nacional y sectores pauperizados que recibirían gasto público focalizado, típica alianza neopopulista de “arriba y abajo”. Dicho experimento sería observado en primera fila por su joven hija Keiko, sobre todo al asumir las funciones de Primera Dama luego de la separación matrimonial de sus padres en 1994. Algunas décadas más tarde el apellido Fujimori ya no es nuevo en la política peruana, y paradójicamente pasó a ocupar la misma posición que Vargas Llosa en 1990: la elegida del establishment para preservar el modelo político económico amenazado por un maestro de primaria y líder sindicalista, Pedro Castillo, cuyo único punto en común con la candidata es compartir un pronunciado conservadurismo moral respecto a la sociedad. Aunque no se trata de un político desconocido, lideró la huelga nacional de su gremio en 2017, Castillo no figuraba en las cuentas de los medios tradicionales, sin embargo, a punta de las arengas antisistema y de exponer las heridas del mundo andino rural, se hizo un espacio en la principal competencia política. 

Desde que Alberto Fujimori dejara el poder hace 2 decenios, el eje fujimorismo-antifujimorismo galvanizó de alguna manera cada una de las cuatro elecciones presidenciales. Desde luego, el triunfo de Alejandro Toledo en 2001, o en las segundas vueltas de 2011 o 2016, en que contendió Keiko Fujimori sin obtener la consagración de las urnas. Lo primero que se constata entonces es que el referido clivaje conflictual perdió cierto fuelle –aunque no completamente– y que Keiko, en un escenario de alta criticidad como este, lejos de ser una aparecida reciente, pasó a ser concebida como “una de las nuestras” tanto para la rancia aristocracia limeña como para sectores emergentes de las modernas urbes de la costa peruana.

Su propuesta minimalista es la corrección del chorreo mediante un mejor reparto con aire clientelístico. En cambio, el fantasma del comunismo –que en la narrativa fujimorista representaría su contrincante–, fue el antídoto esgrimido contra los anticuerpos que despertaba Keiko por llevar la carga heredada de su apellido, y aún más los déficits de credibilidad que supone por el derivado del caso Lava Jato levantado por los fiscales del Ministerio Público Vela y Pérez, que la involucran en dicho caso. Una bomba de tiempo en la eventualidad de llegar a dirigir los destinos del Perú, si atendemos la recurrente práctica del Congreso peruano de declarar la vacancia por incapacidad moral.

Y aunque es de uso común la elección del “mal menor”, pocas como la de ayer en Perú. Ante la previa posición escéptica de una política visualizada como corrupta por la ciudadanía peruana, cuajada por el espectro de una pandemia que está golpeando con particular fuerza al Perú (180 mil muertos, decrecimiento de 11% en 2020 y sectores cada vez más precarizados), los electores se inclinaron por la opción “menos dañina”, aquella que menor miedo les trasmitiera, concurriendo la phobia como elemento decisivo del rito electoral. De esta manera, ambas fórmulas presidenciales poseían un núcleo antivoto que fue agitado con fuerza contra la alternativa a presidir el Ejecutivo. La cuestión es que las dos opciones recogieron casi la mitad del padrón electoral que votó, despuntando el indeseado esquema del empate catastrófico.

Como ha sido la tónica de los últimos meses, la noche de ayer comenzó con dudas cuando el primer sondeo de boca de urna apuntó casi a una paridad en las preferencias, con -0,6% de diferencia a favor de la Keiko. Más tarde otro ejercicio prospectivo revirtió los resultados hacia Castillo, con apenas -0,4% sobre su contrincante. Conocidos estos primeros conteos rápidos, las miradas del interior del país se voltearon con desconfianza a la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), y los ronderos en Cajamarca, cercanos al candidato Castillo por su actividad de vigilantismo (ciudadanos organizados contra la criminalidad común), manifestaron su intención de llegar hasta Lima para exigir la revisión de los resultados si no eran afines a su candidato, olvidando que los votos de zonas apartadas siempre tardan en procesarse. Es que con un margen electoral tan estrecho crece la sensación de despojo por parte de quien pierde.

Lo único que se confirma es la profunda fractura que experimenta el vecino país entre dos candidaturas en las antípodas. Porque, más allá de la instalación de la posibilidad de fraude, parece evidente que existe una división entre las 2 o 3 regiones más pobladas de Perú y el resto del país, como en Cusco, Puno o Huancavelica, lugares donde Castillo recabó alrededor del 85% del favoritismo. Lo que quiere decir que en Perú no todos aspiran ni sueñan con lo mismo, ni tampoco tienen los mismos fantasmas. A lo anterior hay que agregar otro factor a tener en cuenta, el voto de los “suyos” exteriores. Cerca de 783 mil votos fueron emitidos en el extranjero, de los cuales un porcentaje relevante aparentemente se habría deslindado por Keiko. Solo en Chile, 70% de los residentes peruanos optaron por la candidata, con apenas un 24% a favor del profesor Castillo. Y con poco más del 90% de los votos escrutados, la distancia del sufragio es apenas de 100 mil votos a favor de Fujimori, menos del 1%.

En cualquier caso, si no se reconocen los resultados desde las provincias, la ilegitimidad será un grito del Perú Profundo de la Sierra y la Selva, a lo que habría que agregar la escasa sintonía de Keiko con “la calle” que protagonizó la revuelta contra la vacancia de Vizcarra y la designación de Manuel Merino por el Congreso en noviembre de 2020, la denominada generación del Bicentenario que grita una regeneración política. En el caso de que Pedro Castillo se imponga, tampoco hay certezas, particularmente con un equipo poco cohesionado, con una izquierda progresista proveniente de la ex andidata Veronika Mendoza recién incorporándose, y un programa de Gobierno que representa mejor al marxismo-leninismo-mariateguista del jefe de Perú Libre, Vladimir Cerrón, que al aspirante a la Presidencia. Pero aun así las propuestas de Castillo acerca de la sustitución de importaciones, o el cambio constitucional y de la Defensoría del Pueblo –por citar algunas– parecen ser más el reflejó de su improvisación voluntarista antes que de la reflexión conjunta y colectiva del sector que representa.

No es misterio, entonces, que la recomposición de la unidad nacional peruana será una tarea extremadamente compleja para el próximo gobierno, que está claro no tendrá mayoría en el unicameral (37 corresponden a Perú Libre de Castillo y 24 a Fuerza Popular de Keiko Fujimori, de un total de 130 escaños), por lo que el ejercicio de la negociación política será clave para sacar adelante cualquier agenda. 

En otras palabras, cualquiera sea el resultado, incertidumbre e inestabilidad parecen haber llegado para quedarse en Perú y ese escenario no se modificará sustancialmente con el arribo de nuevos residentes al Palacio Pizarro, y ni siquiera con la designación del Premier del consejo de Ministros alrededor del 28 de julio próximo. Un país partido en casi dos mitades, que miran con desconfianza absoluta a la otra parte, y un Congreso tan fragmentado, no son buenos augurios. Es que no es lo mismo ganar las elecciones que ganar el poder. Por lo visto en Perú sigue el final abierto.

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