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América Latina: la falencia ideológica

La acostumbrada contraposición entre lo público y lo privado ha empezado a ceder. Se acepta que el crecimiento de los países supone un determinado orden macroeconómico, pero que a partir de ahí caben diversas estrategias de inversión y desarrollo.


Uno de los problemas más serios que enfrenta América Latina es el del vacío ideológico (o político-intelectual, si se quiere) en que se mueven los grupos dirigentes. Efectivamente, tenemos un cuadro de ideas políticas que no se compadece con las transformaciones que ha experimentado el mundo ni con los retos que enfrenta la región.



Por el momento, la discusión y las propuestas tienden a agruparse en torno a tres enfoques.



En primer lugar está el enfoque neoliberal, el cual sostiene esencialmente que las sociedades deben organizarse alrededor de mercados con mínima o ninguna regulación. Propone, en el plano global, desmantelar las barreras al libre comercio y los flujos de capital financiero, sometiendo a los países a la disciplina de las fuerzas del mercado. Y en el plano interno, favorece soluciones privadas para la producción y distribución de bienes públicos.



Es una propuesta que en nuestra región ha asumido diversas expresiones políticas, particularmente asociadas a regímenes autoritarios. Su proyección internacional, en tanto, dio base al «Consenso de Washington», y evolucionó posteriormente a lo que algunos califican como un «fundamentalismo de mercado».



Al otro lado del espectro es posible identificar, bajo nuevos ropajes, algunas de las propuestas de la izquierda tradicional y del populismo, que ahora convergen en un común sentimiento antiglobalización. Afirman, contra toda esperanza, una vía de desarrollo «hacia adentro», basada en la acción del Estado y en la regulación administrativa de los esfuerzos privados. Este tipo de enfoque habitualmente promueve con celo los intereses corporativos surgidos al amparo del Estado, favorece a los sindicatos del sector público y los estatutos funcionarios rígidos, y se pronuncia decididamente contra cualquier tipo de modernización, de privatización o de cambio en los sistemas de gestión pública que apunte en la línea de las externalizaciones, las evaluaciones o los incentivos.



Al centro se sitúa el último de los tres enfoques, sustentado por diversos sectores renovados de izquierda de la política continental y otras fuerzas de centro-progresista, desde socialdemócratas, pasando por radicales y socialcristianos, hasta liberales más o menos igualitaristas, dispuestos todos a avanzar con la marea de la globalización en la medida de las propias reservas y convicciones de cada uno.



¿Sería impropio llamar a esta corriente «tercera vía» a la manera latinoamericana? No me parece. Ofrece una estrategia que busca asegurar múltiples y cruzados balances, donde permanentemente hay una tensión entre políticas macroeconómicas y demandas sociales, entre crecimiento y equidad, entre mercado y Estado y entre formas y modalidades de combinar la acción pública y la acción privada.



¿Qué podemos esperar en el futuro de la aplicación de los enfoques reseñados?



El primero, el enfoque neoliberal, podría llevar quizá —en sus mejores momentos— a una mayor experimentación con políticas públicas en el plano social e institucional, y a una disminución de los poderes corporativos en la sociedad. Esto, sin embargo, a riesgo de desorganizar aún más las estructuras tradicionales, debilitar al sector público, reforzar las tendencias hacia la individuación de la sociedad y generar todavía mayores efectos de desigualdad.



Por otro lado, esta corriente de pensamiento está sujeta a crítica en su núcleo programático más fuerte, el «exclusivismo de mercado», con lo cual podría pronto perder parte del atractivo que tienen las fórmulas simples y radicales.



La vertiente populista y antiglobalización, allí donde tiene oportunidad de influir sobre el gobierno de la cosa pública pronto se muestra improductiva, atrapada entre las expectativas que genera en las masas y el estrecho margen que existe para políticas de oferta de bienes públicos en condiciones de internacionalización de la economía. Por ahora su posición es más bien testimonial, aunque bien podría resurgir en momentos de crisis económica y disolución de los sistemas políticos. Es el peligro argentino y ha sido parte del experimento populista en Venezuela.



En cuanto toca a la tercera vía, que bajo distintos nombres ha sido seguramente el principal enfoque gobernante en la región en el último tiempo, su desempeño, como sabemos, ha sido disímil. Genera alto crecimiento sin modificación de los patrones de distribución del ingreso en algunos países, y bajo crecimiento y estancamiento social en otros. Consigue significativos progresos sectoriales en algunos casos, junto con rezagos en los demás sectores. Exitosas políticas que usan incentivos de mercado para mejorar la gestión de servicios públicos en unas ocasiones; políticas erráticas de privatización o de sobreregulación en otras. A veces genera manejos eficientes de situaciones complejas, y otras veces, manejos ineptos que desembocan en crisis y explosiones sociales. Su riesgo, en suma, es el de empantanarse y producir gobiernos bloqueados.



La pregunta clave es si estos enfoques están en condiciones de asegurar la gobernabilidad que necesita América Latina para compatibilizar incrementos de competitividad, alto crecimiento, renovación institucional y cohesión social. Bien podría ser que para lograrlo se requiera una superación de estas propuestas junto con el surgimiento de nuevos grupos dirigentes. Me inclino por esta última hipótesis.



Resulta difícil saber, sin embargo, si tales procesos de radical renovación y modernización han comenzado, o si aún estamos en el ciclo terminal de las constelaciones de poder prevalecientes hasta ahora. Hay señales aquí y allá de una incipiente renovación. Por lo pronto, en casi todas partes existe frustración con las ideas e instrumentos tradicionales de la política, en sus tres enfoques principales.



La acostumbrada contraposición entre lo público y lo privado ha empezado a ceder. Se acepta que el crecimiento de los países supone un determinado orden macroeconómico, pero que a partir de ahí caben diversas estrategias de inversión y desarrollo. Se comparte, aunque a veces a regañadientes, que el papel de los mercados es fundamental, incluso más allá de la mera asignación de recursos, al mismo tiempo que ya casi nadie está dispuesto seriamente a borrar del mapa la función de los gobiernos y de las políticas públicas.



Hay una mejor comprensión de la necesidad de contar con sistemas flexibles, capaces de adaptarse a las cambiantes condiciones de la globalización. Existe menos temor que hace diez años —aunque subsiste— a experimentar con fórmulas innovadoras en el terreno de las políticas sociales. Hay nuevos movimientos sociales y nuevas generaciones dispuestas a emprender. Ya no se cree imposible unir eficiencia con solidaridad.



Es poco todavía. Pero quizá sea el germen de una visión del desarrollo apartada de los impotentes caminos del siglo 20.



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