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Agujeros negros (de la chilena política)


En el universo de la política chilena de fin-y-comienzo de siglo Augusto Pinochet habrá venido a ser un hoyo negro ejemplar (la violencia de la metáfora es lo propio de cualquier metáfora) y no tanto, como lo sugiriera años ha el dramaturgo Marco Antonio de la Parra, un ser rodeado por un hoyo de tal ralea (entrevista de Andrea Lagos, La Tercera, a propósito de su libro Carta abierta a Pinochet). Quien se le acerca demasiado termina irremediablemente fagocitado; cual consumidor compulsivo, «Pinochet» le come a chilenas y chilenos su (nuestro) espacio-tiempo, y todo tiende a girar en torno suyo hasta que se complete la digestión puntual.



Los dos primeros gobiernos de la Concertación supieron esto, y por todos los medios impulsaron una política «realista» (idealista) de bajarle el perfil a su presencia en escena, intentaron guardar las distancias, apostaron a hacer como que «Pinochet» no existía y a no «pescarlo». Los gobiernos concertacionistas pelotearon ad infinitum el conflicto que implicaba la inamovilidad de los jefes militares, jamás pusieron seriamente en cuestión la institución de los «senadores vitalicios», detuvieron con dientes y muelas en su momento la acusación constitucional en contra del actual inculpado (presentada por diputados de sus propias filas), miraron para el techo en los casos de los «pinocheques» y del «ejercicio de enlace», olvidaron completamente la promesa programática inicial de anular la Ley de Amnistía y, por cierto, jamás se les pasó por la cabeza llevar al general (r) ante la justicia.



Esa política del guardar las distancias, por cálculo y/o temor a ser engullidos por el campo gravitacional del hoyo negro —la política de Egardo Böeninger, Carlos Figueroa, Raúl Trocoso, José Miguel Insulza, Enrique Correa, Eugenio Tironi y asociados—, terminó ella misma por colapsar en Londres por azar de los interestelares azares. Allende, azar también, su amistad (Joan Garcés).



Otro modo de proseguir con esta política —aunque de manera más sutil— ha sido la de transformar a «Pinochet» en un ícono o símbolo cultural. Es lo que ha tendido a hacer el propio Marco Antonio de la Parra en el opúsculo arriba citado, al convertirlo en la figuración del «padre malo» o «padre castigador» (tal nativo Jehová). O, en un tono aún más apocalíptico, lo que ha sugerido el poeta Armando Uribe en su libro El accidente Pinochet (escrito junto a Miguel Vicuña), al asociarlo a un arquetipo, presente en el inconsciente colectivo nacional, del ¿mal radical? (casi casi abriendo un forado para que una cierta teopolítica se cobre su inversión de aquí a la eternidad, pues se trataría de «una figura que ha existido desde muy antiguo, y [que] volverá a repetirse (como un terremoto) cuando no se lo espera»).



El problema que genera la conversión de «Pinochet» en un símbolo —o, más bien, la exacerbación de esta dimensión, pues, en algún sentido sin duda lo es: Pinochet «representa» cosas— es que por esa vía se lo tiende a despersonalizar y así, consciente o inconscientemente, se le resta responsabilidad (un símbolo no responde: un símbolo espejea y congrega sin más). La consagración arquetípica de «Pinochet» anula al Pinochet «de carne y hueso», lo des-historiza y confisca su (eventual) singularidad.



La singularidad, precisamente, ha sido por mucho tiempo el nombre que los astrofísicos le han dado al punto central de todo agujero negro, allí donde va a parar todo lo que éste captura y engulle; una vez que objetos y ondas caen en la singularidad de un hoyo negro no hay manera de saber qué sucede, y los astrofísicos —buenas noches los pastores— se van a acostar.



Desde los años ’70, sin embargo, una serie de descubrimientos y nuevas hipótesis han conmocionado la comprensión tradicional de lo más oscuroscuro del hoyo negro: la singularidad no sería totalmente singular. Los análisis de la rotación de los hoyos y, sobre todo, el descubrimiento de que tales cuerpos celestes no sólo engullen sino que también emiten o arrojan un cierto tipo de radiación (radiación Hawking, en honor al físico británico que la pispó), han desplazado la trópica en juego y reabierto la discusión. La metáfora acaso más insistente en la actualidad es la siguiente: si un objeto volador no identificado (o identificable, para el caso da lo mismo) ingresara voluntaria o involuntariamente al radio de atracción de un hoyo negro, y lograra sobrevivir a las mareas gravitacionales y a los flujos de radiación, en algún momento sería arrojada hacia «afuera».



Y el afuera se merece ahí las comillas, pues de veras se trata de un afuera hacia adentro; el ov(n)i saldría hacia otro universo (se ha hablado de «universos paralelos», pero, yo no veo, en medio de este cósmico berenjenal, qué podría aún ser paralelo a qué) o —si la hipótesis espanta demasiado a las bellas almas— hacia otro sitio dentro del gran y redundante uni-verso singular. Al estallido de luz y materia que ocurre en la salida los astrofísicos, recién despiertos, le llaman, por cierto, «hoyo blanco». Un hoyo negro sería, por ahora y hasta nuevo aviso, un túnel, un paso feroz en el espaciotiempo sideral. (Tal el paso Pehuenche). Basta atraversarlo. Basta cruzar la singularidad. Y basta ya (va a estallar).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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