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La ficcionalización de una catástrofe

Carlos Basso P
Por : Carlos Basso P Periodista de investigación
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Por cierto, como se muestra en Treme, la corruptela siempre implica alguien que va por detrás y está dispuesto a negociar lo innegociable. En este caso es un joven texano, descendiente de latinos, que se da cuenta de inmediato del buen negocio que hay en Niu Orlíns (y en cualquier lugar donde haya habido una catástrofe natural): la demolición.


Hace pocos días comencé a ver la segunda temporada de Treme, la serie de HBO producida por David Simon, ambientada en el New Orleans post Katrina. Y debo advertirlo: a continuación, cualquier semejanza de esta ficción con la realidad es pura casualidad, en serio.

Para los afortunados que como yo pudimos catar la primera temporada el año pasado, con un 8.8 muy fresquito, la serie daba pocazas esperanzas de salir pronto del marasmo post tsunami y terremoto, pues por donde recorría la cámara (insisto, en Niu Orlíns, en la pronunciación afrancesada de sus habitantes) se mostraba una realidad que muchos intuían: que pese a que Katrina había barrido una de las ciudades culturalmente más ricas del país más poderoso de la Tierra, la reconstrucción era un cliché político y nada más, que pocazo importaba a los políticos. Si eso le había sucedido a los norteamericanos, vaya, qué se podía esperar para Duao, Dichato, Coliumo o Tumbes, era la reflexión inmediata.

[cita]Por cierto, como se muestra en Treme, la corruptela siempre implica alguien que va por detrás y está dispuesto a negociar lo innegociable. En este caso es un joven texano, descendiente de latinos, que se da cuenta de inmediato del buen negocio que hay en Niu Orlíns (y en cualquier lugar donde haya habido una catástrofe natural): la demolición.[/cita]

Había muchas cosas en común. De acuerdo al guión de Treme, a meses de Katrina, en Niu Orlíns seguía habiendo destrucción, desolación y penuria. Todo el mundo, más o menos, había sido estafado por las compañías de seguros y por las empresas de servicios básicos, mientras la mayoría de los turistas que llegaban a la ciudad (y al “barrio” de Treme) lo hacían en búsqueda del turismo morboso. A nadie se le escapaba de la memoria el desastre, los saqueos, las muertes, la inacción de la mayoría de las autoridades, el caos en la ayuda y las decisiones ridículas, como la que tomaron algunos politicastros de poca monta que decidieron impedir que se habitara un amplio sector de viviendas que habían resultado indemnes, una de las cuales se toma Albert Lambreaux, el personaje interpretado por Clarke Peters (que se mandó un papelazo en The Wire), con la decisión de no moverse de allí, no sólo porque es su casa y no tiene –en la práctica- un lugar digno donde vivir, sino porque, como él mismo lo dice, le están destruyendo su sentido de comunidad, un sentimiento hereditario transmitido de generación en generación.  ¿La reacción gubernamental? Mandemos a la policía, pues señor, qué se habrá imaginado este pelafustán que vive prácticamente en la calle, que ahora quiere irse a su casa.

Uno de los personajes más notables en la primera temporada era el profesor de literatura Creighton Bernette, interpretado por el genial John Goodman, un sujeto que se dedicaba todo el día a sentarse frente al computador y grabarse echando puteadas en contra del gobierno, las que luego subía a Youtube. Por supuesto, como todo en Treme, se trata de un personaje basado en la realidad, inspirado en el blogger de Niu Orlíns Ashley Morris, quien las emprendía a garabato limpio contra el gobierno federal en sus blog casts, uno de los cuales se hizo famoso y pasó a la historia con el título de Fuck You, You Fucking Fucks, el que en esencia se limitaba “a mandar al demonio” (están leyendo la versión doblada al español) a todos los gilipollas (sigue la traducción) de otras grandes ciudades que estaban convencidos de que tenían grandes problemas, incluyendo al gobierno encabezado en ese momento por George Bush.

La sarta de garabatos de Morris, reproducida textualmente y con una saña impresionante por Bernett-Goodman, es sólo semejante a la que Fernando Vallejo dedica a la Iglesia Católica en La Puta de Babilonia, aunque con menos léxico. Si bien Morris se murió de un ataque cardiaco poco antes del estreno de Treme, David Simon decidió imaginar cuál habría sido su final si no se le hubieren tapado las arterias en forma natural y así es como Bernette-Goodman termina suicidándose, hastiado de la porquería que denuncia y denuncia y que a nadie en Washington DC parece importarle un carajillo.

En la segunda temporada de Treme las cosas no parecen mejorar mucho. Por increíble que parezca y, a pesar de haber transcurrido ya un buen tiempo del desastre, los pasos del huracán siguen siendo evidentes en todas partes, lo mismo que el aprovechamiento político. Una de las secuencias más notables es la aparición de un candidato a senador, un sujeto de sonrisa pródiga, palabras afectuosas y ceño que revela preocupación por su gente. De pronto, se revela que la rata aquella está siendo investigada por el FBI, debido a que le encontraron 90 mil dólares en efectivo en el refrigerador, que obviamente no tiene como justificar. Y ahí viene la esperanza de nuevo. Uno, como televidente ingenuote, esperaría que el corrupto aquel se fuera a la cárcel, pero todos saben ―en la serie, insisto en que cualquier semejanza con la realidad es pura ficción― que da lo mismo, que a nadie le importa cuánto haya robado, pues igual ganará las elecciones. Como me dijo hace unas semanas un amigo muy sabio, ésa es la política de la frustración, en la que no pasa nada de nada, en la que la gente espera que algo cambie, que se cumplan las promesas, que los delincuentes de cuello y corbata paguen y naca.  O como me lo comentó años ha, al reventarle un escándalo, un político de sonrisa eterna, que no conocía ni de cerca los conceptos ética y moral: “en un año nadie se va a acordar de está huevá”. Así nomás fue.

Por cierto, como se muestra en Treme, la corruptela siempre implica alguien que va por detrás y está dispuesto a negociar lo innegociable. En este caso es un joven texano, descendiente de latinos, que se da cuenta de inmediato del buen negocio que hay en Niu Orlíns (y en cualquier lugar donde haya habido una catástrofe natural): la demolición. Sin embargo, para meterse en él, necesitaba aceitar varias clavijas, entre ellas un político que debiera favores a un banco, un banco que le debiera favores a alguien en el gobierno, and so on. Hay un escena clave, cuando el “gestor” por llamarlo de algún modo, invita a un dueño de camiones (es decir, el tipo que hace la pega) a integrarse a la empresa que está formando, a cambio del 5% de las ganancias. El camionero lo queda mirando y le pregunta cuánto gana él: “50%” responde la cucaracha texana, sonriendo, sin que se le mueva un músculo y diciéndole con la mirada que así nomás son las cosas, cuando se es dueño de la parte ancha del embudo.

Pero ya lo sabemos: es una simple ficción, inspirada en hechos reales, nada más. Y habría que ser un tonto muy, muy grave, para creer que las historias que los escritores ficcionalizan en televisión tiene algo que ver con la realidad, pues ésta es mucho peor. Si no lo creen, vayan a darse una vuelta por Dichato. Si los dichatinos hablaran inglés, apuesto que lo más suave que escucharían sería fuck you, you fucking fucks.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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