La publicidad de Amnesty International en revistas norteamericanas dice así: «Una vez que las fotos salieron a la luz, los encargados de Abu Ghraib obviamente no podían quedarse en el puesto. Por lo tanto, los ascendieron». Y así fue: los oficiales responsables subieron de rango, mientras que unos pocos soldados y clases pasaron del calabozo a la corte marcial y de vuelta al calabozo. No hay nada sorprendente en esto, a menos que uno se trague la propaganda estilo Reader’s Digest que pinta a Estados Unidos como el faro ético del tormentoso mundo contemporáneo. Nadie, ni el más filo-americano, puede sostener esta creencia después de Abu Ghraib, y eso sin mencionar Guantánamo o las cárceles secretas donde se aplican en este momento los más crueles y refinados métodos de tortura física y sicológica.
La impunidad de los responsables de la tortura de Abu Ghraib tiene su lógica. No tendría mucho sentido juzgar a sus altos mandos si al mismo tiempo Washington intenta eximirlos de la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional, que cubre tres clases de delitos: el genocidio, los delitos de lesa humanidad, y los crímenes de guerra. Los fundamentos jurídicos de esta corte se detallan en el Estatuto de Roma, un documento con fuerza de tratado internacional auspiciado por la ONU. El estatuto fue aprobado en Roma en julio de 1998 y entró en vigencia el 2002, poco después de que el número de estados signatarios llegara a 60.
Hoy los países que se acogen al tratado suman 100, pero entre ellos no se encuentra Estados Unidos, país que -después de anular la firma inicial autorizada por Clinton-ha usado todo el peso de su diplomacia para subvertir el TPI.
Una de las estrategias usadas por Washington es típica de la mentalidad que emana desde su vicepresidencia y el Departamento de Defensa. Se trata del uso fraudulento del artículo 98, el que fue incluído para coordinar el TPI con tratados bilaterales ya existentes que establecían qué tribunales tenían prioridad para juzgar los casos. Estados Unidos interpreta el artículo 98 del estatuto de Roma con maña, usándolo de apoyo para establecer nuevos convenios bilaterales con otros estados. Cuando el actual embajador norteamericano en la ONU, John Bolton, todavía era Subsecretario de Control de Armas y Seguridad, declaraba abiertamente: «Nuestra meta final es cerrar acuerdos de artículo 98 con cada país del mundo, sin importar si han firmado o ratificado el TPI, sin importar si tienen intenciones de hacerlo en el futuro».
El método para conseguir estos acuerdos bilaterales, que aseguran la impunidad de ciudadanos norteamericanos acusados de genocidio, delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra, es digno de la Cosa Nostra: la oferta que no puede rehusarse, con amenazas, sanciones y castigos para los países rebeldes. Así ha conseguido que 43 países miembros del TPI acepten inicialmente el trato, aunque no todo ha sido un éxito para Bush, porque 56 naciones se han negado (54 de ellas públicamente) y solamente 13 de los que firmaron este tipo de acuerdo lo han ratificado en el legislativo.
En este contexto, es loable la confirmación de que el gobierno chileno va a ratificar el TPI sin las excepciones que exigía EE.UU. También es destacable que, pese a la notable histeria de algunos legisladores de derecha, se hayan mandado señales claras a Washington de que Chile no va a aceptar imposiciones en su voto para la vacante latinoamericana del Consejo de Seguridad de la ONU.
De hecho, un voto chileno por Guatemala sería una vergüenza, no sólo porque sería claudicar ante presiones matonescas, sino porque vulneraría principios más básicos. A nadie le cabe duda de que en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, Guatemala funcionaría como un robot teledirigido que se somete a las posturas norteamericanas. Votar por Guatemala sería por lo tanto agregarle poder a la representación de EE.UU. y despotenciar una verdadera presencia latinoamericana en el foro internacional.
La presión sobre el gobierno chileno va a aumentar, sin duda, porque la reciente derrota norteamericana en la OEA que culminó en la elección de José Miguel Insulza todavía causa escozor en Washington. Si se pierde la candidatura guatemalteca al Consejo de Seguridad se consolidaría un patrón inaudito de resistencia diplomática latinoamericana, y esta vez sería ante los ojos de todo el planeta. (En este escenario, se puede predecir con algo de certeza que Chávez va a hacerle más fácil la tarea a la dupla Condoleezza-Rumsfeld con alguno de sus desatinos mediáticos, pero eso es materia de otro comentario).
No es difícil conectar los puntos mencionados: el TPI y el voto por el asiento latinoamericano en el Consejo de Seguridad. Basta indicar que Guatemala no ha firmado ni menos ratificado el estatuto de Roma, a pesar de que el conflicto armado interno guatemalteco, que duró 36 años, dejó como saldo cientos de miles de muertos (200 mil, dice un informe, 93% de ellos asesinados por fuerzas represivas del estado), sin mencionar otros cientos de miles torturados, despojados y desplazados. La mayoría de las víctimas de la guerra fueron indígenas, y en este momento, a 10 años de los acuerdos de paz, equipos forenses trabajan para probar científica y jurídicamente lo que ya se sabe: que la mortandad equivale a un genocidio del pueblo maya a manos de las fuerzas armadas.
No hay duda acerca de la complicidad norteamericana en la tragedia guatemalteca, comenzando con el derrocamiento de Jacobo Arbenz en 1954 y pasando por el apoyo material, logístico y político a las fuerzas armadas en su tarea represiva durante cuatro décadas. Las mismas tácticas usadas en Vietnam (particularmente la llamada «tierra arrasada», incluído el uso del napalm) se aplicaron bajo supervisión norteamericana contra las poblaciones indígenas. El mismo Bill Clinton no tuvo más remedio que pedir disculpas, en 1996, al publicarse uno de los informes de clarificación histórica, por la complicidad norteamericana en la tragedia: «es importante que yo diga con claridad que el apoyo a las unidades militares, o a las unidades de inteligencia comprometidas en el tipo de represión violenta y masiva que se describe en el informe, fue un error».
Los acuerdos de paz de 1996 abrieron una luz de esperanza para quienes creían que Guatemala podía tener un futuro democrático después de tanta muerte. Pero esas esperanzas se han ido diluyendo más y más con el paso del tiempo. A pesar del trabajo de las comisiones de verdad y de las promesas oficiales, no se ha hecho justicia-los principales responsables de los crímenes han quedado en la impunidad absoluta. El ejército sigue siendo el garante de un orden social inhumano e injusto al funcionar como la guardia privada de una élite mestiza y blanca que lo controla todo. Los desalojos de campesinos son pan de cada día, no se respetan los derechos laborales, y la corrupción a todo nivel es rampante.
Hay otras señales de que Guatemala es una sociedad enferma, una nación que margina a la gran mayoría de sus habitantes. Por ejemplo, ha habido una epidemia de asesinatos de mujeres en la capital: 300 entre enero y mayo de este año y más de 2.000 desde el 2001, sin que la policía investigue siquiera más del 70% de los casos, según datos de Amnistía Internacional. Estas cifras representan más de seis veces la de los femicidios reportados en Ciudad Juárez (México) desde 1993.
Por alguna razón, la muerte y el silencio son cómplices desde hace mucho tiempo en Guatemala. También persiste una complicidad igual de siniestra y de larga data entre la élite dueña de ese país y el régimen de los Estados Unidos. Un voto chileno por Guatemala nos haría entrar en esa complicidad funesta que se aleja diametralmente de los valores que deberían guiar a nuestro país, dentro y fuera de sus fronteras.
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Roberto Castillo es escritor y académico.