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Trampa 22 y la parábola de la pelotas desinfladas


En Estados Unidos la gente se queja de haber caído en una «trampa 22» cuando se da cuenta de que la aparente solución a un problema de hecho lo acrecienta. La expresión viene de una novela, Catch 22, ambientada en una base militar durante la Segunda Guerra Mundial. Yossarian, el aviador protagonista de la obra de Joseph Heller, no quiere morir en combate y se obsesiona buscando maneras de evadir las misiones de bombardeo. Fingir locura (o arreglárselas para volverse loco de verdad) parece ser el único camino de escape. Pero la salida no es tan fácil, porque si alguien se vuelve loco o es declarado loco en una situación de guerra entra en un círculo maligno burocrático, típico de la lógica militar. En breve, la «trampa 22» de la novela estipula que es razonable volverse loco de miedo en una situación de peligro real e inmediato; es lo lógico e indica que la mente está operando de manera racional. Si un aviador reclama su derecho a quedarse en tierra por estar loco de terror, esa misma petición lo cataloga como cuerdo. Si el loco no reclama, está obligado a combatir, porque eso es lo «normal». Por lo tanto, el loco (es decir, el lúcido) está jodido: tiene la obligación de volar, aunque volar, en vista del peligro, sea un acto de locura. Y así, hasta el infinito. Los mandos superiores nunca pierden: lo esencial es que se obedezca la orden, por loca que sea.



Me he acordado mucho de esa novela (y de la película, protagonizada por el genial Alan Arkin) últimamente, al ir siguiendo el reality sangriento de la guerra de Irak. Primero fue por el extraño caso del teniente Ehren Watada, el oficial del ejército estadounidense que llegó a la conclusión de que la guerra de G.W. Bush era ilegal y que por lo tanto él tenía la obligación, según convenciones internacionales y principios militares básicos, de rehusar sus órdenes de traslado al frente. En sus propias palabras: «Mi participación me convertiría en cómplice de crímenes de guerra».



El ejército norteamericano lo sometió a una Corte Marcial por no cumplir órdenes y por hablar en público en contra de la guerra. Es un lugar común decir que la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música, pero es un lugar común irrebatible. El juicio de Watada lo comprobó una vez más, cuando el juez (es decir un milico que hace las veces de juez) declaró que el tema de si la guerra es o no es ilegal no era parte del juicio, en esencia negándole a Watada la posibilidad de hacer una defensa de fondo y de poder contar con el testimonio de expertos. Esto equivale a negarle a un acusado la posibilidad de demostrar que actuó en defensa propia por medio de prohibir que la noción misma de defensa propia entre en las deliberaciones. Igual, el ejército se pisó la cola, porque el juez interpretó una declaración de Watada en la que reconocía no haber cumplido la orden, como una confesión de culpabilidad. Al imponer su interpretación, sin embargo, cayó en su propia trampa 22, porque la «admisión de culpabilidad» (que no fue reconocida por Watada como tal, sino como simple dato de la causa) lo obligó a declarar que el juicio estaba viciado de fondo y que había que hacer borrón y juicio nuevo. El problema es que un nuevo juicio podría ser ilegal por el principio de «doble enjuiciamiento» (non bis in idem). Como resultado, Watada quedó en el limbo, por la incompetencia, el servilismo político y el descriterio de la justicia militar, por lo que este caso es una alegoría de toda la trágica guerra de Irak.



Lo trágico siempre sacas visos de comicidad cuando de milicos se trata—éste es otro de los temas de la novela Trampa 22, y de eso tenemos la prueba en un caso muy diferente al del teniente Watada. Me refiero al extraño incidente de las pelotas desinfladas, una de las ideas que se le ocurrieron a los genios de operaciones sicológicas del ejército gringo en Irak. Estos Einsteins de la sicología en tiempos de guerra promueven ideas como «ganarse el corazón y la mente» de los malagradecidos «nativos» (dígase iraquíes donde antes fueron japoneses, coreanos, dominicanos, vietnamitas, guatemaltecos, panameños, granadinos, salvadoreños) que desconfían de la buena voluntad de los que primero los hacen arar con bombas atómicas, bombas inteligentes, bombas de napalm, bombas de racimo o bombas así no más, y después salen a repartir chocolate en barras, goma de mascar, o figuritas de béisbol.



Alguno de estos cerebros debe haberse dado cuenta de que los malagradecidos iraquíes se comían el chocolate y los chicles pero que despreciaban las láminas de los jugadores de béisbol o de fútbol americano. Otro Sherlock Holmes sin duda sumó dos más dos y cachó que por todas partes en Irak se veían grupos de gente pateando pelotas o cualquier objeto semi-redondo. Al parecer disfrutaban de este extraño pasatiempo. Averiguando, supieron que se trataba de «soccer», variante bárbara del fútbol americano que se juega hasta a pata pelá, sin cascos ni hombreras, y -lo más raro—sin tocar la pelota con la mano. Fue así como surgió la operación sicológica destinada a ganarse el corazón y la mente de todos los pichangueros iraquíes. Ganarse los hearts & minds, como dice su manual, deber ser la orden del día, sobre todo después de que se ha hecho zumbar a la población civil con ese shock & awe (choquear y aterrorizar, en esencia) de que se vanagloriaba Rumsfeld.



