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Johnny Bravo y el Tratado de Libre Comercio


Uno de los personajes más pintorescos de las caricaturas que hoy día se exhibe en la televisión por cable es Johnny Bravo, un simpático machista simplón que siempre fracasa en sus intentos amorosos.



Johnny Bravo es alto, rubio y musculoso, pero su buena facha no logra esconder ni su simpleza intelectual ni sus evidentes intenciones con el otro sexo. Siempre pierde con el ‘hola nena’ y sólo consigue una de las tantas bofetadas que recibe programa tras programa.



Lo sorprendente de Johnny, sin embargo, no es que pierda, sino que nunca aprende y siempre aborda a sus pretendidas mujeres con la misma estrategia. También resulta sorprendente que las bofetadas y moretones que recibe no hagan mella en su obstinada pretensión por lograr sus objetivos amorosos. Y como si nada hubiera ocurrido, persiste programa tras programa, bofetada tras bofetada, en su infatigable y metodológica práctica.



Johnny Bravo es el símil de la estrategia chilena tras la búsqueda de un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Después de diez años del primer ‘hola nena’ -del entonces ministro de Hacienda, Alejandro Foxley- y las bofetadas de Carla Hills (la entonces representante de Comercio de Estados Unidos) Chile, como Johnny Bravo, persiste impertérrito esperando que le den la pasada.



Se nos dijo que sí habría ‘fast track’. Se nos dijo que los congresistas norteamericanos estaban a favor del libre comercio y que además ahora era diferente, porque el Presidente norteamericano estaba comprometido con la integración comercial. Más aún, Bush era un ‘amigo’ de América Latina, no sólo venía de Texas y le gustaba la comida Tex-Mex, sino que además tenía una cuñada mexicana. No podía haber mejor augurio.



Por lo mismo, el optimismo de los negociadores era avasallador, hasta contagioso. El ahora senador Foxley retomaba su discurso de ‘jugar en las grandes ligas’, la Cancillería aseguraba que éste era nuestro momento: «si Chile no, a quién» decían encandilados. No había titubeos, la negociación concluiría en menos de un año y además de lograr bajar los aranceles a los productos de mayor valor agregado, lograríamos concesiones en el sistema anti-dumping del país del norte, su mayor instrumento de protección comercial. Todo era color de rosas.



Pero, como siempre, en el mundo real las cosas son distintas. Después de seis rondas de negociación, Chile no ha logrado nada. La discusión en el congreso norteamericano de la iniciativa de ‘fast track’ del gobierno de Bush se atrasó hasta después de las vacaciones verano, pues no cuentan con los votos para aprobarlo. Y en septiembre el ahora denominado ‘Trade Promotion Authority’ no parece tener ninguna posibilidad de pasar en un congreso casi atrincherado contra la mayor liberalización comercial. Las posibilidades de alcanzar un tratado con Estados Unidos sin el fast track son ínfimas, pero aunque se lograra algo, más prioritario en la agenda de Washington que un TLC con Chile se encuentran los acuerdos con Jordania y Singapur.



Más grave aún, el gobierno de Estados Unidos no está mostrando un compromiso decidido ni con Chile ni con el libre comercio. El país del norte no ha ofrecido nada en la negociación respecto al sistema anti-dumping (ni siquiera un panel binacional como lo hiciera en el caso del Nafta) y tampoco ha hecho concesiones en la desgravación arancelaria, puesto que en el primer intercambio de listas de productos que tendrían desgravación inmediata, los negociadores estadounidenses, aparentemente, sólo ofrecieron los productos que ya se encuentran favorecidos en el Sistema General de Preferencias (SGP).



En cambio, para Chile, el proceso de negociación ya cuenta con costos importantes. Más allá de los costos financieros directos -que son altos para un país pequeño (uso de recursos humanos escasos, contratación de estudios de abogados, contratación de estudios técnicos, etcétera)-, Chile perdió la posibilidad de negociar con Japón, al rechazar esta oferta por no contar con recursos humanos suficientes para realizar tantas negociaciones paralelas.



