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Democracia Cristiana: una invitación a pensar los desafíos del siglo XXI Opinión

Democracia Cristiana: una invitación a pensar los desafíos del siglo XXI

La DC debe incorporar una mirada de futuro que le permita interpretar los fenómenos sociales contemporáneos y dar soluciones razonables y plausibles a los conflictos del mundo global, combatiendo las nuevas desigualdades que todos estos fenómenos generan, conservando su rica raigambre filosófica humanista y su vocación de partido popular y de vanguardia social. Todo esto, entendiendo que en un sistema político atomizado como el actual, si se aspira al poder, se deben establecer políticas de alianza, las cuales indudablemente no pueden materializarse con partidos refractarios a los cambios.


Tras el plebiscito del 4 de septiembre y el triunfo de la opción Rechazo, se ha iniciado un proceso de ajuste político en donde comienzan a emerger partidos y movimientos con la aspiración de representar ese importante porcentaje de población que se incorporó al proceso electoral, tras 10 años de régimen de voto voluntario.

Aquello, motivado por un potencial espacio de representación que se abriría luego del persistente decaimiento de los partidos políticos que canalizaron las distintas opciones políticas desde el retorno de la democracia a la fecha, fenómeno que llegó a su clímax con las elecciones de mayo del 2021, en donde la mayoría de los convencionales constituyentes electos resultaron ser independientes.

Pues bien, ante esta realidad, no podemos desconocer que ha sido la Democracia Cristiana, más allá de su historia de 65 años constituyendo un aporte trascendental en la generación y contribución de políticas públicas y gobernabilidad en nuestro país, uno de los partidos políticos más afectados. Esto, debido a una sistemática pérdida de representación electoral y a raíz del surgimiento de nuevos partidos y movimientos constituidos por exmilitantes y exsimpatizantes, muchos de los cuales han esgrimido como justificación para renunciar al partido una suerte de “izquierdización”, fenómeno que se habría terminado de plasmar, entre otras acciones, en la decisión de apoyar la opción Apruebo.

A este argumento se suma la tesis de quienes reclaman un abandono del “centro político”, queriendo ver, tanto en la masiva participación del 4 de septiembre como en la votación en favor del Rechazo, el retorno de un electorado afín a esa posición.

Muchas han sido las columnas de opinión, los editoriales y análisis escritos en esta línea.

Pero este tipo de argumento pierde de vista que el decaimiento de la Democracia Cristiana es un fenómeno que viene aconteciendo de forma sistemática desde fines del siglo pasado, antes de la implementación del voto voluntario, cayendo en el error de intentar justificar una teoría por medio de una discutible, ni menos compleja, lectura de los resultados electorales.

Lo cierto es que los partidos políticos en general, y la Democracia Cristiana en particular, han debido lidiar con un enorme desprestigio y con una sociedad que ha devenido en despartidizada, no obstante no estar despolitizada. Esto, como todos los fenómenos sociales, es fruto de muchos factores, tales como el descrédito generado por hechos de corrupción o abusos de poder, las pugnas internas, la falta de renovación y la perdida de sintonía con las demandas sociales, hechos, todos, que han contribuido a que la ciudadanía no se sienta representada por ellos, fenómeno que, por lo demás, se extiende a diversas instituciones.

Este descrédito, si bien es cierto se ha dado con mayor fuerza en los partidos políticos tradicionales, también ha afectado a los nuevos partidos y movimientos políticos, algunos constituidos precisamente enarbolando la promesa de erradicar las malas prácticas, pero que, al poco andar, han sido vistos por la gente como más de lo mismo.

Así, entonces, cabe preguntarse: ¿cuál es el verdadero desafío para los partidos políticos y la Democracia Cristiana luego del plebiscito de septiembre, en el entendido de que las opciones Apruebo y Rechazo estarían modificando el clivaje del Sí y del No que dominó la política chilena los últimos 30 años?

