El ex presidente de la República Ricardo Lagos ha señalado, en la Universidad Alberto Hurtado, que tecnócratas y demagogos son igualmente peligrosos. Que «el técnico es esencial para introducir realismo, pero en último término la definición la toma el político, aquel que representa a la polis». Se trata de expresiones duras, pero oportunas cuando estamos discutiendo importantes reformas provisionales, educativas, el uso de los excedentes del cobre o los deberes del Banco Central. ¿Cómo establecer una relación armónica entre técnicos y políticos, sin comprometer la esencia de la democracia que es el gobierno del pueblo, pero sin tomar decisiones demagógicas que terminan volviéndose en contra de la ciudadanía, particularmente la más desprotegida?
Ha existido, existe y existirá una tensa relación entre los políticos y los intelectuales, cuando ambos se hacen profesionales y se encuentran en los pasillos del poder. Los primeros viven de y para la política. Los segundos viven de y para las ideas. En principio, cuando el intelectual «puro» se queda en los claustros académicos cultivando su saber, no surge ninguna relación, ni mayor problema. Pero cuando el intelectual asume la tarea de agitar problemas ante la opinión pública, llamar la atención de los gobernantes e, incluso más, no sólo persuadir sin que además decidir, entonces empiezan las tensiones. Pues al actuar así ha ingresado a la arena política, la de la lucha por adquirir y mantenerse en el poder estatal. Y por ello no es adecuado que un experto que ingresa a la política exija que lo evalúen sólo por su saber entrenado, en cuanto técnico. Pues al asumir poder político, asume igualmente responsabilidades políticas. Esas que consisten en responder en público por las acciones y omisiones con consecuencias públicas.
La política requiere de intelectuales. Pues si la acción política quiere ser una actividad racional y razonable -por cierto no siempre lo es- debe estar dirigida a realizar determinados objetivos finales, llamémoslos valores, ideales, principios, sueños, proyectos de país. Aquí surge el evidente encuentro entre el líder político y el ideólogo, ya sea éste un filósofo, un teólogo o un constructor y comunicador de ideales. Más aún, si la política quiere hacerse cargo de los problemas sociales y buscar soluciones a ellos, deberá recurrir a quien le propondrá diagnósticos, experiencias comparadas, antecedentes históricos y soluciones viables y oportunas. Entonces el político se encontrará con una segunda clase de intelectual: el experto.
Pero los intelectuales también requieren de los políticos. Pues el ejercicio intelectual no se da en el vacío. Tanto el ideólogo como el experto necesitan de la política democrática que les garantiza el ejercicio de su saber. Pues la democracia garantiza los presupuestos culturales -promoción de la libertad y valoración de la verdad- y condiciones materiales – autonomía universitaria y financiamiento público – indispensables para la actividad del intelectual. En una sociedad autoritaria o totalitaria no hay posibilidades de desarrollo libre del espíritu. Y cuando el intelectual quiere tomar parte en el proceso de decisiones estatales deberán asumir todo el peso de ser un político.
Dos demonios siempre han atacado al técnico cuando se convierte en tecnócrata. Este último surge cuando pretende sustituir al poder democrático en la toma de decisiones, entrando en todos los campos, incluso más allá de su ámbito específico. Estos demonios son la arrogancia y la violencia. Muchas veces ha ocurrido que el intelectual, orgulloso del enorme esfuerzo que ha debido desarrollar para acumular conocimiento y entrenar su inteligencia, cree que tiene el derecho y el deber de imponer su verdad. Él sabe, los demás no saben. Y el saber es poder: sirve para mandar y, más aún, da derecho a mandar. Muchos de los sacerdotes del antiguo Egipto, los filósofos de la Antigüedad y los clérigos de la Edad Media sucumbieron a estos demonios. Y es allí cuando la furia filosófica, teológica y clerical se desata.
El Siglo XX es pródigo en casos dramáticos de alianza entre el poder político, el económico, el militar y el intelectual. Desde los intelectuales que apoyaron al fascismo, al nazismo y al stalinismo hasta los «nuevos mandarines» durante Vietnam. Entonces se escribieron horrorosas páginas en la historia de la inhumanidad. Nunca faltaron elaboradas razones ideológicas y eficaces y eficientes métodos para los peores fines.
¿Cómo combatir estos demonios? Con tres actitudes y una regla de oro. Las virtudes son la humildad serena, la apertura de mente y el diálogo sincero. Humildad que nace justamente al recordar los errores pasados. ¿Se anticipó la economía a la crisis del capitalismo de 1929 o la politología a la caída de los socialismos reales en 1989? Pues no. Poseemos mentes finitas y limitas, por lo que la profesión de las certezas absolutas debe ser reemplazada por las sugerencias de ideales e ideas bien fundadas. Apertura con la realidad es otro componente de la receta. No cerrarse en «torres de cristal». Por el contrario, salir al paso de todos los hechos y de todos los datos. Sobre todo jamás olvidar que la señora Juanita existe. Ella es una mujer de carne y hueso que sobrevive con una pensión de 44 000 pesos.
Por último, dialogar una y mil veces con los que piensan distinto y con las distintas formas de conocimiento experto. Tanto del que nace del estudio formal, como del que se desarrolla gracias a la experiencia de la vida. ¿Tiene más sabiduría un pedante profesional que un sereno dirigente social que ha sacado adelante, bajo las peores condiciones, una familia y un sindicato? Y no olvidar jamás la regla de oro: las decisiones las toma el representante del pueblo libremente elegido por el pueblo.
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Sergio Micco Aguayo. Vicepresidente de la Democracia Cristiana.