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Start-Up Chile: Piñera y su visión elitista de la innovación

Alvaro Pina Stranger
Por : Alvaro Pina Stranger Ph.D en Sociología en la Universidad Paris-Dauphine e Investigador asociado al ICSO, Universidad Diego Portales.
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El gobierno sabe lo que quiere: empresarios, de preferencia anglosajones, capaces de imponer el paso a una nueva norma (esto es, innovar), gracias a la legitimidad y el poder de persuasión que les otorgan sus contactos y el dinero. En esta visión, estamos muy lejos del innovador visionario, destructor creativo del orden establecido (Schumpeter, 1942), pues el principal activo de los empresarios que el gobierno quiere reclutar, es la garantía de que no atacarán el sistema que les ofrece tantas oportunidades.


No cabe duda que el presidente ha estudiado el tema de la innovación. El 5 de mayo, en un acto oficial del programa Start-Up Chile, Piñera se dio la oportunidad de exponer su visión del asunto. Su discurso – el difundido video de Adán y Eva – deja sin embargo translucir un enfoque elitista de la innovación que limita la capacidad de su gobierno para actuar positivamente en esta materia.

Recurramos, para discutir esta visión, a la imagen de la “cultura del no” utilizada en su discurso. En Chile –nos cuenta Piñera–, si un empleado pretende implementar una idea nueva, éste debe, antes que nada, hablar con su jefe directo. El jefe directo tiene el poder de rechazar la idea pero, si ésta le interesa, no tiene el poder de validarla, debe igualmente consultar su propio jefe quien podrá, a su vez, censurar la idea, o llevársela a su superior. Así, para que una idea prospere, esta dinámica debe repetirse hasta llegar al dueño de la empresa.

Adoptando un enfoque organizacional, Piñera nos explica con esta imagen que muchos pueden decir “no”, pero pocos pueden decir “sí” a una idea. El presidente sostiene que esta estructura decisional (el no es distribuido, el sí es centralizado) es un obstáculo para la innovación, pues una parte inestimable de las ideas generadas se pierden en el camino.

[cita]El gobierno sabe lo que quiere: empresarios, de preferencia anglosajones, capaces de imponer el paso a una nueva norma (esto es, innovar), gracias a la legitimidad y el poder de persuasión que les otorgan sus contactos y el dinero. En esta visión, estamos muy lejos del innovador visionario, destructor creativo del orden establecido (Schumpeter, 1942), pues el principal activo de los empresarios que el gobierno quiere reclutar, es la garantía de que no atacarán el sistema que les ofrece tantas oportunidades.[/cita]

Esta primera parte del análisis parece correcta: la centralización del poder de las organizaciones jerárquicas hace difícil que las ideas “suban” y que se generen dinámicas de cambio desde la base, sea para bien o para mal.

Sin embargo, la segunda parte del análisis es de una sospechosa ingenuidad intelectual. Para el presidente, el esfuerzo que implica escalar la burocrática “cultura del no” justifica que, una vez ahí, los innovadores sean muy bien recompensados. ¿Qué pasó con lo de cambiar la “cultura del no”? ¿Cómo manejamos el monopolio del sí para que no siga frenando la innovación? ¿Qué pasó con la crítica a las estructuras de decisión?

La verdad es que si contamos la segunda parte de esta historia utilizando los mismos conceptos de estructura y poder (sin distraernos justificando las absurdas remuneraciones de algunos empresarios), su final cambia radicalmente.

En una sociedad que es a la vez organizacional, burocrática y llena de interconexiones o “puentes” sociales – coloquialmente llamados pitutos, familia, elite, herencia, colegio o colegialidad –, los innovadores de los que habla el Presidente son aquellos que pueden evitar la “cultura del no” y su estructura jerárquica y centralizada, pero, en ningún caso, aquellos que tienen las mejores ideas o que se esfuerzan más.

Lo que falta en el análisis de la innovación de Piñera es lo que en sociología económica se llama la “pertinencia social del conocimiento” (Lazega, 2002). Esta noción explica que una idea no es evaluada únicamente en función de su capacidad para responder adecuadamente a un problema, sino también, en función de la posición (económica, social, cultural) de la persona que reivindica el valor de esa idea. Para evaluar una idea, no consideramos solamente qué se dice, también consideramos quién lo dice.

Esto significa, entre otras cosas, que la capacidad de innovar no está repartida democráticamente. Los que pueden apropiarse del valor de una idea son aquellos que, gracias a un cierto capital social o financiero, logran persuadir a los inversionistas, a los industriales o a las autoridades públicas para que los apoyen. Disociar la capacidad de innovación de las posiciones sociales, es negar el impacto de la desigualdad en la construcción y la difusión del saber, y es renunciar a crear una sociedad en la que las oportunidades estén equitativamente distribuidas.

Y la verdad es que esto – el hecho de que no evaluemos solamente el contenido del saber sino también la identidad de quien lo reivindica – lo tiene muy claro el gobierno. El programa Start-Up Chile, cuyo objetivo es importar empresarios innovadores, es la prueba de que hay consciencia de esto, pues ofrece, entre otras cosas, acceso “a las más poderosas redes sociales y financieras del país”.

Así de simple. El gobierno sabe lo que quiere: empresarios, de preferencia anglosajones, capaces de imponer el paso a una nueva norma (esto es, innovar), gracias a la legitimidad y el poder de persuasión que les otorgan sus contactos y el dinero. En esta visión, estamos muy lejos del innovador visionario, destructor creativo del orden establecido (Schumpeter, 1942), pues el principal activo de los empresarios que el gobierno quiere reclutar, es la garantía de que no atacarán el sistema que les ofrece tantas oportunidades.

En la visión elitista que defiende el Presidente, la gran mayoría de las innovaciones, todas aquellas que no pueden disociarse de un determinado contexto, las de las cooperativas, las ollas comunes o las escuelas rurales, están completamente excluidas. Al pensar la innovación como el nuevo sueño americano de un líder carismático e influyente, capaz de vender un producto a nivel planetario, Piñera no reconoce el profundo valor democrático de los procesos de innovación, a saber, su capacidad de traducir las ambiciones y proyectos de las personas en nuevas formas de relacionarse, organizar, aprender, festejar, recordar, jugar, debatir… La innovación no es una mera historia de producción, venta y consumo, ni menos aún la historia de algunos pocos iluminados, es antes que nada la historia de cómo, a través del conocimiento y su difusión, las personas logran, en conjunto, apropiarse y construir el mundo en el que quieren vivir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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