A nuestro entender, si bien las izquierdas y derechas desde su conceptualización académica persisten, y en eso basta con remitirse a las categorizaciones desarrolladas por Bobbio, es evidente que los partidos han caído en la obsolescencia a la hora de representar adecuadamente las demandas de la ciudadanía, y que incluso aquellos que dicen representar clases sociales o idiosincrasias culturales, como los partidos de izquierda de raigambre obrera (representativos de la clase trabajadora) o los partidos de derecha (representativos de los valores tradicionales), cada vez las representan menos. Por otro lado, es claro también que el electorado chileno ha ido perdiendo sus otrora rígidas lealtades políticas, pudiendo pasar desde un candidato de derecha a otro de izquierda con absoluta facilidad y en el lapso de una elección a otra.

De esta forma, es en este cuadro que surge la necesidad de replantear los actuales instrumentos partidarios para que, respetando sus convicciones ideológicas e historias políticas, puedan interpretar de manera adecuada a la sociedad, sobre la base de una mirada que deje atrás las visiones ortodoxas del siglo XX, incorporando aquellos elementos que le hacen verdadero sentido a la gente, no siendo las categorías de izquierdas, derechas o centro, elementos suficientes para dar respuestas a los desafíos de las próximas décadas.

En el caso del Partido Demócrata Cristiano, quienes invocan el abandono de un “centro político”, pasan por alto que dicha categoría de espacio geométrico equidistante de los polos encontró su justificación en la existencia de proyectos de sociedad excluyentes y antagónicos que fueron paulatinamente perdiendo vigencia.

Asimismo, catalogar a la Democracia Cristiana simplemente como un partido de centro, en oposición a los extremos, así sin más, constituye un error. Este partido desde sus inicios se caracterizó por representar un “centro ideológico”, no pragmático, que, como lo definiera Jaime Castillo Velasco, estaba “más allá de izquierdas y de derechas”, con un claro sello trasformador y progresista. Es decir, la Democracia Cristiana chilena siempre se concibió a sí misma como un partido de cambios y no como un partido obstaculizador de aquellos.

Por otro lado, muchos intentan asociar el centro a posiciones moderadas. Esto también constituye un error. En política, la moderación no representa una propuesta política, sino que es más bien un modo de conducirse en el accionar político que antagoniza con los maximalismos y rigideces, pudiendo existir visiones moderadas tanto en la izquierda como en la derecha, existiendo incluso centristas no moderados e intransigentes.

En definitiva, la moderación no puede definir en su esencia a un partido político y difícilmente logre constituir una respuesta frente a los problemas sociales que aquejan actualmente a las personas. La pobreza, las desigualdades, la delincuencia, el narcotráfico, el calentamiento global, la revolución tecnológica, la robotización del trabajo, el feminismo, los dilemas de la bioética, en fin, los conflictos y desafíos propios de la sociedad moderna, no se solucionan con “moderación”, sino con certezas, claridades y la debida urgencia en abierto diálogo con la ciudadanía

De esta manera, lo que la Democracia Cristiana debe hacer es incorporar una mirada de futuro que le permita interpretar los fenómenos sociales contemporáneos y dar soluciones razonables y plausibles a los conflictos del mundo global, combatiendo las nuevas desigualdades que todos estos fenómenos generan, conservando su rica raigambre filosófica humanista y su vocación de partido popular y de vanguardia social. Todo esto, entendiendo que en un sistema político atomizado como el actual, si se aspira al poder, se deben establecer políticas de alianzas, las cuales indudablemente no pueden materializarse con partidos refractarios a los cambios.

En definitiva, el ejercicio reflexivo debe consistir en revitalizarse sobre la base de propuestas que interpretan a la sociedad, es decir, pensar los nuevos y grandes desafíos del siglo XXI. Lo anterior es posible justamente por su marco ideológico y doctrinario que le permite asumir un cambio de época y los nuevos desafíos de la sociedad chilena. Solo de esta forma creemos factible que la Democracia Cristiana pueda recobrar la confianza de la gente y ser nuevamente un actor relevante en la política nacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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