Como toda operación militar, ésta debía tener un nombre de código, y no fue la excepción: se la llamó «Operation Soccer Ball». No es chiste. Transportémonos ahora a una base en el mortífero triángulo sunniita, a 40 millas de Baghdad, donde un pelotón de infantería espera órdenes. Los soldados creen que se trata de la misión de rutina: ir en caravana de Humvees a una población cercana, bloquear los accesos, hacer una redada, allanar las casas y llevarse a los varones de entre 14 y 70 años para hacer un control de identidad en algún lugar cercano, como una cancha de fútbol, por ejemplo. Si algún soldado ve algo sospechoso en una casa, en vez de arriesgar la vida en un allanamiento, se procede a demolerla a punta de balazos con las ametralladoras pesadas punto 50. Si la casa es más sólida, se llama a un tanque para que venga a volarla de un solo cañonazo. Uno de los miembros del pelotón, el especialista francotirador Garrett Reppenhagen, dice que «la mitad de las veces nos echamos la maldita casa equivocada», por lo que la astutamente llamada «Operación Pelota de Fútbol» es para él un gran alivio.



El escuadrón parte a buscar las pelotas de fútbol, que están en una base cercana, embaladas con mucho orden en grandes cajas de cartón sobre un camión de cinco toneladas. Hay cientos de cajas y cada una contiene cincuenta pelotas. Son miles y miles de pelotas, una abundancia de pelotas. Un río Mississippi de pelotas, diría Neruda. Sin embargo, alguien detecta un pequeño problema. Vienen desinfladas. «No problem» dice Reppenhagen, y se pone a buscar los bombines que, lógicamente, deben estar en una de las cajas. Busca y rebusca, pero no logra encontrar ni bombines ni agujas. No se desespera, y recurre al taller mecánico de la base, pero allí nada pueden hacer, a pesar de que lo intentan con las bombas de aire para neumáticos de Humvee. El oficial a cargo la piensa y concluye que lo que hay que hacer es mandar a pedir lo que falta. El envío se demoraría meses. En ese momento interviene un coronel que iba pasando y que no puede creer que vayan a perder tiempo y recursos mandando pedir bombines y agujas para inflar pelotas de fútbol. «Hay una guerra que ganar», exclama, «y los iraquíes deberían estar agradecidos de que les demos pelotas, infladas o desinfladas». El coronel da la orden de regalar las pelotas así no más.



Reppengahen y sus hombres parten cargados de pelotas desinfladas a repartirlas por las aldeas del triángulo sunniita. Los hombres del 2ÅŸ Batallón del 63ÅŸ Regimiento Blindado van bien empelotados y emputecidos, pero las órdenes son órdenes. Los niños se agolpan alrededor del convoy, en los caminos, en los patios de escuela, en las canchas de tierra, recibiendo los regalos que les tiran los gringos desde sus vehículos blindados. A todo el mundo le llega su pelota desinflada, y todos felices. Por un ratito, hasta que los malagradecidos empiezan a darse cuenta de la burla. Al principio tiran las pelotas desinfladas a las acequias, las dejan en las ramas de las palmeras, las patean encima de los techos de las casas, las usan de sombrero, de frisbee o de máscara grotesca. Pero cuando el convoy se va retirando de su misión de buena voluntad, el chiste se había desinflado, y los niños iraquíes despiden sus benefactores a puro peñascazo inteligente.



Después de haber terminado su servicio en Irak, el soldado Reppenhagen se retiró del ejército, se unió a la Asociación de Veteranos de Irak Contra la Guerra, y empezó a contar la historia de las pelotas como metáfora de la aventura de G.W. Bush. Pero el ejército no está de acuerdo con su interpretación del incidente. Es así como el vocero de la 1Åž. División de Infantería, cuando este incidente salió a la luz en el sitio Salon.com, sacó la siguiente declaración, que traduzco en su totalidad porque es irresistible:



«Estados Unidos está lleno de ex combatientes que saben que esta visión cómica de soldados que obedecen órdenes estúpidamente no tiene base ninguna y que es casi risible en su propagación de estereotiposÂ… Los soldados son estadounidenses, no son autómatasÂ… Fijarse en eso de si las pelotas tenían o no tenían aire es socavar el espíritu norteamericano de generosidad y no entender para nada qué sentido tiene el acto de obsequiar».



Reppenhagen, por su parte, ofrece la siguiente flor de sabiduría:
«De vuelta a la base, los niños nos tiraban piedras. Yo di por sentado que era porque les regalamos pelotas desinfladas. Tal vez si les hubiéramos dado pelotas infladas, se habrían puesto a jugar fútbol».







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Roberto Castillo es escritor y académico

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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