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Sobre el caso de la escultura invisible CULTURA|OPINIÓN

Sobre el caso de la escultura invisible

Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Polémica ha causado las últimas semanas la escultura invisible titulada Io Sono (Yo soy) del artista Salvatore Garau. Este tema se puede dividir en tres partes: la banalización intelectual de los artistas, la conceptualización del arte y valorización del mercado. Con respecto a esto último, la invisibilización del arte se podría situar desde la reproducción técnica de las imágenes en el siglo XIX y masificada en el XX. En principio, la mayor cantidad de las obras de arte del mundo son vistas y revisadas a partir de esta reproducción, por lo que, en este caso, “lo invisible”, “no existente” a la vista cobra existencia para una gran cantidad de personas a través de este procedimiento. Pero ¿qué ocurre con la inscripción mercantil en este sentido? Aquí entran las obras posteriores a las posvanguardias, donde, como menciona Groys, la documentación cobra mayor valor que lo efímero de las obras. Estamos hablando de las performances, instalaciones breves en lugares donde solo las ve el artista (y con suerte el equipó técnico y de registro que lleve), lugares remotos como la Antártida, el desierto, la montaña, etc. Sin el adecuado registro estas obras morirían en las últimas memorias de quienes las pudieron escuchar a través de relatos. En este sentido, un arte invisible solo puede existir a través de los medios técnicos y tecnológicos, al menos en la relación mediática.


A fines del mes pasado comenzó la viralización de la noticia sobre la venta de una escultura invisible titulada Io Sono (Yo soy) del artista Salvatore Garau, por una suma cercana a los 15 mil euros. Para la gran mayoría de las personas en el mundo esto es algo nuevo, tanto por el interés que suscita y/o por la irónica ridiculez que se le atribuye. 

Este “polémico” tema lo dividiré en tres partes: la primera será relacionada con la banalización intelectual de los artistas, la segunda con la valorización del mercado y, la tercera, con un resumen de la conceptualización del arte y su puesta en valor (no del mercado, como inicio al menos).

La primera parte es lo que concierne a la herencia histórica de la racionalidad en el arte a partir del siglo XVIII, donde lo sagrado comienza a desvincularse de las creaciones artísticas, llegando de lleno a los principios del simbolismo. El motor de estos cambios llevó, desde fines del siglo XIX hasta, con mucha fuerza, la mitad del XX, importantes experiencias y “experimentos” en torno a las formalidades y conceptualizaciones de lo que debía o no ser el arte en la contemporaneidad. En la tercera parte de esta columna detallaré un poco más las relevantes herencias del período hasta hoy en día. Sin embargo, para esta primera parte tomo el fragmento histórico, a partir del principio de racionalidad, para hipotetizarlo con lo que llamaré “la inflación intelectual del artista”.

Las fuertes tendencias siempre han generado modas masivas de artistas que, intentando adaptarse a determinadas corrientes, toman prestadas concepciones o teorías diversas para tratar de posicionarse o inscribirse en alguno de los campos del arte. Así encontramos las relaciones de arte-política, arte-ciencia, arte-tecnología, etc. Con estos últimos ejemplos no estoy desacreditando los trabajos que intentan insertarse en las distintas disciplinas, sino cuestionando los que intentan usar estas disciplinas como medios semióticos y semánticos para tratar de generar un impacto o aprobación de pares.

Es, según mi opinión, lo que ocurre con el artista italiano Salvatore Garau al leer la desastrosa, e ignorante, explicación que da con respecto a su escultura invisible, apelando a una especie de energía céntrica de la forma indivisible, donde existiría una energía basada en el principio de incertidumbre de Heisenberg, cuando en realidad lo que debió haber tratado de postular, de acuerdo a la mecánica cuántica, es la energía del vacío. Existen demasiadas exposiciones, explicaciones y argumentaciones con temas, conceptos y teorías hipercomplejizadas que usan bastantes artistas sin hacerse cargo de ellas, o sea, sin entenderlas, pero que, al parecer, resuenan en algunos grupos.

La segunda parte, relacionada con el mercado, tiene su base en la ya conocida especulación inflacionaria. El título de la escultura y la errónea explicación del artista no deben tener nada que ver con el precio en que se vendió, pues a estas direcciones especulativas nunca le han interesado los objetos concretos. El mercado, no solo del arte, hace muchas décadas que invierte en objetos espacio-temporales inexistentes, los resultados se pueden ver en las extremas disminuciones y exterminio de especies vegetales y animales que fueron invertidos antes de existir y que nunca llegaron a existir (y no importaba aquello) al momento de especular con respecto a sus inexistencias. En el mercado del arte las posibilidades especulativas pueden ser “infinitas”, pues es un campo de la ficción (al menos infinitas mientras haya creaciones ficticias y capitalismo).