Asimismo, el desafortunado anuncio de negociar con Estados Unidos que se hizo el año pasado, semanas antes del encuentro de Florianapolis en Brasil, perjudicó enormemente nuestras relaciones con los socios comerciales del Mercosur. Sólo la grave situación económica de Argentina ha permitido atenuar este desatino diplomático.



Y si bien la asociación de Mercosur se encuentra en problemas objetivos, la decisión estratégica de negociar con Estados Unidos se tomó antes de que éstas fueran evidentes. Esto es preocupante, pues la estrategia de integración internacional de Chile, para ser eficaz, debe hacerse en el marco de la integración regional con nuestros socios latinoamericanos.



Además, Chile decidió -en un evidente intento para mejorar la capacidad de lobby en el Congreso norteamericano- comprar los famosos aviones F-16, los que no son necesarios, por un monto de aproximadamente 600 millones de dólares, y además, está el peligro de que puedan gatillar una carrera armamentista en la región.



Esto, por lo demás, es totalmente contradictorio con la política de austeridad fiscal perseguida por el gobierno del Presidente Ricardo Lagos. Asimismo, el sólo anuncio de negociaciones con Chile motivó en Estados Unidos una serie de demandas por dumping a varios productos chilenos, generando pérdidas significativas a los exportadores.



Mientras que antes argumentábamos contra este proceso de negociación, porque los costos eran evidentes y los beneficios inciertos, ahora habría que decir que ni siquiera esos beneficios serán alcanzados. La pregunta es entonces ¿quién debe asumir la responsabilidad de los costos que hemos asumido todos chilenos?



Lo grave de esto es que no es nuevo. En el transcurso de la década de los noventa el gobierno de Chile tomó una serie de decisiones en relación con la política comercial y la política de inserción internacional que hoy día parecen equivocadas.



Por ejemplo, en el intento por lograr negociar con Estados Unidos para ingresar al Nafta, Chile buscó consagrar su voluntad aperturista, realizando concesiones innecesarias en el marco de las negociaciones ante la Organización Mundial de Comercio. Una de éstas fue la consolidación de los aranceles para los productos agrícolas que le ha generado más de un dolor de cabeza a la Cancillería. Debido a los bajos precios internacionales de ciertos productos agrícolas el esquema de banda de precio ha obligado a Chile a mantener tasas arancelarias por sobre los compromisos ante la OMC, particularmente en el caso del azúcar.



No sólo eso, sino también hoy día queda en evidencia el error de la decisión del gobierno del Presidente Frei de bajar unilateralmente los aranceles del 11% al 6% y, paralelamente, desmontar una serie de beneficios como el reintegro simplificado a las exportaciones particularmente relevante para la pequeña y mediana empresa.



Además no se cumplió con un compromiso público de orientar recursos adicionales para el fomento productivo así manteniendo el apoyo a la PYME, lo cual ha generado problemas en la producción interna del país. Todavía nadie asume la responsabilidad por estas decisiones y hasta el día de hoy los pequeños empresarios esperan esos recursos adicionales.



El año pasado se tomó la decisión de negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos meses antes de una elección general en el país del norte, sin tener claro la correlación de fuerzas en el Congreso norteamericano y la voluntad política real del futuro gobierno.



Más aún esa decisión generó una serie de problemas diplomáticos con nuestros socios comerciales de Mercosur y en abierta contradicción con los planteamientos del programa de la Concertación.



Ese fue un error político y alguien debe asumir su responsabilidad. Ya es hora de que las autoridades y la clase política chilena se sobrepongan al síndrome de ‘Johnny Bravo’ cuando se trata de Estados Unidos, de lo contrario, volveremos una y otra vez a ser abofeteados sin ninguna posibilidad de éxito o logrando un magro resultado con costos tan altos que no valdrá la pena haberlo intentado.



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Rodrigo Pizarro es director de Estudios de Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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