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Del caso Spiniak, privilegios e igualdad en la sociedad chilena


Con el caso Spiniak -pero no sólo con él- tenemos de vuelta en la escena nacional un reiterado tema o asignatura pendiente de la transición y de la cultura política y ética de la democracia: la construcción de una convivencia entre iguales, consagrada no sólo en derecho, sino también en los hechos y conductas de poderes, instituciones y ciudadanos. Y, por cierto, no únicamente en el plano ético-político y cultural. También en el económico-social. Una de las herencias más complejas de desactivar del autoritarismo -que hunde sus raíces en nuestra propia historia- consiste precisamente en el logro de un ethos o gramática ético-política que apunte hacia la igualdad en relación a derechos y libertades, obligaciones mutuas y posibilidades.



Obviamente tantos años de interdicción de derechos, de obtención lateral de privilegios, de casi ninguna fiscalización societal permitida, de represión continua, deja huellas en el cuerpo social de la nación y en el funcionamiento de sus principales instituciones. Si bien hay expresiones de una cultura política de la igualdad en algunos cuerpos legales -y buena parte de los distintos poderes sólo parecen hablar a nombre de la sacrosanta igualdad en el trato de todos- el caso Spiniak ha vuelto a poner las cosas en su lugar: en nuestro país hay algunos ciudadanos más iguales que otros; hay algunos poderes, también, más iguales o poderosos que otros. Aunque su existencia como tal no haya sido validada ni legitimada por la ciudadanía, como tampoco el ejercicio de una política deliberativa propiamente tal.



Cuando el afectado es alguien o un poder/institución conectado a núcleos de poder fáctico, estamos frente a un complot, a una maquinación, a un montaje de gente inescrupulosa. Por supuesto, si en esas conductas -como las de Spiniak y amigos- fuesen también otros los involucrados, entonces, claro, no seria complot ni manejos oscuros, sino la expresión del relativismo moral de algunos sectores políticos.



Con ello se muestra que no basta con cuerpos legales que favorezcan consideraciones de igualdad, que son importantes, si no avanzamos al mismo tiempo hacia un ethos, hacia una ética o forma de convivencia, que ponga la consideración del otro como un igual a mí en el centro de la formación de la personalidad del ciudadano y de la democracia deseable para el nuevo siglo. No tenemos un ethos de igualdad en plaza, sino uno del doble estándar. Un doble estándar que tiene como leitmotiv -o pretendido criterio de justificación- la mantención de privilegios indebidos o la obtención de más poder del ya acumulado.



Esta situación o herencia no se expresa solo en lo político o en lo cultural-comunicacional. Aunque menos discutido -salvo destellos en la última Enade- se relaciona también con el sistema económico en plaza. Uno creado bajo la égida de la fuerza y el autoritarismo y que, por ello, obtiene el beneplácito de tecnócratas y favorecidos, pero no logra la adhesión razonada del conjunto de los ciudadanos. Parafraseando a Rawls -un liberal, por si acaso-, en particular, su segundo principio de justicia, tendríamos que preguntarnos cuáles son los límites de la desigualdad éticamente tolerable.



¿Es esta situación capaz de verla el ciudadano medio? No lo sabemos. En la mayoría de los casos vive cooptado por la disciplina que nos exige el modelo para sobrevivir. ¿Calidad de vida?, dijo alguien. ¿Justa igualdad de oportunidades? Algunos investigadores de entidades de estudio ligadas a la oposición lo han expresado: las encuestas constatarían algo que podía preverse, que a muchos ciudadanos les interesa algo más el crecimiento -entiéndase económico- que la obtención o cuidado de la igualdad.



Se quiere asemejar con ello el estatuto de la empírie social al que posee un fenómeno de la naturaleza, como por ejemplo, la caída de meteoritos sobre la tierra. Las desigualdades de saber, tener y poder serían un fruto de la naturaleza de las cosas, del mero azar: nadie es co- responsable. O, mejor dicho, cada uno es responsable de su propio status, de su éxito o fracaso. ¿Será tan así? Por ello, para discernir y dilucidar, tenemos -entre otras cosas- que deliberar en torno a una interrogante capital: ¿qué límites -si es que los tiene- consideramos correctos y aceptables para la desigualdad entre los que viven en esta angosta y estrecha faja de tierra?





(*) Profesor. Centro de Ética de la Universidad Alberto Hurtado. / Doctor en Filosofía, Universidad Católica de Lovaina.






  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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