Con respecto al mercado y la invisibilización del arte, este lo podríamos situar desde la reproducción técnica de las imágenes en el siglo XIX y masificada en el XX. En principio, la mayor cantidad de las obras de arte del mundo son vistas y revisadas a partir de esta reproducción, por lo que, en este caso, “lo invisible”, “no existente” a la vista cobra existencia para una gran cantidad de personas a través de este procedimiento. Pero, ¿qué ocurre con la inscripción mercantil en este sentido? Aquí entran las obras posteriores a las posvanguardias, donde, como menciona Groys, la documentación cobra mayor valor que lo efímero de las obras. Estamos hablando de las performances, instalaciones breves en lugares donde solo las ve el artista (y con suerte el equipo técnico y de registro que lleve), lugares remotos como la Antártida, el desierto, la montaña, etc. Sin el adecuado registro estas obras morirían en las últimas memorias de quienes las pudieron escuchar a través de relatos. En este sentido, un arte invisible solo puede existir a través de los medios técnicos y tecnológicos, al menos en la relación mediática.

La tercera parte tiene algunas confluencias con la segunda, pero es secundario para el presente argumento. Creo importante mencionar que existen respetables artistas que han hecho del registro parte de sus procesos creativos, a pesar, o aunque se inserten, o no, en uno u otro mercado. 

En esta tercera parte, el valor de lo que “no se presenta”, o sea, lo invisible, para esta columna, tiene relevancia en el ejercicio estético. Ya en el suprematismo se puede experimentar el acercamiento al intento de superación de los objetos, estos últimos en tanto representación. Lo complejo de la representación, antes de los experimentos en torno a la invisibilización de lo mimético, es que, de alguna forma y en gran medida histórica, no se reparaba en el “objeto en sí”, sino en lo que no puede encontrarse, lo inexpresable, lo irrepresentable a través de la representación que menciona Lyotard. La diferencia con las posvanguardias nace de la formalidad, y es a través de ella que se plantea la disolución representativa de lo existente en tanto sostenedor del arte (y de la responsabilidad ética-estética de la aparición y desaparición). Virilio ya nos mencionaba sobre la velocidad y desaparición, pero a través de las tecnologías, donde el cuerpo no puede “sostener” el vértigo de la aceleración y su ápice actual en lo digital.

El único error categorial de Virilio es la relación de la desaparición con el concepto de virtualidad, pues, siguiendo a Jean-Marie Schaeffer, lo virtual ha existido desde que se piensa o imagina algo, es decir, desde la tecnología del lenguaje en la imaginación. Yves Klein en 1958 realiza su primera exposición de la nada, donde en la galería no expuso nada, solo un cóctel azul y algunos marcos de las ventanas también azules (azul Klein). Sorpresa, indignación, miles de personas intentando entrar para ver lo que no verían. En el conceptualismo sabemos que los objetos físicos que se emplean, en su gran mayoría, no son relevantes, pueden ser reemplazados, pues lo relevante es el ejercicio intelectual, pero es un emplazamiento intelectual estético no necesariamente de la belleza entendida dentro de cánones, o la belleza histórica sobre la sublimación divina. John Cage exploró el silencio en su relación con la “nada”, descubriendo –y trabajando con ello– su imposibilidad sensual, haciéndola posible como representación simbólica..  

En Chile, Arturo Cariceo, desde fines de los 80, explora en su obra lo invisible. A comienzos del año 2000 realiza en Posada del Corregidor una muestra con “nada”. Su rigor lo ha llevado a establecer condicionamientos en los lugares donde expone de acuerdo a un par de manifiestos (sobre la base de su tesis) que no solo expulsan los objetos de las salas de exposiciones, sino todo lo que rodea la ritualización del contexto cultural aprendido sobre la recepción del arte, es decir, una cierta desvinculación de la modelización de los objetos del mundo del arte, en el intento de superación de lo educado. 

Como se ve, la escultura invisible de la controversia no es algo nuevo, lo que escandaliza y lo hace noticia es el mercado como medio. De hecho, ya en el 2011 el llamado Museo de Arte Invisible había vendido obras por miles de dólares, las cuales también eran, y son, invisibles. Sin embargo, la importancia de estas experiencias mediáticas y comerciales podría verse, fácilmente, como una anécdota de apropiación intelectual beneficiada por la incredulidad, al menos en comparación con los rápidos ejemplos de las experimentaciones de las neovanguardias que mencioné y el caso de Cariceo. 

La liviandad del caso del artista italiano y su escultura invisible se podría analogizar, como una especie de “vinculación especular” con el ejemplo de la diseñadora chilena Teresa García, la cual, siguiendo la “inspiración” de la ruidosa noticia de la escultura, vendió su propia versión de otra escultura invisible, argumentando liviandades que bordean el entertainment de las redes digitales. En cualquier caso, cualquiera puede adquirir las dos esculturas sin gastar dinero y, por el hecho conceptual del que al parecer no se hacen cargo, siempre sería la misma escultura en cualquier parte y las cantidades de veces que se quiera. La “autenticidad” solo se podría verificar bajo cierto tipo de contratos, por ejemplo con NFTs en blockchain, pero eso es extendernos demasiado en otros temas. De cualquier forma, este traje invisible del rey desnudo (Hans Christian Andersen) podrá tener la negación de la invisibilidad del traje, o caminar erguido a sabiendas de la existencia inexistente del objeto que lo cubre.    

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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